El esbirro de Pope procedió a cachearla. Era brusco y poco profesional. Catherine se encogió cuando las manos del sujeto se le deslizaron por los pechos. Resistió el impulso de romperle la nariz de un codazo. El hombre le abrió el bolso, echó una mirada al interior y se lo devolvió. Catherine ya se esperaba una maniobra así y había ido desarmada. Sin armas se sentía desnuda, vulnerable. La próxima vez llevaría un estilete.

La condujo por el almacén. Hombres con mono cargaban cestas de artículos en media docena de camionetas. Al fondo del almacén, en plataformas de madera, se veían pilas de cajas que llegaban hasta el techo: café, cigarrillos, azúcar, así como latas de gasolina. Una flota de relucientes motocicletas permanecían aparcadas en fila. Evidentemente, los negocios de Vernon Pope eran florecientes.

– Por aquí, encanto -dijo el gorila-. A propósito, me llamo Dicky.

La hizo subir a un montacargas, cerró la puerta y pulsó el botón, Catherine sacó del bolso un cigarrillo y se lo puso entre los labios.

– Lo siento, prenda -manifestó Dicky, al tiempo que agitaba el dedo índice en gesto de desaprobación-. Al baranda le molestan los pitillos. Dice que algún día descubriremos que nos asesinan. Además, tenemos aquí gasolina y municiones suficientes para que la explosión nos envíe volando a Glasgow.

– Eso sí que es un favor -calificó Vernon Pope.

Se levantó del cómodo sofá de cuero y vagó sin rumbo por su oficina. No era sólo una oficina, sino que tenía más de piso que de otra cosa, con su salón de estar y su cocina llena de aparatos modernos. Al otro lado de un par de oscuras puertas de teca había un dormitorio. Se entrebrieron fugazmente y Catherine divisó a una rubia soñolienta que aguardaba impaciente a que terminara de una vez la reunión. Pope se sirvió otro whisky. Era alto y apuesto, de piel pálida, cabellera rubia, aderezada con una pródiga mano de brillantina, y gélidos ojos grises. Su traje era elegante y bien cortado, discreto; lo mismo podía llevarlo un ejecutivo triunfante o alguien nacido para la opulencia.

– ¿Te lo imaginas, Robert? Aquí, Catherine quiere que dediquemos tres días a seguir por el West End a un oficial naval norteamericano.

Robert Pope se mantenía al margen, paseando por la periferia como un lobo asustadizo de los que sólo se atreven a cazar en manada.

– La verdad es que eso no entra en el terreno de nuestras actividades, Catherine querida -dijo Vernon Pope-. Además, ¿qué ocurriría si los sabuesos de seguridad yanquis o británicos se huelen nuestro jueguecito? Con la policía de Londres tengo buenos tratos. Pero el MI-5 es otra historia.

Catherine sacó un cigarrillo.

– ¿Le importa?

– Si no sabes pasarte sin él. Dale un cenicero, Dicky.

Catherine encendió el cigarrillo y fumó en silencio durante unos segundos.

– He visto el equipo que tienen en la planta baja del almacén. No les costaría nada montar la clase de operación de vigilancia de la que estoy hablando.

– ¿Y por qué diablos una enfermera voluntaria del hospital St. Thomas iba a querer montar una operación de vigilancia sobre un oficial aliado? ¿Me lo quieres decir, Robert?

Robert Pope sabía que no se esperaba de él que diese una respuesta. Vernon Pope se acercó a la ventana con el vaso de su bebida en el hueco de la mano. Las cortinas estaba descorridas, por lo que se podía disfrutar de la panorámica de los barcos que se afanaban a un lado y a otro del río.

– Mira lo que le han hecho los alemanes a este lugar -comentó por último-. Hubo un tiempo en que era el centro del mundo, el puerto más importante sobre la faz de la Tierra. Y míralo ahora. Un jodido páramo. Ya no volverá a ser lo que fue. No trabajarás para los alemanes, ¿eh, Catherine?

– Claro que no -respondió ella calmosamente-. Mis razones para seguirle son estrictamente personales.

– Bueno. Soy un ladrón desaprensivo, pero con todo también soy un patriota. -Hizo una pausa y luego preguntó-: Así, ¿por qué quieres que se le siga?

– Le estoy ofreciendo un trabajo, señor Pope. Con franqueza, los motivos por los que lo hago no son asunto suyo.

Pope dio media vuelta para encararse con ella.

– Muy bien, Catherine. Tienes redaños. Eso me gusta. Además, serías tonta si me lo dijeras.

Se abrieron las puertas de la alcoba y salió por ellas la rubia, cubierta con una bata masculina de seda. La llevaba atada a la cintura, aunque iba lo bastante suelta como para revelar un par de preciosas piernas y unos senos breves y respingones.

– Aún no hemos terminado, Vivie -observó Pope.

– Tenía sed. -En tanto se servía una tónica con ginebra, Vivie miró a Catherine-. ¿Cuánto más va a durar, Vernon?

– No mucho. Son negocios, cariño. Vuelve al dormitorio.

Vivie regresó a la alcoba, con sinuoso movimiento de caderas bajo la seda de la bata. Lanzó otra mirada a Catherine, por encima del hombro, antes de cerrar suavemente las puertas.

– Bonita muchacha -comentó Catherine-. Es usted un hombre afortunado.

Vernon Pope rió en tono bajo y sacudió la cabeza.

– A veces me gustaría poder traspasar parte de esa suerte a cualquier otro hombre.

Sucedió un prolongado silencio mientras Pope deambulaba por la estancia.

