– ¿Cómo acabaste en este asunto?

Neumann contó su historia: que había sido miembro de los Fallschirmjäger y que había visto muchas más acciones de las que podía recordar. Le habló de París. De su traslado a la unidad de escuchas Funkabwehr del norte de Francia. Y de su reclutamiento por parte de Kurt Vogel.

– A nuestro Kurt se le da estupendamente encontrar trabajo a los elementos con inquietudes -dijo Catherine cuando Neumann hubo concluido-. Así pues, ¿qué me tiene reservado Vogel a mí?

– Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.

Silbó la tetera. Neumann fue a la cocina y se entretuvo preparando el té. «Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.» Y con un capacitadísimo antiguo paracaidista para ayudarla a escapar. Estaba conmovida. Siempre había supuesto lo peor: que cuando la guerra terminase, se vería abandonada en Gran Bretaña y obligada a arreglárselas sola, por su cuenta. Cuando llegase la inevitable victoria, británicos y estadounidenses se lanzarían sobre los archivos de la Abwehr que capturasen. Encontrarían su nombre, comprobarían que nunca llegaron a arrestarla e irían tras ella. Esa era otra de las razones por las que había ocultado tanta información a Vogel: no quería dejar un rastro que permitiese al enemigo seguirle la pista hasta Berlín. Pero era evidente que Vogel deseaba que ella volviera a Alemania, y había tomado las medidas pertinentes para asegurarse de que eso ocurriera.

Neumann regresó de la cocina cargado con una tetera y dos tazas. Lo depositó todo encima de la mesa y se sentó.

– Aparte de instruirme acerca de mi misión, ¿cuál es tu tarea? -le preguntó Catherine.

– Proporcionarte cuanto necesites, básicamente. Soy tu correo, tu agente de apoyo, tu radiotelegrafista. Vogel quiere que sigas sin aparecer por las ondas. Está convencido de que eso no es seguro. Sólo utilizarás la radio en el caso de que me necesites. Entonces te pondrás en contacto con Vogel mediante una señal acordada previamente y él se pondrá en contacto conmigo.

Catherine asintió con la cabeza y dijo:

– ¿Y cuando todo haya acabado? ¿Cómo se supone que saldremos de Gran Bretaña? Por favor, no me vengas con alguna heroicidad como robar una embarcación y zarpar rumbo a Francia, porque eso no es posible.

– Claro que no. Vogel te ha reservado un pasaje de primera a bordo de un sumergible.

– ¿Cuál?

– El U509.

– ¿Dónde?

– En el mar del Norte.

– Fabuloso. ¿En qué punto del mar del Norte?

– Spurn Head, en la costa del condado de Lincoln.

– Llevo viviendo aquí cinco años, teniente Neumann. Sé donde está Spurn Head. ¿Dónde se supone que hemos de abordar el submarino?

– Vogel tiene una embarcación con su capitán aguardando en un muelle del río Humber. Cuando llegue el momento de abandonar el país, me pongo en contacto con él y nos lleva hasta el submarino.

Catherine pensó: «De modo que Vogel tenía ya preparada una vía de escape y nunca me dijo una palabra.»

La muchacha tomó un sorbo de su té, al tiempo que observaba a Neumann por encima del borde de la taza. Existía le remota posibilidad de que fuera un hombre del MI-5 fingiéndose agente alemán. Ella podía someterle a una serie de ardides tontos, como poner a prueba su alemán o preguntarle acerca de algún café berlinés poco conocido, pero si realmente se trataba de un infiltrado del MI-5 sería lo bastante listo como para eludir una trampa tan patente. Neumann se sabía la lección, conocía una barbaridad de detalles acerca de Vogel y su historia parecía creíble. Decidió dejarle continuar. Cuando Neumann se disponía a tomar de nuevo la palabra, empezaron a sonar las sirenas de alarma.

– ¿Es preciso tomárselo en serio? -preguntó Neumann.

– ¿Has visto el edificio situado detrás de éste?

Neumann lo había visto: un montón de ladrillos rotos y maderas destrozada.

– ¿Dónde está el refugio más próximo?

– Al doblar la esquina. -Catherine le sonrió-. Bienvenido a Londres, teniente Neumann.

A primera hora de la tarde del día siguiente, el tren de Neumann se detenía en la estación de Hunstanton. Sean Dogherty fumaba nerviosamente en el andén cuando Neumann se apeó del vagón de ferrocarril.

– ¿Cómo te fue? -preguntó Dogherty, mientras caminaban hacia la camioneta.

– Todo como una seda.

Dogherty conducía desgradablemente de prisa por la carretera de carril único, ondulante y de firme en plena descomposición. La camioneta era una carraca chirriante que pedía a gritos una revisión total. Sombras opacas amortajaban los faros. Una babeante luz amarillo pálido se esforzaba infructuosamente en iluminar el camino. Neumann tenía la sensación de que caminaba por una extraña casa a oscuras, iluminándose sólo con la claridad que desprendía la llama de una cerilla. Atravesaron inhóspitas aldeas sumidas en tinieblas -Holme, Thornham, Tichwell- en las que no brillaba luz alguna y en las que casas y establecimientos comerciales tenían bajadas las persianas, sin que se apreciase el menor síntoma de vida humana. Dogherty le contaba cómo había pasado la jornada, pero Neumann fue desconectándose gradualmente para pensar en la noche que había pasado él.

Corrieron a una estación de metro, como todo el mundo, y permanecieron tres horas en un frío y húmedo andén, esperando a que las sirenas anunciaran que había pasado el peligro. Catherine. durmió un rato, permitiéndose apoyar la cabeza en el hombro de Neumann. Éste se preguntó si sería aquella la primera vez en seis años que la muchacha se consideraba segura. La contempló en la penumbra. Era una mujer extraordinariamente bonita, pero anidaba en ella una tristeza remota, como si en la infancia hubiese sufrido una herida, quizás una herida que le infligió algún adulto negligente. Se removió en sueños, agitada por alguna pesadilla. Neumann tocó el mechón de rizos que se derramaban sobre su hombro. Cuando sonó el fin de la alarma, Catherine se despertó como se despiertan todos los soldados en territorio enemigo, con brusquedad, abiertos los ojos de pronto, mientras se alarga la mano hacia el arma. En su caso era el bolso, donde Neumann supuso que guardaba un cuchillo o una pistola.

Estuvieron hablando hasta el amanecer. A decir verdad, había hablado él, mientras ella escuchaba. Catherine no dijo prácticamente nada, salvo para corregirle cuando cometía un error o cuando se contradecía respecto a algo que dijo horas antes. Era evidente que la muchacha tenía un cerebro poderoso, capaz de almacenar cantidades inmensas de información. No era extraño que Vogel tuviese tanto respeto por sus aptitudes.

Una aurora grisácea se extendía sobre Londres cuando Neumann salió más o menos subrepticiamente del piso de Catherine. Se movió como un hombre que deja a su amante, lanzando rápidas ojeadas por encima del hombro, buscando en los rostros de los transeúntes con los que se cruzaba indicios de sospecha. Deambuló durante tres horas por Londres, bajo la fría llovizna, efectuando repentinos cambios de rumbo, subiendo y bajando de autobuses, espiando los reflejos de las lunas de los escaparates. Llegó a la conclusión de que no le seguían y emprendió el regreso a la estación de la calle Liverpool.

En el tren, apoyó la cabeza en las manos, a falta de otra almohada mejor, y trató de dormir. «No caiga bajo su hechizo -le había advertido Vogel medio en broma, el último día que estuvieron juntos en la granja-. Manténgase a una distancia segura. Esa chica tiene lugares oscuros a los que usted no ha de querer ir.»

Neumann se la imaginó en el piso, mientras a la tenue luz le escuchaba su relato sobre Peter Jordan y lo que se esperaba que hiciera ella. Lo que más le sorprendió fue la desconcertante quietud que la envolvía, el modo en que descansaban sus manos sobre el regazo, el hecho de que su cabeza y sus hombros nunca parecieran moverse. Sólo se movían los ojos, que iban de un lado a otro de la habitación, que le examinaban la cara, que le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Como reflectores. Durante unos instantes se había permitido la fantasía de que ella le deseaba. Pero ahora, en tanto Hampton Sands se desvanecía en la oscuridad, a sus espaldas, y frente a ellos empezaba a materializarse la casita de Dogherty, Neumann llegó a una inquietante conclusión. Catherine no le miraba de aquella forma porque le encontrase atractivo, simplemente trataba de decidir cuál sería la mejor manera de matarle, caso de que necesitara hacerlo.

Neumann le entregó la carta al marcharse aquella mañana. Ella la dejó a un lado, demasiado aterrada para leerla. Ahora la abrió, temblorosas las manos, y la leyó tendida en la cama.

Mi queridísima Anna:

No sabes lo que me ha alegrado saber que te encuentras bien y a salvo. Desde que me dejaste, toda la luz ha desaparecido de mi vida. Rezo para que esta guerra acabe pronto y podamos volver a estar juntos. Buenas noches y dulces sueños, pequeña.

Tu padre que te adora

Cuando acabó de leerla, llevó la carta a la cocina, la puso sobre la llama de gas y al prender el papel la echó al fregadero. Ardió con rápida llamarada y se consumió en unos segundos. Catherine abrió el grifo y el agua se llevó las negras cenizas por el sumidero. Sospechaba que era una falsificación, que Vogel se la había inventado para mantenerla animada. Pero temía que su padre hubiese muerto. Volvió a la cama y permaneció allí tendida, despierta, entre la suave claridad grisácea de la mañana, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra los cristales de la ventana. Pensando en su padre, pensando en Vogel.

17

Gloucestershire (Inglaterra)

– ¡Enhorabuena, Alfred! Entra. Lamento que haya tenido que ocurrir así, pero acabas de convertirte en un hombre más bien rico.

Edward Kenton le tendió la mano como si esperase que Vicary se empalase en ella. Vicary se la estrechó débilmente y luego pasó junto a Kenton y entró en el salón de la casita de campo de su tía.

– Maldito frío el que hace ahí fuera -comentó Kenton, mientras Vicary echaba un vistazo a la habitación. No había estado allí desde el principio de la guerra, pero todo continuaba igual, sin ningún cambio-. Espero que no te importe que haya encendido el fuego. Cuando llegué, esto era una nevera. También hay té. La tienda del pueblo tenía esta mañana leche de verdad, todo un lujo. Te serviré un poco.

Vicary se quitó el abrigo mientras Kenton Iba a la cocina. No era lo que se entiende por una verdadera casita de campo, como Matilda se había empeñado en llamarla. Se trataba más bien de una casa grande, de piedra caliza de Cotswolds, con espectaculares jardines rodeados por una tapia alta. Matilda murió de un derrame cerebral la noche en que Boothby asignó el caso a Vicary. Éste tenía intención de asistir al funeral, pero Churchill le convocó aquella mañana, cuando en Pletchley Park descifraron las señales de radio alemanas. Le sentó espantosamente tener que perderse los servicios religiosos. Matilda había criado virtualmente a Vicary, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, que entonces sólo contaba doce años. Siempre fueron los mejores amigos del mundo. Matilda fue la única persona a la que Vicary hizo partícipe de su misión en el MI-5. «¿Qué haces exactamente, Alfred?«Capturo espías alemanes, tía Matilda.» «¡Oh, estupendo para ti, Alfred!»