– No parece un asunto muy claro. Creo que podríamos sacarle partido a la señora.

– Eres una chica lista.

– No, sólo una chica pérfida.

– Vivie, adivino cuando tu cabecita discurre por malos caminos.

La risita de Vivie fue perversa.

– Tengo tres días para idear todas las maravillosas faenas que podemos hacerle a esa mujer cuando vuelva. Ahora, anda, quítate los pantalones para que pueda aliviar tus males.

Vernon Pope hizo lo que le decía.

Un momento después sonó en la puerta una suave llamada. Roben Pope irrumpió en la alcoba sin esperar respuesta. Un rayo de claridad iluminó parcialmente la escena. Vivie alzó la cabeza, sin experimentar la menor vergüenza, y sonrió. Vernon estalló, furibundo:

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que no entres aquí cuando la puerta está cerrada?

– Es importante. La mujer nos dio esquinazo.

– ¿Cómo infiernos sucedió eso?

– Dicky jura que en un momento la tenía localizada y al siguiente ya no la vio. Simplemente se desvaneció en el aire.

– ¡Por los clavos de Cristo!

– Nadie se escapa de Dicky. Evidentemente, es una profesional: Debemos mantenernos todo lo lejos de ella que nos sea posible. El pánico asestó una cuchillada a Vivie.

– Sal de aquí y cierra la puerta, Robert.

Cuando Robert se hubo retirado, Vivie empezó a aplicarle la lengua a Vernon en plan juguetón.

– No vas a seguir el consejo de ese rarito, ¿verdad, Vernon?

– Claro que no.

– Bueno -dijo Vivie-. Y ahora, vamos a ver, ¿dónde estábamos?

– ¡Oh, Dios mío! -gimió Vernon.

19

Londres

A primera hora de la mañana siguiente, Robert Pope y Richard Dicky Dobbs efectuaron su involuntario debut en el mundo del espionaje bélico emprendiendo el seguimiento del capitán de fragata Peter Jordan, una operación que, aunque improvisada de manera precipita, hubiera provocado un toque de envidia en los agentes del MI-5.

La vigilancia empezó antes de que rompiese el alba, en una madrugada húmeda y fría, cuando la pareja llegó a la eduardiana casa de Jordan en Kensington. Iban en en camioneta negra, con la parte posterior llena de cajas de alimentos en conserva y el nombre de una tienda de comestibles del West End rotulado en los paneles laterales. Aguardaron allí hasta poco antes de las ocho. Mientras Pope dormitaba, Dicky se dedicó a mordisquear nerviosamente un bollo pastoso, que regaba con café de un vaso de papel. Vernon Pope le había amenazado con causarle dolorosos daños corporales por la chapucera y castastrófica actuación perpetrada durante el seguimiento de la mujer. Como perdiera el rastro de Peter Jordan, podía darse por condenado. Considerado el mejor piloto automovilístico del hampa londinense, Dicky se había prometido en secreto seguir a Jordan incluso por las zonas de césped del Green Park si fuera preciso.

Tales heroísmos motorizados no iban a ser necesarios, porque a las siete y cinco un coche oficial del ejército norteamericano se detuvo ante la casa de Jordan y tocó la bocina. Se abrió la puerta del edificio y salió por ella un hombre de estatura y complexión medias.

Vestía uniforme de la Armada de los Estados Unidos, gorra blanca y abrigo oscuro. Llevaba colgada del extremo del brazo una delgada cartera de cuero. Desapareció en la parte de atrás del coche y cerró la portezuela. Dicky había concentrado su atención en Jordan con tal intensidad que se olvidó de poner en marcha la camioneta. Cuando lo hizo, el motor tosió una vez y se apagó. Dicky lo maldijo, lo amenazó y le hizo la rosca antes de volver a intentarlo. Esa vez, el motor de la furgoneta cobró vida y la silenciosa vigilancia de Peter Jordan empezó a desarrollarse.

La plaza de Grosvenor les presentaría el primer reto. Estaba atestada de taxis, de vehículos del parque móvil militar y de oficiales aliados a pie que se apresuraban en todas direcciones. El coche de Jordan atravesó la plaza, entró en una calle lateral adyacente y se detuvo delante de un pequeño edificio anónimo. Estacionarse en aquella calle era imposible. Los vehículos aparcados a un lado y otro lo llenaban todo, sólo había un carril para el tránsito y un policía militar de casco blanco iba de un lado a otro, al tiempo que agitaba perezosamente su porra de madera. Pope se apeó y recorrió la calle de punta a cabo, mientras Dicky circulaba al volante del coche. Diez minutos después, Jordan salió del edificio con una gruesa cartera encadenada a la muñeca.

Dicky recogió a Pope y volvió a la plaza de Grosvenor, a donde llegó a tiempo de localizar a Jordan en el instante en que franqueaba la puerta frontal de la sede de la JSFEA. Encontró espacio para aparcar en un punto de la calle de Grosvenor desde el que disponía de una buena vista y cortó el encendido del motor. Minutos después tuvieron una fugaz visión del general Eisenhower, que lanzó una de sus famosas y refulgentes sonrisas antes de desaparecer al cruzar la entrada del edificio.

