Catherine se acercó al hombre un paso más, echó el brazo hacia atrás para cobrar impulso y hundió la hoja del estilete en el ojo de Vernon Pope.

Caída en el suelo en postura fetal, en un rincón del dormitorio, Vivie lloraba histéricamente. Catherine la agarró por un brazo, tiró de ella, obligándola a ponerse en pie, y la puso de espaldas contra la pared.

– ¡Por favor, no me hagas daño!

– No voy a hacerte daño.

– No me hagas daño.

– Te digo que no voy a hacerte daño.

– Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Robert. Lo juro.

– ¿Ni a la policía?

– No diré nada a la policía.

– Bueno. Sabía que podía confiar en ti.

Catherine le acarició el pelo, le tocó la cara. Vivie pareció tranquilizarse. Su cuerpo se caía inerte y Catherine tuvo que sostenerla para impedir que fuese a parar al suelo.

– ¿Qué eres tú? -preguntó Vivie-. ¿Cómo pudiste hacerle eso?

Catherine no dijo nada, se limitó a acariciar el pelo de Vivie con una mano mientras la otra se deslizaba suavemente tratando de localizar el punto preciso del fondo de la caja torácica. Los ojos de Vivie se desorbitaron cuando el estilete penetró a través de su corazón. Un grito de dolor nació en su garganta pero cuando llegó a sus labios lo hizo convertido en un sordo gorgoteo. Murió rápida y silenciosamente, con la mirada fija de sus ojos clavada en los de Catherine.

Catherine la soltó. El movimiento de su cuerpo al deslizarse pared abajo hizo que el estilete abandonara su corazón. Catherine contempló la sangre, toda la devastación humana que la rodeaba. «Dios mío, ¿en qué me han convertido?» Luego cayó de rodillas junto al cuerpo sin vida de Vivie y empezó a vomitar violentamente.

Cumplió los ritos de la huida con sorprendente serenidad. En el cuarto de baño, se lavó a fondo, eliminando la sangre de las manos, de la cara y de la hoja del estilete. No podía hacer nada respecto a la sangre del jersey, salvo ocultar la prenda bajo el chaquetón de cuero. Atravesó el dormitorio, dejó a su espalda el cadáver de la mujer y pasó a la otra habitación. Se llegó a la ventana y miró la calle. Todo indicaba que Pope había cumplido su palabra. No se veía a nadie fuera del almacén. Aunque seguramente encontrarían el cadáver por la mañana y, en cuanto lo hicieran, se lanzarían tras ella. Por el momento, al menos, estaba a salvo. Recogió el bolso y, de encima de la mesa, las cien libras en efectivo que había entregado a Pope. Tomó el montacargas, cruzó el almacén y se esfumó en la noche.

22

Londres Este

A diferencia de la mayoría de los miembros de su profesión, el comisario jefe Andrew Kidlington evitaba aparecer por la escena de un homicidio siempre que le era posible. Pastor lego de la iglesia de su localidad, hacía mucho tiempo que perdió el gusto por las facetas más macabras de su oficio. Contaba con un completo y cualificado equipo de funcionarios profesionales, reunido a lo largo de los años, y creía que lo mejor era darles carta blanca. Poseía un talento legendario para deducir y sacar más conclusiones acerca de un asesinato examinando un buen archivo que visitando la escena del crimen, y siempre se aseguraba de que pasara por su mesa hasta el más ínfimo trozo de papel generado por su departamento. Pero no todos los días le clavaba alguien un cuchillo a un individuo de la calaña de Vernon Pope. Eso era algo que tenía que ver con sus propios ojos.

El agente uniformado que montaba guardia ante la puerta del almacén se apartó al ver acercarse a Kidlington.

– El montacargas está al fondo del almacén, señor. Suba en él a la primera planta. En el rellano hay otro agente. Le indicará el camino.

Kidlington cruzó despacio la planta baja del almacén. Era alto y anguloso, de grisácea cabellera rizada como lana y el gesto de alguien perennemente preparado para dar malas noticias. Como consecuencia, sus hombres tendían a moverse a su alrededor con ligereza.

Un joven sargento detective llamado Meadows le aguardaba en el rellano. Para el gusto de Kidlington, Meadows vestía prendas demasiado ostentosas y salía con demasiadas mujeres. Pero era un detective excelente y llevaba el ascenso escrito sobre su persona.

– Menudo desbarajuste hay ahí dentro, señor -dijo Meadows.

Kidlington percibió el sabor de la sangre cuando Meadows le acompañó al interior. El cadáver de Vernon Pope yacía sobre una alfombra oriental, al lado del sofá. El círculo oscuro de la sangre rehusaba la cobertura gris de la sábana. Pese a llevar treinta años en la Policía Metropolitana, Kidlington notó que la bilis le subía rauda hacia la garganta cuando Meadows se arrodilló junto al cuerpo y levantó la sábana.

– Dios santo! -exclamó Kidlington entre dientes. Hizo una mueca y se apartó unos segundos para recuperar la compostura. -Jamás vi nada parecido -comentó Meadows.

