– ¿Por qué me eligió a mí?

– Permítame presentar la frase de un manera distinta, capitán de fragata Jordan. ¿Le eligió ella a usted o usted a ella?

– ¿De qué está hablando?

– La verdad es que es muy sencillo. Quiero saber por qué está usted vendiendo nuestros secretos a los alemanes.

– ¡No hago tal cosa!

– Quiero saber por qué ha estado traicionándonos.

– ¡No he traicionado a nadie!

– Quiero saber por qué actúa como agente al servicio de la inteligencia alemana.

– ¡Eso es ridículo!

– ¿De veras? ¿Qué se supone que hemos de pensar? Se ha embarcado en una aventura amorosa con una agente alemana de primera establecida en Gran Bretaña. Se lleva a casa una cartera de mano llena de material secreto. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se limitó a contarle el secreto de la Operación Mulberry ? ¿Le pidió ellaque llevara a casa los documentos para poder fotografiarlos?

– ¡No! Quiero decir que…

– ¿Los llevó usted a su casa por propia voluntad?

– ¡No!

– Bueno, veamos, ¿por qué iba usted de aquí para allá con todo eso en la cartera?

– Porque tenía que salir por la mañana temprano para inspeccionar los centros de construcción del sur. Veinte personas lo confirmarán. El personal de seguridad examinó mi casa y la caja de caudales de mi estudio. En determinadas circunstancias se me permitía llevarme documentos reservados siempre y cuando los guardase en mi caja de caudales.

– Bueno, evidentemente eso fue un error tremendo. Porque creo que usted se llevaba a casa esos documentos y se los tendía a Catherine Blake.

– Eso no es verdad.

– No estoy seguro de si usted es un agente alemán o si se ha dejado seducir para dedicarse al espionaje.

– ¡Que le den por el…! Ya estoy harto de esto.

– Quiero saber si nos ha traicionado por sexo.

– ¡No!

– Quiero saber si nos ha traicionado por dinero.

– No me hace falta dinero.

– ¿Trabaja usted en complicidad con la mujer a la que conoce por el nombre de Catherine Blake?

– No.

– Consciente o voluntariamente, ¿entregó usted secretos aliados a la mujer a la que conocía como Catherine Blake?

– ¡No!

– ¿Trabaja directamente con la inteligencia militar alemana?

– Esa es una pregunta ridícula.

– ¡Contéstela!

– ¡No! ¡Maldita sea! ¡No!

– ¿Mantiene usted relaciones sexuales con la mujer a la que conoce por el nombre de Catherine Blake?

– Eso es asunto mío.

– Ya no, capitán de fragata. Se lo vuelvo a preguntar. ¿Mantiene relaciones sexuales con Catherine Blake?

– Sí.

– ¿Está enamorado de Catherine Blake? Capitán de fragata, ¿ha oído usted la pregunta? ¿Capitán de fragata? Capitán de fragata Jordan, ¿está usted enamorado de Catherine Blake?

– Hasta hace un par de horas, estaba enamorado de la mujer que creía era Catherine Blake. No sabía que fuese agente alemán y no le entregué voluntariamente secretos aliados. Tiene que creerme.

– No estoy seguro de creerle, capitán de fragata Jordan. Pero prosigamos.

– Se enroló en la Armada en el mes de octubre pasado.

– Correcto.

– ¿Por qué no antes?

– Mi esposa había muerto. No deseaba dejar solo a mi hijo.

– ¿Por qué cambió de idea?

– Porque me pidieron que ingresara en la Armada.

– Explíqueme cómo fue eso.

– Se presentaron dos hombres en mi oficina de Manhattan. Estaba claro que ya habían revisado mi historial, tanto personal como profesional. Dijeron que se requerían mis servicios para un proyecto relacionado con la invasión. No me aclararon de qué proyecto se trataba. Me indicaron que fuese a Washington y no volví a verlos.

– ¿Cómo se llamaban?

– Uno se llamaba Leamann. No recuerdo el nombre del otro.

– ¿Ambos eran norteamericanos?

– Leamann era estadounidense. El otro era británico.

– Pero usted no recuerda su nombre.

– No.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era alto y delgado.

– Bueno, eso reduce la cuestión a la mitad del país, más o menos. ¿Qué ocurrió cuando fue usted a Washington?

– Cuando llegó mi acreditación de seguridad, me aleccionaron respecto a Mulberry y me mostraron los planos.

– ¿Por qué le necesitaban a usted?

– Querían alguien con experiencia en proyectos de construcciones importantes. Mi empresa ha construido algunos de los mayores puentes del este.

– ¿Cuál fue su primera impresión?

– Pensé que Mulberry era factible técnicamente, pero también pensé que los programas de construcciones eran una farsa… excesivamente optimistas. Comprendí en seguida que habría retrasos.

– ¿Y qué conclusiones ha sacado de la inspección que ha efectuado hoy?

– Que el proyecto está peligrosamente retrasado. Que realmente las probabilidades de tener terminados los Fénix en la fecha prevista son una entre tres.

– ¿Compartió esas conclusiones con Catherine Blake?

– Por favor. No volvamos a eso otra vez.

– No ha contestado a mi pregunta.

– No. No hice partícipe de mis conclusiones a Catherine Blake.

– ¿La vio antes de que le recogiéramos en la plaza de Grosvenor?

– No. Fui directamente a la JSFEA desde los centros de construcción.

Vicary introdujo la mano en su cartera y puso dos fotogragfa encima de la mesa, una de Robert Pope y la otra de Dicky Dobbs,

– ¿Ha visto alguna vez a estos hombres?