Ni aunque lo hubiera adiestrado el propio MI-5 se habría desenvuelto mejor Robert Pope en la tarea de adoptar las siguientes disposiciones. Se dio cuenta en seguida de que no podían cubrir todo el edificio con un solo puesto de vigilancia; aquel cuartel general era un complejo enorme, con muchas puertas por las que entrar y salir. Así que se llegó a un teléfono público, llamó al almacén y le pidió a Vernon tres hombres más. Cuando llegaron, situó a uno detrás del edificio, en la calle de Blackburn, a otro en la calle Upper Brook y al tercero en la Upper Grosvenor. Al cabo de otras dos horas, Pope volvió a telefonear al almacén para solicitar tres caras nuevas: no era nada seguro que tres paisanos anduvieran zanganeando alrededor de las instalaciones norteamericanas. De haber podido escuchar la conversación, es posible que Vicary y Boothby hubiesen soltado la carcajada ante lo irónico del asunto, porque Vernon y Robert discutieron entre sí con la misma virulencia con que solían hacerlo un buen burócrata y un agente de campo. Aunque las apuestas en juego eran distintas. Vernon necesitaba un par de buenos elementos para recoger una remesa de café robado y dar una paliza de escarmiento a un comerciante que se había retrasado en el pago de las cuotas de protección.

Cambiaron de vehículo al mediodía. Sustituyó a la camioneta del tendero de comestibles otra idéntica, pero que llevaba pintado en los paneles laterales el nombre de un servicio de lavandería tan imaginario como el del establecimiento de alimentación. Se había preparado con tanta precipitación que en vez de «Lavandería» escribieron «Lavandría» y las bolsas de ropa blanca apiladas en parte de carga estaban llenas de periódicos viejos convenientemente arrugados. A las dos de la tarde les llevaron termos de té y una bolsa de bocadillos. Una hora después, tras haber comido y haberse fumado un par de cigarrillos, Pope empezó a ponerse nervioso. Jordan llevaba allí dentro cerca de siete horas. Se estaba haciendo tarde. Todas las fachadas del edificio estaban cubiertas. Pero si Jordan lo abandonaba en la negrura del oscurecimiento, resultaría poco menos que imposible detectarlo. Sin embargo, a las cuatro, cuando casi ya no quedaba luz, Jordan salió de la sede de la JSFEA por la puerta principal de la plaza de Grosvenor.

Repitió el mismo trayecto de por la mañana, sólo que a la inversa. Cruzó la plaza en dirección al edificio más pequeño, con la misma gruesa cartera encadenada a la muñeca, y entró en él. Volvió a salir al cabo de un momento, cargado con la cartera más pequeña que llevaba por la mañana temprano. Había escampado y, al parecer, Jordan decidió que dar un paseo a pie le sentaría bien. Echó a andar en dirección oeste y al llegar a Park Lane dobló hacia el sur. Por allí era imposible seguirle en la furgoneta. Pope se apeó y continuó por la acera, manteniéndose a unos metros detrás de Jordan.

Era más difícil de lo que Pope había creído. Los estadounidenses habían tomado posesión del gran hotel Grosvenor House de Park Lane, convirtiéndolo en alojamiento de oficiales. Docenas de personas se agolpaban en la acera. Pope se acercó más a Jordan para asegurarse de que no lo confundía con algún otro hombre. Un policía militar se quedó mirando a Pope cuando éste se abrió paso entre el gentío en pos de Jordan. En algunas calles del West End, los ingleses destacaban lo mismo que lo hubieran hecho en Topeka (Kansas). Pope se puso tenso. Pero comprendió en seguida que no estaba haciendo nada malo. Simplemente paseaba por la calle en su propio país. Se tranquilizó y el policía militar apartó los ojos de él. Jordan pasó de largo por delante de Grosvenor House. Pope le siguió, extremando las precauciones.

Le perdió en la esquina de Hyde Park.

Jordan había desaparecido en medio de una multitud de militares y paisanos británicos que aguardaban para cruzar la calle. Cuando cambió el semáforo, Pope siguió por Grosvenor Place a un oficial de la Armada norteamericana de aproximadamente la misma estatura de Jordan. Al cabo de un momento bajó la vista y reparó en que aquel oficial no llevaba cartera de mano. Pope se detuvo en seco y miró a su espalda, con la esperanza de que Jordan anduviera por allí. Había desaparecido.

Pope oyó un bocinazo en la calzada y alzó la vista. Era Dicky.

– Está en Knightsbridge -le avisó-. Sube.

Dicky ejecutó un perfecto giro en U entre el estruendoso tráfico de la tarde. Pope localizó a Jordan un momento después y dejó escapar un suspiro de alivio. Dicky frenó y Pope se apeó de un salto. Decidido a no perder de nuevo a su hombre, se situó a pocos metros de él.

El club Vandyke era un centro de Kensington para oficiales estadounidenses, vedado a los paisanos británicos. Jordan entró. pope pasó de largo por delante de la entrada y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Dicky había detenido la camioneta junto al bordillo de la acera de enfrente. Helado y sin aliento, Pope subió al vehículo y cerró la portezuela. Encendió un cigarrillo y apuró las últimas gotas de té que quedaban en el termo. Luego dijo:

– La próxima vez que el capitán de fragata Jordan decida cruzar a golpe de calcetín la mitad de Londres serás tú quien se peguela caminata con él, Dicky.

Jordan salió al cabo de cuarenta y cinco minutos.

Pope pensó: «Quiera Dios que no le dé por lanzarse a otra marcha forzada».

Jordan se llegó al bordillo de la acera y paró un taxi.

Dicky puso en marcha la camioneta y se integró meticulosamente en el tráfico. Seguir al taxi era más sencillo. Se dirigió hacia el este, cruzó la plaza de Trafalgar y entró en el Strand; a continuación, tras recorrer una corta distancia, torció a la derecha.