– Demasiado peligroso -dijo Vicary-. Una mujer sola, en medio del campo, de madrugada, sería demasiado extraño. Corre el mes de noviembre, así que también hace frío. Puede que la descubra la policía. El asesinato de Beatrice Pymm fue perfectamente planeado y ejecutado. La homicida no dejó nada al azar.

– ¿Qué me dices de una moto en la caja de carga de la furgoneta?

– Buena idea. Compruébalo, a ver si hay denuncias de motocicletas, robadas por aquellas fechas.

– Rueda hasta Londres y se desembaraza de la motocicleta.

– Exacto -dijo Vicary-. Y cuando estalla la guerra no nos ponemos a buscar a una mujer holandesa llamada Christa Kunt porque damos por supuesto incorrectamente que ha muerto.

– Infernalmente ingenioso.

– Más despiadado que ingenioso. Imagínate, matar a una inocente civil para encubrir mejor a una espía. No se trata de un agente ordinario y Kurt Vogel no es un controlador ordinario. Estoy convencido de eso. -Vicary, hizo una pausa para encender un cigarrillo-. ¿Te ha proporcionado alguna pista la fotografía?

– Nada.

– Creo que eso deja la investigación en punto muerto.

– Temo que tienes razón. Haré unas cuantas llamadas más esta noche.

Vicary sacudió la cabeza.

– Tómate libre el resto de la noche. Baja a la fiesta. -Añadió a continuación-: Pasa un buen rato con Grace.

Harry alzó la cabeza.

– ¿Cómo lo supiste?

– Este lugar está lleno de funcionarios del servicio de información, por si no te habías dado cuenta. Las cosas circulan, la gente le da a la lengua. Aparte de que ustedes dos no son precisamente discretos. Tú solías dejar a la telefonista el número del piso de Grace por si alguien te buscaba.

El rostro de Harry se puso como la grana.

– Ve con ella, Harry. Te echa de menos, cualquier tonto lo ve.

– También yo la echo de menos. Pero está casada. Rompí porque me sentía como un completo canalla.

– Puedes hacerla feliz y ella te hace feliz a ti. Cuando su marido vuelva a casa, si es que vuelve, las cosas volverán a normalizarse.

– ¿Y eso dónde me deja a mí?

– A ti te corresponde determinarlo.

– Me deja con el corazón destrozado, ahí es donde me deja. Estoy loco por Grace.

– Entonces ve con ella y disfruta de su compañía.

– Hay algo más. -Harry le habló del otro aspecto de su sentimiento de culpa por el lío que vivía con Grace: el hecho de que él se encontraba en Londres persiguiendo espías mientras el esposo de Grace y otros muchos hombres se jugaban la vida en el ejército-. No sé qué haría en el frente, bajo el fuego enemigo, cómo reaccionaría. Si actuaría con valor o sería un cobarde. Tampoco sé si hago aquí algo condenadamente aprovechable. Podría nombrarte un centenar de detectives capaces de hacer lo mismo que hago yo. A veces me entran ganas de ir a Boothby, presentarle mi dimisión y alistarme en el ejército.

– No seas ridículo, Harry. Al cumplir con tu trabajo como es debido salvas vidas en el campo de batalla. La invasión de Francia se habrá ganado y se habrá perdido antes de que el primer soldado ponga pie en una playa francesa. Millares de vidas pueden de pender de lo que tú hagas. Si crees que no cumples tu parte, considéralo desde ese punto de vista. Además, te necesito. Aquí, eres la única persona en la que confío.

Permanecieron sentados, sumidos en un silencio momentáneo, torpe y embarazoso, tal como les suele ocurrir a los ingleses después de haber compartido unos cuantos pensamientos íntimos. Luego, Harry se puso en pie, fue hasta la puerta, donde se detuvo y se volvió.

– ¿Qué me dices de ti, Alfred? ¿Por qué no hay nadie en tu vida? ¿Por qué no bajas también a la fiesta y te buscas una mujer simpática y cariñosa con la que pasar un buen rato?

Vicary se palpó los bolsillos de la pechera, en busca de las gafas de leer de media luna y se las puso en la nariz.

– Buenas noches, Harry -dijo con cierto exceso de firmeza en la voz, mientras hojeaba uno de los montones de papeles que tenía encima del escritorio-. Que te diviertas en la fiesta. Nos veremos por la mañana.

Cuando Harry se marchó, Vicary tomó el auricular y marcó el número de Boothby. Le sorprendió que descolgara el propio sir Basil. Al preguntarle Vicary si estaba libre, Boothby se interrogó en voz alta si el asunto no podía esperar hasta el lunes por la mañana. Vicary repuso que era importante. Sir Basil le concedió una audiencia de cinco minutos y le dijo que subiera en seguida.

– He redactado este comunicado para el general Eisenhower, el general Betts y el primer ministro -manifestó Vicary, una vez, hubo informado a Boothby de los descubrimientos que Harry había efectuado aquel día. Tendió la nota a Boothby, que permanecía en pie, con las piernas ligeramente separadas como para mantener el equilibrio. Tenía prisa por marcharse al campo. Su secretaria ya le había preparado una cartera de seguridad con material de lectura para el fin de semana y una pequeña bolsa de cuero con objetos personales. Llevaba un abrigo sobre los hombros, con las mangas balanceándose a los costados-. En mi opinión, sir Basil, seguir manteniendo silencio sobre esto sería negligencia.