– Me resultan vagamente familiares, pero no puedo decir si los he visto antes o no.

Vicary abrió el expediente de Jordan y lo hojeó hasta llegar a una página.

– Hábleme de la casa en que vive.

– Mi padre político la compró antes de la guerra. Pasaba bastante tiempo en Londres, tanto por negocios como por placer, y deseaba disponer de un lugar confortable donde vivir durante sus estancias en la ciudad.

– ¿Alguna otra persona utiliza la casa?

– Margaret y yo solíamos ocuparla cuando veníamos de vacaciones a Europa.

– ¿Su padre político tenía inversiones bancarias en Alemania?

– Sí, varias. Pero la mayoría de ellas las liquidamos antes de la guerra.

– ¿Supervisó personalmente esa liquidación?

– Casi toda esa labor la hizo un hombre llamado Walker Hardegen. Es el número dos del banco. Habla con fluidez el alemán y conoce el país por dentro y por fuera.

– ¿Trabajó en Alemania antes de la guerra?

– Sí, en varias ocasiones.

– ¿Le acompañó usted?

– No, yo no tengo nada que ver con los negocios de mi suegro.

– ¿Utilizó Walker Hardegen la casa de Londres?

– Es posible. No estoy seguro.

– ¿Hasta qué punto conoce usted a Walker Hardegen?

– Le conozco muy bien.

– Supongo, entonces, que son buenos amigos, ¿no?

– No, la verdad es que no.

– ¿Le conoce usted bien pero no son amigos?

– Exacto.

– ¿Son enemigos, pues?

– Enemigos es una palabra fuerte. Simplemente no nos llevamos bien.

– ¿Por qué no?

– Salía con mi esposa antes de que yo la conociera. Creo que siempre estuvo enamorado de ella. Bebió mucho más de la cuenta en mi fiesta de despedida. Me acusó de haberla matado para conseguir un buen negocio.

– Me parece que alguien que hace un comentario como ese respecto a mí se convertiría automáticamente en mi enemigo.

– En aquellos momentos pensé en sacudirle una buena paliza.

– ¿Se culpa usted de la muerte de su esposa?

– Sí, siempre he tenido remordimientos. Si no le hubiese pedido que fuera a la ciudad y me acompañara en aquella maldita cena de negocios, aún estaría viva.

– ¿Cuánto sabe Walker Hardegen acerca del trabajo de usted?

– Nada.

– Pero sí sabe que es usted un ingeniero de lo más competente.

– Eso sí.

– ¿Y sabe que le enviaron a Londres para colaborar en un proyecto secreto?

– Probablemente lo dedujo, sí.

– En las cartas que ha escrito a su gente de los Estados Unidos,¿ha citado alguna vez la Operación Mulberry ?

– Nunca. Todas las revisa un censor.

– ¿Ha hablado alguna vez de la Operación Mulberry a otro miembro de su familia?

– No.

– ¿Y a alguno de sus amigos?

– No.

– Ese compadre suyo, Shepherd Ramsey, ¿se lo ha dicho a él?

– No.

– ¿Y no le ha preguntado?

– No hace otra cosa… en plan de broma, claro.

– ¿Tenía usted intención de ver de nuevo a Catherine Blake?

– Ahora no. No deseo volver a verla en la vida.

– Bueno, eso tal vez resulte imposible, capitán de fragata Jordan.

– ¿Qué pretende decir?

– A su debido tiempo. Es tarde. Creo que nos vendría bien un poco de sueño. Continuaremos por la mañana.

Vicary se levantó y fue hacia donde estaba sentado Boothby. Se inclinó sobre él y dijo:

– Creo que deberíamos hablar.

– Sí -convino Boothby-. Vamos ala habitación de al lado, ¿no? Boothby se desenroscó del asiento y cogió a Vicary por el codo.

– Le has trabajado de maravilla -encomió Boothby-. Dios mío, Alfred, ¿cómo y cuándo llegaste a convertirte en un hijo de puta de tal calibre?

Boothby abrió una puerta y la mantuvo de par en par para que entrase primero Vicary. Éste pasó junto a sir Basil y entró en la estancia. No pudo dar crédito a sus ojos.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó Winston Churchill-. Es un placer volver a verte. Me gustaría que fuese en otras circunstancias. Permíteme presentarte a un amigo mío. Profesor Alfred Vicary… General Eisenhower.

Dwight Eisenhower se levantó del sillón y tendió la mano.

Tiempo atrás, la habitación había sido gabinete de trabajo. Cubrían las paredes estanterías para libros, contaba con una mesa escritorio y con un par de sillones de orejas, ocupados en aquel momento por Churchill y Eisenhower. En la chimenea ardía alegremente un fuego de leña, que a pesar de todo no lograba eliminar totalmente el frío de la habitación. Una manta de lana cubría las rodillas de Churchill. Mordisqueaba la húmeda punta de un cigarro puro y bebía coñac. Eisenhower encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café. Encima de la mesa, entre ellos, había un pequeño altavoz por el que habían escuchado el interrogatorio de Jordan. Vicary lo supo porque los micrófonos continuaban en marcha y se oía el ruido de las sillas al arrastrarse por el suelo y el murmullo de voces que llegaban de la habitación contigua. Boothby se deslizó hacia adelante y bajó el volumen. Se abrió la puerta y entró en la estancia un quinto hombre. Vicary reconoció al general de brigada Thomas Betts, alto, gigantesco como un oso, subjefe de información de la JSFEA y encargado de la salvaguardadel secreto de la invasión.