Al día siguiente por la tarde, cuando apresuraba el paso por la acera en dirección al almacén de los Pope, Catherine Blake llevaba un estilete en el bolso. Había solicitado una entrevista a solas con Vernon Pope y, mientras se aproximaba al local, no advirtió el menor rastro de los hombres del gángster. Se detuvo ante la puerta y accionó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave, tal como Pope dijo. La abrió y entró en el almacén.

El interior era un universo de sombras; la única iluminación la constituía una bombilla encendida que colgaba al fondo de la planta baja. Catherine se encaminó hacia la luz y encontró el montacargas. Subió a él, cerró la puerta y pulsó el botón. El montacargas gruñó y, entre sacudidas, ascendió hacia el despacho de Pope.

El montacargas concluía su trayecto en un pequeño rellano con un par de puertas negras. Catherine llamó con los nudillos y oyó la voz de Pope que, desde el otro lado, le decía que entrase. El hombre estaba de pie ante un carrito de bebidas, con una botella de champán en una mano y un par de copas en la otra. Cuando la muchacha cruzaba la estancia, Pope le alargó una de las copas.

– No, gracias -declinó Catherine-. Sólo voy a quedarme un minuto.

– Insisto -dijo Pope-. La última vez que estuvimos juntos las cosas se pusieron un poco tirantes. Quiero hacer las paces contigo.

– ¿Por eso encargó que me siguieran? -preguntó Catherine, mientras aceptaba el vino.

– Hago seguir a todo el mundo, cariño. Por eso me mantengo en este negocio. Mis muchachos son buenos, como comprobarás cuando leas esto. -Tendió un sobre a Catherine, pero lo retiró cuando la mano de la muchacha se disponía a cogerlo-. Por eso me llevé una sorpresa de no te menees al enterarme de que te las arreglaste para quitarte a Dicky de encima. Fue una maniobra muy aseada… Zambullirse en el metro y luego salir y saltar a un autobús.

– Me dio por ahí de pronto.

Catherine tomó un sorbo de champán. Estaba helado y era excelente. Pope volvió a ofrecerle el sobre y en esa ocasión permitió que Catherine lo cogiese. Ella dejó la copa y lo abrió.

Era precisamente lo que necesitaba, un informe que daba cuenta minuto a minuto de las andanzas de Peter Jordan por Londres: dónde trabajaba, las horas que se mantenía ocupado, los lugares donde comía y tomaba copas… Hasta incluía el nombre de un amigo.

Mientras Catherine acababa de leer el informe, Pope sacó la botella de champán de la cubeta del hielo y se sirvió otra copa. Catherine introdujo la mano en su bolso, extrajo el dinero y lo dejó caer encima de la mesa.

– Aquí está el resto -dijo-. Creo que esto remata nuestro asunto. Muchas gracias.

Estaba guardando en el bolso de mano el informe sobre Peter Jordan cuando Pope avanzó un paso y la obligó a soltar el bolso.

– Lo cierto, Catherine querida, es que nuestro asunto no ha hecho más que empezar.

– Si lo que quiere es más dinero…

– Ah, claro que quiero más dinero. Y si tú no quieres que haga una llamadita a la policía, vas a dármelo. -Pope se le acercó un paso más, oprimió su cuerpo contra el de Catherine y deslizó la mano porl os pechos de la joven-. Pero hay otra cosa que deseo de ti.

Se abrieron las puertas del dormitorio y en el umbral apareció Vivie, sin más vestimenta que una de las camisas de Vernon, que llevaba desabotonada hasta la cintura.

– Vivie, aquí tienes a Catherine -dijo Pope-. La encantadora Catherine ha accedido a quedarse y pasar la velada con nosotros.

En la escuela de espías de la Abwehr en Berlín no la prepararon para situaciones como aquella. La enseñaron a efectuar recuentos de tropas, a evaluar un ejército, manejar la radio, reconocer la divisa de las unidades y los rostros de los oficiales de alto rango. Pero no la aleccionaron acerca del modo de entendérselas con un gángster de Londres y su pervertida novia, que habían planeado pasar la noche turnándose en el uso y abuso de su cuerpo. Tuvo la sensación de estar atrapada en una absurda fantasía pubescente. Pensó:«No es posible que esto esté sucediendo de verdad». Pero estaba sucediendo y Catherine revisó todas las enseñanzas recibidas durante su adiestramiento, sin encontrar nada que le indicase el modo de superar aquella prueba.

Vernon Pope la hizo franquear la puerta y entrar en la alcoba. De un empujón la tiró en el extremo de la cama y él fue a sentarse en una silla del fondo del cuarto. Vivie se irguió delante de Catherine y se desabrochó los dos botones inferiores de la camisa. Tenía unos pechos breves y respingones y su piel, muy blanca, resplandecía bajo la media luz del dormitorio. Cogió la cabeza de Catherine y se la llevó a los senos. Catherine se prestó a aquel juego depravado y se introdujo en la boca el pezón de Vivie, mientras pensaba en la mejor manera de matarlos a ambos.

Catherine no ignoraba que si se sometía al chantaje, éste no iba a acabar nunca. Sus recursos financieros no eran ilimitados. Vernon Pope la desangraría rápidamente. Sin dinero, ella les resultaría inútil. Comprendió que liquidarlos entrañaba escasos riesgos; había cubierto su rastro cuidadosamente. Los Pope y sus secuaces no sabían dónde encontrarla. La única pista de que disponían era el dato de que ella trabajaba como enfermera voluntaria en el hospital St. Thomas, y Catherine había dado allí una dirección falsa. Por otra parte, tampoco se sentirían muy inclinados a recurrir a la policía. Las autoridades les harían preguntas, contestar la verdad significaría reconocer que siguieron a un oficial naval norteamericano a cambio de dinero.