Boothby aún no había acabado de leer; Vicary lo comprendió así porque los labios de sir Basil se movían. Entornaba tanto los párpados que los ojos habían desaparecido bajo las espesas cejas. Sir Basil se complacía en pretender que aún contaba con una vista perfecta y se negaba a llevar gafas delante de su equipo de colaboradores.

– Creí que ya habíamos tratado antes este asunto, Alfred -dijo Boothby, al tiempo que agitaba el papel en el aire. Un problema que se ha debatido una vez no debe salir de nuevo a la superficie: esa era una de las muchas máximas personales y profesionales de sir Basil. Tenía una facilidad tremenda para ponerse de uñas cuando los subalternos sacaban a relucir cuestiones que él ya había despachado. Reflexionar meticulosamente y pensarse las cosas dos veces eran el dominio de las mentes débiles. Sir Basil valoraba las decisiones rápidas por encima de todo lo demás. Vicary echó una mirada a la mesa de sir Basil. Limpia, pulimentada y absolutamente libre de papeles o expedientes, constituía un monumento al estilo de gestión de Boothby.

– Ya hemos tratado esto una vez, sir Basil -dijo Vicary pacientemente-. Pero la situación ha cambiado. Parece que han conseguido introducir un agente en el país y que ese agente se ha entrevistado con otro que lo ha asentado en un punto. Parece que su operación, sea cual fuere, está ahora en marcha. Mantener secreta esta noticia, en vez de darle curso, equivale a precipitarse hacia el desastre.

– Tonterías -saltó Boothby.

– ¿Por qué son tonterías?

– Porque este departamento no va a informar oficialmente a los norteamericanos y al primer ministro de que es incapaz de cumplir su tarea. De que es incapaz de controlar la amenaza que los espías alemanes plantean a los preparativos de la invasión.

– Ese no es un argumento válido que justifique ocultar esta información.

– Es un argumento válido, Alfred, si yo digo qué es un argumento válido.

Las conversaciones con Boothby asumían a menudo las características del juego de un gato que persigue su propia cola: disputas saturadas de contradicciones, faroles, maniobras de diversión y marcaje de tantos. Vicary juntó las manos, apoyó juiciosamente en ellas la barbilla y fingió estudiar el dibujo de la costosa alfombra de Boothby. En la estancia se impuso un silencio sólo interrumpido por el crujir del entarimado del piso bajo la musculosa mole de sir Basil.

– ¿Está dispuesto a transmitir mi comunicado al director general? -preguntó Vicary. Lo expresó en el tono de voz menos amenazador que le fue posible.

– Absolutamente no.

– En ese caso, yo estoy dispuesto a ir directa y personalmente al director general.

Boothby dobló el cuerpo hasta situar su rostro muy cerca del de Vicary. Sentado en el mullido sofá de Boothby, Vicary percibió el olor a tabaco y a ginebra que impregnaba el aliento de sir Basil.

– Y yo estoy dispuesto a aplastarte, Alfred.

– Sir Basil…

– Permite que te recuerde cómo funciona el sistema. Tú me informas a mí y yo informo al director general. Tú me has informado y yo he decidido que sería inoportuno ahora transmitir este asunto al director general.

– Hay otra alternativa.

Boothby echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si le hubieran sacudido un puñetazo. Recobró su compostura en un santiamén y cuadró la mandíbula con cara de mal genio.

– Yo no informo al primer ministro ni le hago el caldo gordo. Pero si a ti se te ocurre saltarte las normas del departamento e ir a hablar directamente con Churchill, te llevaré ante una comisión investigadora interna. Y cuando la comisión haya terminado contigo, será preciso tu historial odontológico para identificar el cadáver.

– Eso es sumamente injusto.

– ¿De veras? Desde que te hiciste cargo de este caso los desastres se han encadenado uno tras otro. Dios mío, Alfred, unos cuantos espías alemanes más sueltos por el país y podrían formar un equipo completo de rugby.

Vicary se negó a morder el anzuelo.

– Si no va a presentar mi informe al director general, quiero que en el registro oficial de este asunto quede constancia del hecho de que formulé la sugerencia oportuna en este momento y que usted la rechazó.

Las comisuras de la boca de Boothby se curvaron hacia arriba en una repentina sonrisa. Que alguien protegiera sus flancos era algo que él sabía entender y apreciar.

– Ya tienes pensado tu lugar en la historia, ¿no es cierto, Alfred?

– Es usted un completo bastardo, sir Basil. Y, por si fuera poco, un bastardo incompetente.

– ¡Se está dirigiendo a un superior, comandante Vicary!

– Créame, no se me ha pasado por alto la ironía.

Boothby cogió con ademán brusco la cartera y la bolsa de cuero y a continuación miró a Vicary y dijo:

– Tienes mucho que aprender.

– Supongo que usted podría enseñármelo.

– En nombre del Altísimo, ¿qué se supone que significa eso? Vicary se puso en pie.

– Significa que usted debería pensar más en la seguridad de este país y menos en su medro personal a través de Whitehall. Boothby sonrió con simpatía, como si tratara de seducir a una dama más joven que él.

– Pero mi querido Alfred -dijo-. Siempre consideré que tú y yo actuaríamos íntegra y complementariamente entrelazados.

21

Londres Este