– Estoy metido en un montón de asuntos turbios, Catherine, pero esto no me gusta. No me gusta ni tanto así.

Catherine encendió otro cigarrillo. Quizás había cometido un error al presentarse ante Vernon Pope con la oferta.

– Pero voy a hacerlo. Ayudaste a mi hermano y te hice una promesa. Soy hombre de palabra. -Hizo una pausa y miró a Catherine de pies a cabeza-. Además, hay en ti algo que me gusta. Y mucho.

– Me alegro de que hagamos trato, señor Pope.

– Te va a salir un poco caro, encanto. He subido mucho. Mis tarifas son altas. Esa clase de tarea me va a obligar a poner en funciones buena parte de mis recursos.

– Precisamente por eso acudo a usted. -Catherine introdujo la mano en su bolsa y sacó un sobre-. ¿Qué le parece doscientas libras? Cien ahora y otras cien a la entrega de la información. Quiero que sigan al capitán de fragata Jordan durante setenta y dos horas. Quiero saber qué come, con quién alterna y de qué hablan. Quiero saber si tiene relaciones con alguna mujer. ¿Puede usted encargarse de todo eso, señor Pope?

– Naturalmente.

– Muy bien. Entonces me pondré en contacto con usted el sábado.

– ¿Cómo puedo avisarte?

– En realidad, no puede.

Catherine depositó el sobre encima de la mesa y se puso en pie. Vernon Pope sonrió apaciblemente.

– Supuse que dirías eso. Dicky, indícale a Catherine la salida. Prepárale una bolsa de comestibles. Un poco de café, un poco de azúcar, acaso un poco de carne de lata, si ha llegado algún embarque. Un lote que esté bien, Dicky.

– Este asunto me da mala espina. Vernon -advirtió Robert pope-. Quizá deberíamos olvidarnos de la cosa.

A Vernon Pope le molestaba sobremanera que su hermano menor le enmendase la plana. En lo que a Vernon concernía, en cuestión de negocios él adoptaba las decisiones y Robert las ponía en práctica.

– No se trata de nada que no podamos manejar. ¿Has dado instrucciones para que la sigan?

– Dicky y los muchachos se convertirán en su sombra en cuanto salga del almacén.

– Bueno. Quiero saber quién es esa mujer y qué juego se trae entre manos.

– Quizá podamos darle la vuelta a la cosa y sacarle tajada. Puede que nos ganemos las simpatías de los polis si les contamos, a la chita callando, lo que trama la moza.

– No haremos nada de ese estilo. ¿Está claro?

– Tal vez deberías pensar un poco más en el negocio y un poco menos en mojar el pizarrín.

Vernon se precipitó sobre él y le agarró por el cuello.

– A ti no te importa lo que haga con lo mío. Además, lo utilizo mucho mejor que tú y que Dicky.

Robert enrojeció a ojos vistas.

– ¿Por qué me miras así, Robert? ¿Crees que no sé lo que pasa entre ustedes dos? Vernon aflojó la presión.

– Ahora vete a la calle, que es tu sitio, y asegúrate de que Dicky no la pierde.

Dos minutos después de haber abandonado el almacén, Catherine ya se había percatado de que la iban siguiendo. Se lo esperaba. Los individuos como Pope no se mantienen en aquel gremio durante mucho tiempo a menos que actúen con cautela y recelen de todo y de todos. Pero el seguimiento era torpón y propio de un aficionado. Al fin y al cabo, Dicky fue quien la recibió, la cacheó y la condujo al interior del almacén. Catherine conocía su rostro. Muy estúpido por parte de aquellos tipos ponerle en la calle para que la siguiera. Despistarle sería pan comido.

Se zambulló en una boca de metro y se mezcló con las aglomeraciones de gente de la tarde. Cruzó el paso subterráneo y salió por el otro lado de la calle. Un autobús aguardaba en su parada. Catherine subió a él y tomó asiento junto a una mujer de edad. A través del empañado cristal de la ventanilla vio a Dicky subir desaladamente por la escalera del metro, en la otra acera, con el pánico, reflejado en el rostro.

Sintió un poco de lástima por él. El pobre Dicky no podía competir con una profesional y Vernon Pope se pondría furioso. Catherine no estaba dispuesta a correr riesgos: un trayecto en taxi, dos o tres autobuses más y un paseo a pie por el West End antes de regresar a su piso.

Pero, de momento, se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje en autobús.

El dormitorio estaba a oscuras cuando Vernon Pope entró y cerró las puertas silenciosamente. Vivie se incorporó de rodillas en el extremo de la cama. Vernon la besó con pasión. Se comportaba más encrespadamente de lo habitual. Vivie creyó conocer el motivo. Deslizó la mano por la bragueta.

– ¡Ah, Dios mío, Vernon! ¿Es por mí o por esa lagarta? Vernon le abrió la bata de seda y la bajó, pasándola por encima de los hombros.

– Me temo que un poco por cada una de las dos -reconoció, y volvió a besarla.

– Te hubiera gustado calzártela allí mismo, en el despacho. Lo vi en tu cara.

– Siempre has sido una muñequita perspicaz.

Ella también le besó otra vez.

– ¿Cuándo va a volver?

– A final de semana.

– ¿Cuál es su nombre?

– Dice llamarse Catherine.

– Catherine -repitió Vivie-. Qué nombre más adorable. Es preciosa.

– Sí -confirmó Pope con aire distante.

– ¿En qué clase de negocio está metida?

Pope le refirió lo tratado en la reunión; no había secretos entre ellos.