Todo giraba sobre el asesinato de Vernon Pope, que debía ejecutar con la mayor rapidez y quietud posibles.

Catherine tomó entre los labios el otro pecho de Vivie y chupó el pezón hasta que se puso rígido. Vivie había echado la cabeza hacia atrás y empezó a emitir gemidos. Tomó la mano de Catherine y la condujo hacia la entrepierna. Aquel punto ya estaba cálido y húmedo. Catherine se había desconectado de toda emoción. Actuaba mecánicamente, dedicando todos sus movimientos a la tarea de proporcionar placer físico a aquella mujer. No sentía miedo ni repulsión; simplemente trataba de conservar la calma y pensar con claridad. La pelvis de Vivie empezó a vibrar contra los dedos de Catherine y al cabo de un momento el cuerpo de la amante de Vernon tembló a impulsos del orgasmo que la estremecía.

Vivie tendió a Catherine encima de la cama, se puso a horcajadas sobre sus caderas y empezó a desabrocharle los botones del jersey. Le quitó el sostén y le acarició los senos. Catherine vio que Vernon se levantaba de la silla y empezaba a desnudarse. Se puso nerviosa por primera vez. No deseaba que Vernon la montase ni la penetrara. Podía ser un amante sádico y cruel. Podía lastimarla. Boca arriba, con las piernas separadas, ella sería vulnerable. Y también se vería dominada por el mayor peso y fortaleza del hombre. Todas las técnicas de lucha que había aprendido en la escuela de la Abwehr dependían de la rapidez y maniobrabilidad. De encontrarse aplastada bajo el pesado cuerpo de Vernon Pope estaría indefensa.

Catherine tenía que hacer su juego. Es más, tenía que controlarlo.

Alzó las manos, tomó en ellas los pechos de Vivie y acarició los pezones. Observó que Vernon no les quitaba ojo. Se las comía con la vista, bebía aquella escena de las dos mujeres magreándose mutuamente. Catherine atrajo a Vivie hacía sí y guió la boca de la mujer hacia sus tetas. Pensó en lo sencillo que le resultaría sujetar la cabeza de Vivie entre las manos, retorcérsela y romperle el cuello, pero eso sería un error. Necesitaba matar primero a Pope. Después, encargarse de Vivie iba a ser más fácil.

Pope se acercó a la cama y apartó a Vivie con un leve codazo.

Antes de que Vernon tuviese tiempo de echársele encima, Catherine se incorporó y, sentada, le besó. Luego se puso en pie, mientras la lengua de Vernon se agitaba frenéticamente dentro de la boca de Catherine. La muchacha contuvo el impulso de sofocarle. Durante un segundo consideró la conveniencia de permitir que le hiciese el amor y matarlo luego, cuando estuviese satisfecho y soñoliento. Pero se dijo que no estaba dispuesta a ir más allá de lo absolutamente necesario.

Le acarició el pene. Vernon gimió y la besó con más fuerza. Ahora lo tenía inerme y desvalido. Le obligó a dar media vuelta y quedar de espaldas a la cama.

A continuación le propinó un violento rodillazo en la ingle. Pope se dobló sobre sí mismo, jadeó en busca de aire y se llevó las manos a las partes. Vivie chilló.

Catherine giró sobre sí misma y disparó el codo contra el puente de la nariz de Vernon. Percibió el chasquido que produjeron hueso y cartílago al romperse. Pope se desplomó sobre el suelo, a los pies de la cama; le manaba la sangre por las ventanas de la nariz. Vivie seguía chillando, de rodillas encima de la cama. Ya no constituía amenaza alguna para Catherine.

La muchacha dio media vuelta y se dirigió veloz hacia la puerta. Pope, todavía en el suelo, alargó la pierna.

Golpeó a Catherine en el tobillo derecho y consiguió que se le enredaran las piernas y diese un traspié. Cayó pesadamente contra el suelo y el fuerte impacto la dejó sin aliento. Estuvo unos segundos viendo las estrellas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Temió estar a punto de perder el conocimiento.

Bregó para apoyarse en las manos y las rodillas y se disponía a tomar impulso para levantarse cuando Pope le agarró un tobillo y empezó a tirar de ella. Con un giro celérico, Catherine se puso de costado y descargó el tacón de su zapato contra la nariz rota.

Pope lanzó un alarido de dolor agónico, pero su presa del tobillo no hizo sino que cobrar más fuerza.

197

Catherine le golpeó otra vez, y luego otra.

Por último; Vernon soltó la presa.

Catherine se puso en pie trabajosamente y corrió hacia el sofá, donde Pope la había obligado a dejar el bolso. Lo abrió y descorrió la cremallera del compartimento interior. Llevaba allí el estilete de hoja retráctil. Lo empuñó y accionó el muelle. La hoja ocupó su sitio.

Pope se había levantado y se precipitaba a través de la oscuridad, con los brazos extendidos para cogerla. Catherine dio media vuelta y lanzó una feroz cuchillada. La punta de la hoja del estilete desgarró el hombro derecho de Vernon en un alargado tajo.

Pope se llevó la mano izquierda a la herida y chilló de dolor, mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos. Al tener el brazo cruzado sobre el pecho, a Catherine no le era posible clavarle el estilete en el corazón. La Abwehr le había enseñado otro método, pero sólo pensar en él encogía el ánimo de Catherine. Sin embargo, iba a tener que emplearlo. No le quedaba otra elección.