El automóvil oficial de Jordan se detuvo ante el número 47. El motor se puso en marcha y ellos se lanzaron hacia adelante con extraordinaria rapidez. Harry se apeó y cruzó la acera en dirección a Jordan.

Vicary vio el resto como una pantomima: Harry pidió a Jordan que se apartara y subiese al segundo Humber, que parecía haberse materializado como por arte de magia y Jordan se quedó mirando a Harry como si éste acabara de llegar del espacio exterior.

Harry se identificó con la en extremo educada manera de un funcionario de la policía de Londres. Jordan le dijo con meridiana claridad que se fuese a hacer puñetas. Harry agarró a Jordan por un brazo, con ligeramente excesiva firmeza, se inclinó sobre él y le murmuró algo al oído.

Como si se desangrara, todo el color desapareció del semblante de Jordan.

37

Richnmond-upon-Thames (Inglaterra)

La casa victoriana de ladrillo rojo no era visible desde la carretera. Se erguía en el punto más alto del terreno, sobre los jardines, al final de un descuidado camino de gravilla. A solas en el asiento trasero del helado Humber, Vicary apagó la luz al acercarse al edificio. Había leído durante el trayecto el contenido completo de la cartera de Jordan. Le ardían los ojos y la cabeza era la diana de un sinfín de alfilerazos. Si aquellos documentos estaban ya en poder de los alemanes, era harto posible que la Abwehr los aprovechase para descubrir el secreto de la invasión. Podrían utilizarlos para escudriñar a través del humo y la niebla de Doble Cruz y de Fortaleza. ¡Podrían emplearlos para ganar la guerra! Vicary se imaginaba la escena en Berlín. Hitler bailaría encima de la mesa, dando taconazos con sus botas militares. «¡y todo porque no fui capaz de coger a esa maldita espía!»

Vicary limpió un trozo del empañado cristal de la ventanilla. La mansión estaba a oscuras, con la salvedad de una solitaria luz amarilla encendida en la entrada. El MI-5 se la compró a los arruinados familiares de su anterior propietario. El plan consistía en utilizarla para reuniones e interrogatorios clandestinos, así como para alojamiento de invitados secretos. Se usaba con escasa frecuencia, por lo que se había ido decayendo y degradándose, de forma que ahora presentaba el aspecto de un inmueble abandonado por un ejército en retirada.

Los únicos indicios de que en la casa había alguien eran la docena de coches oficiales aparcados de cualquier manera en el paseo de acceso cubierto de hierbajos.

Un centinela de la Armada Real surgió de la oscuridad y abrió la portezuela de Vicary. Le condujo al frío vestíbulo deteriorado por el paso del tiempo y luego a través de una serie de habitaciones: un salón con muebles cubiertos por sus fundas, una biblioteca con los anaqueles huérfanos de libros y, por último, le hizo franquear una puerta de doble hoja que daba paso a una amplia estancia con vistas a los en aquel momento oscuros jardines. Olía a humo de leña quemada y a coñac. Habían corrido una mesa de billar, dejándola a un lado, para poner en su sitio una pesada mesa de comedor, de roble macizo. En la enorme chimenea ardía un fuego espléndido. Un par de norteamericanos de ojos oscuros, del servicio de Inteligencia de la JSFEA, permanecían sentados en las sillas más próximas del fuego, silenciosos como acólitos. Basil Boothby salió lentamente de entre las sombras.

Vicary buscó el sitio que tenía asignado a la mesa. Depositó la cartera de Jordan en el suelo, junto a su silla, y procedió a sacar las cosas que llevaba en su maletín. Alzó la cabeza, intercambió una mirada con Boothby y asintió. Después volvió a bajar la vista y continuó con sus preparativos. Oyó abrirse las puertas y el ruido de dos pares de pasos que cruzaban el entarimado. Reconoció en uno de ellos los andares propios de Harry y comprendió que las pisadasdel otro par correspondían a Peter Jordan.

Segundos después Vicary percibió el peso de Jordan que se dejaba caer en la silla situada frente a él, al otro lado de la mesa. Sin embargo, todavía no le miró. Sacó su cuaderno de notas y un lápiz amarillo, que colocó encima de la mesa con el mismo esmero que si estuviera disponiendo un cubierto para la realeza. A continuación, cogió el expediente de Jordan y lo depositó encima de la mesa. Tomó asiento, abrió el cuaderno de notas por la primera página y humedeció la punta del lápiz con la lengua.

Finalmente, Vicary levantó la cabeza y, por primera vez, miró aPeter Jordan directamente a los ojos.

– ¿Cómo la conoció?

– Tropecé con ella durante el oscurecimiento.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Yo caminaba por la acera sin la linterna y chocamos. Ella llevaba una bolsa de comestibles. Se desparramaron por todas partes.

– ¿Dónde ocurrió eso?

– En Kensington, junto al club Vandyke.

– ¿Cuándo?

– Hace cosa de quince días.

– ¿Cuándo, exactamente?

– ¡Dios, no me acuerdo! Puede que fuera un lunes.

– ¿A qué hora de la noche?

– Alrededor de las seis.

– ¿Cómo le dijo que se llamaba?

– Catherine Blake.

– ¿Se había tropezado con ella antes de aquella noche?

– No.

– ¿La había visto antes de aquella noche?

– No.

– ¿No la conocía?

– No.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con ella durante esa primera noche?

– Menos de un minuto.

