– Lo siento, no la vi. Por favor, permítame ayudarla a levantarse.

– No, fue culpa mía. Me temo que he perdido la linterna y estaba desorientada por completo. No sabe lo estúpida que me siento.

– No, la culpa fue mía. Trataba de demostrarme a mí mismo que era capaz de encontrar el camino de vuelta a casa pese a la oscuridad. Ah, aquí está mi linterna. En seguida la enciendo.

– ¿Le importa alumbrar la acera? Creo que las latas de mi racionamiento ruedan hacia Hyde Park.

– Tenga, agárrese a mi mano.

– Gracias. A propósito, cuando lo considere oportuno, puede usted dejar de proyectar el foco de la linterna sobre mi cara. -Lo lamento, es que es usted tan…

– ¿Tan qué…?

– No importa. Me parece que esa bolsa de harina no ha sobrevivido.

– Está bien.

– Vamos, déjeme ayudada a recoger todo eso.

– Puedo arreglármelas. Muchas gracias.

– No, insisto. Y le repondré la harina derramada. Tengo comida en casa para dar y tomar. Mi problema es que no sé qué hacer con ella.

– ¿Es que la Armada no le alimenta?

– ¿Cómo sabe…?

– Me temo que el uniforme y el acento le delatan. Además, sólo un oficial estadounidense sería lo bastante insensato para aventurarse deliberadamente por las calles de Londres sin utilizar en su paseo una linterna. Yo he vivido aquí toda la vida y cuando se apagan las luces no sé encontrar el camino.

– Por favor, permítame que le devuelva, en especies, claro, los artículos que ha perdido.

– Una oferta muy amable, pero no es necesario. Fue un placer chocar con usted.

– Sí…, sí, lo fue.

– ¿Puede indicarme la dirección de Brompton Road?

– Es por ahí.

– Gracias, muchas gracias.

Catherine dio media vuelta y se alejó.

– Un momento. Acaba de ocurrírseme otra propuesta. Ella interrumpió la marcha y se volvió.

– ¿Y qué puede ser?

– Me pregunto si tendría usted inconveniente en tomar una copa conmigo en algún momento.

Catherine vaciló, antes de decir.

– No estoy muy segura de que me apetezca beber con un espantoso norteamericano que se empeña en pasear sin linterna por las oscuras calles de Londres. Aunque supongo que parece usted bastante inofensivo. En consecuencia, la respuesta es sí.

Catherine echó a andar de nuevo.

– Espere, vuelva. Ni siquiera sé su nombre.

– Catherine -respondió ella-. Catherine Blake.

– Necesito su número de teléfono -pidió Jordan inútilmente. Catherine ya había desaparecido, integrada en la oscuridad.

Cuando Peter Jordan llegó a su casa, fue derecho al estudio, descolgó el teléfono y marcó un número. