Los hombres situados en la salida llevaban escrita encima la palabra autoridad. Vestían traje arrugado y se cubrían la cabeza con el clásico bombín. Se preguntó si estarían buscándole. No era posible que dispusieran de su descripción. Instintivamente, se llevó la mano al interior de la chaqueta y acarició la culata de la pistola. Allí estaba, metida bajo la cintura de los pantalones. Palpó también la cartera que llevaba en el bolsillo del pecho. El nombre de su tarjeta de identidad era James Porter. Su cobertura: viajante de productos farmacéuticos. Pasó entre los dos hombres y se integró en el gentío que avanzaba a empellones por Bishopgate Road.

El viaje, a excepción del inevitable retraso, se había desarrollado sin incidentes. Compartió departamento con un grupo de soldados jóvenes. Al principio, durante cierto tiempo, le miraron con malevolencia mientras él leía el periódico. Neumann supuso que cualquier muchacho de aspecto saludable que no llevara uniforme se vería sometido a determinada dosis de desprecio. Les contó que le habían herido en Dunkerque y que lo llevaron de vuelta a Inglaterra, medio muerto, a bordo de un remolcador de transatlánticos, uno de esos barquitos. Los soldados invitaron a Neumann a jugar con ellos una partida de cartas y Neumann los desplumó.

La calle estaba realmente oscura, la única luz que había allí era la de los semáforos velados que aún funcionaban para regular el tráfico rodado nocturno y la de las linternas que llevaban muchos peatones. Tuvo la impresión de encontrarse en medio de un juego infantil, tratando de realizar una tarea ridícula y sencilla con los ojos vendados. Tropezó en dos ocasiones como otros tantos transeúntes que caminaban en dirección contraria. Chocó una vez con algo frío y duro y empezó a pedir disculpas antes de darse cuenta de que se trataba del poste de una farola.

No tuvo más remedio que echarse a reír. Desde luego, Londres había cambiado desde su última visita.

Había nacido en Londres, en 1919, con el nombre de Nigel Fox hijo de madre alemana y padre inglés. Al morir su padre, en 1927 la madre regresó a Alemania y fijó su residencia en Düsseldorf Una año después volvía a casarse, con un rico fabricante llamado Erich Neumann, un adusto amante de la disciplina al que no le hacía maldita la gracia tener un hijastro que se llamaba Nigel y que hablaba alemán con acento inglés. De inmediato cambió al chico el nombre de Nigel por el de Horst, permitió que adoptase el apellido familiar y lo ingresó en una de las academias militares más rígidas del país. Horst se sentía desgraciado. Los demás muchachos se burlaban de él a causa de lo mal que se expresaba en alemán. Pequeño, poquita cosa, era presa fácil para los matones y la mayor parte de los fines de semana volvía a casa con los ojos a la funerala y la boca partida. Su madre se sentía cada vez más preocupada; Horst se había convertido en un chico silencioso y retraído. Erich opinaba que aquello era bueno para el muchacho.

Pero cuando Horst dobló el cabo de los catorce años su vida cambió. En una competición atlética abierta, en pista al aire libre, participó en la carrera de 1.500 metros, sin zapatillas y con los pantalones de la escuela. Acabó bastante por debajo de los cinco minutos, algo asombroso para un chico que no había entrenado lo más mínimo. Un preparador de la federación nacional presenció la prueba. Animó a Horst a entrenarse y convenció al colegio para que destinara al muchacho provisiones especiales.

Horst revivió. Liberado de la monotonía de las clases de educación física del colegio, se pasaba las tardes corriendo a campo través por llanos y montes. Le encantaba estar solo, lejos de los otros chicos. Nunca se había sentido más feliz. Se convirtió rápidamente en uno de los mejores atletas juveniles del país, en pista, y una fuente de orgullo para el colegio. Ingresó en las Hitler Jugend, las Juventudes Hitlerianas. Los compañeros que antes se metían con él de pronto se volvían locos por conseguir su atención. En 1936 le invitaron a asistir a los Juegos Olímpicos de Berlín. Vio al estadounidense Jesse Owens asombrar al mundo al ganar cuatro medallas de oro. Conoció a Adolf Hitler en el curso de una recepción de las Juventudes Hitlerianas e incluso le estrechó la mano. Se emocionó de tal modo que tuvo que telefonear a casa para contárselo a su madre. Erich se sentía inmensamente orgulloso. Sentado en tribuna, Horst soñaba con 1944, cuando fuera lo bastante rápido y maduro para competir en los Juegos Olímpicos por Alemania.

La guerra cambió todo eso.

Se enroló en la Wehrmacht a principios de 1939. Su espléndida forma física y su carácter de lobo solitario le indujeron a interesarse por los Fallschirmjäger, los paracaidistas. Se integró en ese cuerpo y le enviaron a la academia de paracaidismo de Stendhal. Saltó sobre Polonia el primer día de la guerra. Luego lo hizo sucesivamente sobre Francia, Creta y Rusia. A finales de 1942 ya tenía la Cruz de Caballero.

París pondría fin a sus días de paracaidista. Entró una tarde, a última hora, en un pequeño bar a tomarse una copa de coñac. Un grupo de oficiales de las SS se habían adueñado de la sala trasera del establecimiento para celebrar una fiesta particular. A mitad de su consumición, Neumann oyó un grito procedente de aquella habitación trasera. El francés de detrás del mostrador se quedó de una pieza, con demasiado miedo en el cuerpo para ir a investigar. Neumann lo hizo por él. Al empujar la puerta vio tendida encima de la mesa a una muchacha francesa a la que los hombres de las SS tenían inmovilizados los brazos y las piernas. Un comandante la estaba violando, mientras otro oficial la fustigaba con una correa. Neumann entró corriendo y descargó un puñetazo brutal en el rostro del comandante. La cabeza del oficial chocó contra la esquina de la mesa; el comandante no llegó a recobrar el, conocimiento.

Los otros miembros de las SS arrastraron a Neumann al callejón, le golpearon salvajemente y lo dejaron tirado, dándole por muerto. Se pasó tres meses recuperándose en un hospital. Las heridas de la cabeza fueron tan graves que le declararon incapacitado para saltar en paracaídas. Gracias a su inglés fluido le destinaron a un puesto de escucha de la inteligencia militar en el norte de Francia, donde se pasaba los días ante un receptor de radio, en una cabina abarrotada y claustrofóbica, escuchando comunicaciones inalámbricas que partían del otro lado del Canal, de Inglaterra. Era de lo más aburrido.

Entonces se presentó aquel hombre de la Abwehr, Kurt Vogel. Era un individuo flaco, con aire cansado y, en otras circunstancias, Neumann habría creído que se trataba de un artista o de un intelectual.

Dijo que estaba buscando hombres cualificados dispuestos trasladarse a Gran Bretaña y efectuar tareas de espionaje. Afirmó que le pagaría el doble de lo que Neumann cobraba en la Wehrmacht. A Neumann no le interesó la cuestión del dinero, pero estaba aburrido como una ostra.

Aceptó en el acto. Aquélla misma noche abandonó Francia para dirigirse a Berlín en compañía de Vogel.

Una semana antes de que saliera rumbo a Gran Bretaña, llevaron a Neumann a una granja del distrito de Dahlem, en las afueras de Berlín, donde siguió un cursillo de preparación de ocho días. Las mañanas las pasaba en el granero. Vogel había montado allí una plataforma de saltos para que Neumann practicara. Por cuestiones de seguridad no era posible realizar los saltos de prueba desde un avión. También se repasaron a fondo sus habilidades con arma corta, que para empezar eran algo impresionante, así como su destreza en el homicidio silencioso. Las tardes se dedicaban a la esencia del trabajo de campo: aterrizajes, procedimientos de encuentro, claves y manejo de radio. A veces, las sesiones de formación teórica las impartía Vogel solo. En otras ocasiones llevaba a su ayudante, Werner Ulbricht. En plan de broma, Neumann se refería a él llamándole Watson, y Ulbricht lo aceptaba con desacostumbrado buen talante. Entrada la tarde, cuando la claridad del invierno se despedía del apacible paisaje nevado que rodeaba la granja, a Neumann se le concedían cuarenta y cinco minutos para correr. Durante tres días se le permitió hacerlo en solitario. Pero a partir del cuarto, cuando ya tenía la cabeza llena de los secretos de Vogel, un jeep le siguió a distancia.

Las noches se reservaban para la sesión particular de Vogel. Después de la cena en grupo en la cocina de la granja, Vogel se llevaba a Neumann al estudio y le aleccionaba junto al fuego. Nunca utilizaba notas, porque Vogel, Neumann se dio cuenta en seguida, tenía el don de la memoria. Vogel le habló de Sean Dogherty y del sistema de lanzamiento. Le habló de una agente llamada Catherine Blake. Le habló de un oficial estadounidense cuyo nombre era Peter Jordan.

Cada noche, Vogel cubría el suelo del día anterior antes de añadir una nueva capa de detalles. Pese a la ausencia total de protocolo en aquella atmósfera rural, su vestimenta nunca cambió: traje oscuro, camisa blanca y corbata apagada. Su voz era tan molesta como el chirrido de una bisagra oxidada, lo que no impedía que la atención de Neumann estuviese pendiente de ella, gracias a la intensidad y determinación de su tono. En la sexta noche, complacido por los progresos de su discípulo, Vogel se permitió el lujo de una fugaz sonrisa, que se apresuró a ocultar con la mano derecha, incómodo por haber dejado a la vista su espantosa dentadura.

En el curso de su última reunión, Vogel le recordó que debía entrar en Hyde Park por el norte. Desde Bayswater. Eso fue lo que hizo Neumann ahora. Continúa por el sendero que lleva a los árboles que dominan el lago. Haz un pase de reconocimiento para asegurarte de que el lugar está franco. La aproximación, en el segundo paso. Deja que sea ella la que decida si la maniobra debe proseguir. Sabrá si todo va bien y no hay peligro. Es muy buena.

El hombrecillo apareció en el sendero. Llevaba abrigo de paño y sombrero de ala ancha. Avanzó con rapidez y pasó junto a ella sin mirarla. Catherine se preguntó si no estaría perdiendo su capacidad de atraer a los hombres.

Permaneció en la arboleda, a la expectativa. Las normas establecidas para la cita eran específicas. Si el contacto no se presenta a la hora en punto, retirarse y volver al día siguiente. Decidió esperar un minuto más y luego marcharse.

Oyó las pisadas. Era el mismo hombre que había pasado por su lado un momento antes. Estuvo a punto de chocar con ella en la oscuridad.

– Perdón, me parece que ando un poco perdido -dijo con un acento que ella no pudo determinar del todo-. ¿Podría indicarmela dirección de Park Lane?