– ¿Concertó una cita para verse otra vez con ella?

– Exactamente, no. La invité a tomar una copa juntos en algún momento. Ella dijo que le parecía bien y se marchó.

– ¿Le dio a usted su dirección?

– No.

– ¿Un número de teléfono?

– No.

– Entonces, ¿cómo se suponía que iba a ponerse en contacto con ella?

– Buena pregunta. Dí por sentado que no quería volver a verme.

– ¿Cuándo la vio de nuevo?

– A la noche siguiente.

– ¿Dónde?

– En el bar del hotel Savoy.

– ¿En qué circunstancias?

– Yo estaba tomando una copa con un amigo.

– ¿El nombre de ese amigo?

– Shepherd Ramsey.

– ¿Y la vio en la barra?

– Sí.

– ¿Ella se acercó a su mesa?

– No, fui yo hasta ella.

– ¿Qué ocurrió a continuación?

– Dijo que había quedado allí con un amigo, pero que al parecer la había dado plantón. La invité a una copa. Contestó que prefería irse a otro sitio. Así que me fui con ella.

– ¿A dónde fueron?

– A mi casa.

– ¿Qué hicieron?

– Ella preparó la cena y comimos. Después charlamos un rato y se marchó.

– ¿Hicieron el amor aquella noche?

– Oiga, no voy a…

– ¡Sí, claro que va a hacerlo, capitán de fragata Jordan! ¡Responda a la pregunta! ¿Le hizo el amor aquella noche?

– ¡No!

– ¿Me está diciendo la verdad?

– ¿Cómo?

– He dicho que si me está diciendo la verdad.

– Claro que sí.

– No trata de engañarme esta noche, ¿verdad capitán de fragata Jordan?

– No, no intento engañarle.

– Bueno, porque eso es algo que no le aconsejaría. Ya tiene bastantes dificultades con el jaleo en que está metido. Sigamos…

Bruscamente, Vicary cambió el rumbo y condujo a Jordan a aguas más tranquilas. Avanzaron durante una hora por la biografía de Jordan: su infancia en el West Side de Manhattan, sus estudios en el Instituto Rensselaer, su trabajo en la Compañía de Puentes del Noreste, su matrimonio con la acaudalada y hermosa debutante Margaret Lauterbach, la muerte de la mujer en un accidente automovilístico en Long Island, en agosto de 1939. Vicary formulaba las preguntas sin notas y como si ignorase las respuestas, pese a que se había aprendido de memoria el historial de Jordan durante el viaje a la mansión. Tuvo buen cuidado en controlar el compás y el ritmo de la conversación. Cada vez que Jordan parecía demasiado cómodo, Vicary le hacía descarrilar. Y todo sin que en ningún momento dejase Vicary de anotar religiosamente en su cuaderno las respuestas de Jordan. Micrófonos ocultos grababan el interrogatorio, lo que no era óbice para que Vicary lo escribiese como si su pequeño cuaderno fuese a constituir la crónica permanente del procedimiento de la noche. A toda declaración de Jordan seguía el enloquecedor sonido del lápiz de Vicary chirriando por la página. Cada unos cuantos minutos, la mina se gastaba. Entonces, Vicary pedía disculpas, obligaba a Jordan a interrumpirse y luego convertía en todo un espectáculo la acción de sacar un nuevo lápiz. Siempre sacaba uno, nada de coger otro de repuesto, sino sólo uno. Y cada vez parecía costarle más tiempo que la anterior encontrar y sacar el lápiz. A Harry, que observaba entre las sombras, no dejó de maravillarle la actuación de Vicary. La intención de éste era lograr que Jordan le subestimara, que pensase que era una especie de imbécil. Adelante, cabronazo memo, ya verás lo que tarda en cortarte los huevos. Vicary pasó una página de su cuaderno y retiró un nuevo lápiz.

– En realidad, no se llama Catherine Blake. Y en realidad tampoco es inglesa. Su verdadero nombre es Anna Katarina von Steiner. Pero no volveré a referirme a ella con ese nombre. Quisiera que olvidara usted que lo ha oído alguna vez. Le resultarán claros mis motivos más adelante. Nació en Londres antes de la Gran Guerra, hija de madre inglesa y padre alemán. Regresó en noviembre de 1938 a Inglaterra, donde entró utilizando este pasaporte falso holandés. ¿Reconoce la fotografía?

– Es ella. Su aspecto es diferente ahora, pero es ella.

– Suponemos que el servicio de inteligencia alemán recurrió a ella por su pasado y por su dominio del idioma. Creemos que la reclutaron en 1936 y la enviaron a un campamento de Baviera, donde le impartieron formación en claves y radio, la enseñaron a evaluar tropas y a matar. Al objeto de ocultar su entrada en nuestro país asesinó brutalmente a una mujer en Suffolk. Suponemos que ha asesinado también a otras tres personas más.

– Eso es muy difícil de creer.

– Bueno, pues créalo. Esa mujer es distinta a todos los demás. La mayor parte de los agentes de Canaris son unos idiotas inútiles y están muy mal adiestrados y peor dotados para el espionaje. Desmantelamos sus redes al principio de la guerra. Pero creemos que Catherine es una de sus figuras estelares, una clase distinta de agente. Los llamamos «durmientes». Nunca utilizó la radio y al parecer nunca participó en ninguna otra operación. Simplemente se integró en la sociedad británica y esperó a que la activasen.