El cuerpo sin vida de Vernon Pope estaba desnudo, boca arriba, en medio de un charco de sangre seca y negra. Saltaba a la vista que la herida mortal le llegó sólo después de una pelea brutal. En el hombro tenía una abrupta cuchillada de buen tamaño. Le habían partido la nariz de mala manera. La sangre brotó de ambas fosas nasales, para deslizarse hasta la boca, a la que la muerte sorprendió abierta, como si Vernon estuviera lanzando su último grito. Y luego estaba el ojo. Kidlington tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo. La sangre y el fluido ocular habían resbalado por la parte lateral del rostro. El globo del ojo estaba destrozado, la pupila ya no era visible. Sería preciso hacerle la autopsia para determinar la profundidad de la herida, pero todo indicaba que aquella puñalada había sido fatal. Alguien atravesó con un arma afilada el ojo de Vernon Pope, hasta llegar al cerebro.

Kidlington rompió el silencio:

– ¿Hora aproximada de la muerte?

– En algún momento de la noche pasada, quizás al principio de la velada.

– ¿Arma?

– No está muy claro. Desde luego, nada de cuchillo corriente. Observe el tajo del hombro. Los bordes de la herida presentan mellas.

– ¿Conclusión?

– Algo fino y puntiagudo. Quizás un destornillador o un punzón de hielo.

La mirada de Kidlington recorrió la estancia.

– El de Pope está todavía en el carrito de las bebidas. A menos que el asesino ande por ahí con su propio punzón de hielo, dudo mucho que esa sea el arma del crimen. -Kidlington volvió a mirar el cadáver-. Yo diría que fue un estilete. Es un arma que se clava, no que corta dando tajos. Eso explicaría la herida irregular del hombro y la perforación limpia del ojo.

– Exacto, señor.

Kidlington ya había visto suficiente. Se puso en pie e indicó con un ademán a Meadows que cubriese el cadáver.

– ¿La mujer?

– En la alcoba. Por aquí, señor.

Robert Pope ocupaba el asiento del pasajero en la furgoneta, visiblemente pálido y estremecido, mientras Dicky Dobbs conducía a gran velocidad rumbo al hospital St. Thomas. Fue Robert quien, aprimera hora de aquella mañana, descubrió los cadáveres de su hermano y de Vivie. Había estado esperando a Vernon en el café del East End donde acostumbraban a desayunar todos los días y se alarmó al ver que no se presentaba. Fue a buscar a Dicky a su piso y se dirigieron juntos al almacén. Soltó un alarido al ver los cadáveres y su pie atravesó el cristal de la mesa.

Robert y Vernon Pope eran hombres realistas. Tenían perfectamente asumido que sus actividades comportaban bastante peligro y que cualquiera de ellos, incluso los dos, podía morir joven. Como todos los hermanos, a veces regañaban, pero Robert Pope quería a su hermano mayor más que a ninguna otra persona del mundo. Vernon había sido como un padre para él, cuando dicho padre, un desempleado déspota y alcohólico, se marchó para no volver nunca más. La forma en que murió Vernon fue lo que más horrorizó a Robert, apuñalado en el ojo, para luego dejarlo tirado en el suelo, desnudo. Y Vivie, un ser inocente, con el corazón atravesado por un puñal.

Cabía la posibilidad de que ambas muertes fuesen obra de alguno de sus rivales. La guerra les había permitido ampliar muy provechosamente los negocios y se introdujeron en un nuevo territorio. Pero aquellos asesinatos no le parecían cosa propia de ninguna banda que conociese. Robert sospechaba que debía de estar relacionado con aquella mujer, Catherine, o como se llamase en realidad. Robert hizo una llamada anónima a la policía -tarde o temprano iban a tener que tomar cartas en el asunto-, pero no confiaba en que descubriesen al asesino de su hermano. De eso se encargaría él personalmente.

Dicky aparcó junto al río y entró en el hospital por una puerta de servicio. Volvió a salir cinco minutos después y regresó a la furgoneta.

– ¿Estaba? -preguntó Pope.

– Sí. Cree que puede agenciárnoslo.

– ¿Cuánto tiempo va a tardar?

– Veinte minutos.

Media hora después un individuo escuálido, de rostro chupado, vestido con uniforme de enfermero, salió por la parte trasera del hospital y se acercó trotando a la furgoneta.

Dicky bajó el cristal de la ventanilla.

– Lo tengo, señor Pope -dijo-. Una chica del despacho de la entrada me lo proporcionó. Dijo que va contra el reglamento, pero me la camelé. Le prometí un papiro de cinco libras. Espero que a usted no le importe.

Dicky alargó la mano y el enfermero le entregó un trozo de papel. Dicky se lo pasó a Pope.

– Buen trabajo, Sammy -encomió Pope al tiempo que echaba un vistazo al papel-. Dale su dinero, Dicky.

El enfermero lo tomó y la decepción se reflejó en su semblante.-¿Qué pasa, Sammy? -preguntó Dicky-. Diez chelines, tal como te prometí.

– ¿Y qué hay de las cinco libras para la chica?

– Considéralas gastos generales por tu cuenta -dijo Pope.-Pero, señor Pope…

– Sammy, no jodas la marrana viniéndome ahora con puñetas. Dicky puso la primera y la furgoneta arrancó con estridente chirrido de neumáticos.

– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Dicky.

– Islington. ¡Rápido!

Doña Eunice Wright, del número 23 de Norton Lane, Islington, hacía juego con su casa: alta, delgada, de unos cincuenta y cinco años, toda robustez, energía y modales victorianos. Ignoraba -nunca llegaría a saberlo, ni siquiera cuando aquel desagradable episodio hubo acabado por completo- que una agente del servicio de inteligencia militar alemán, llamada Catherine Blake, había utilizado su domicilio como dirección falsa.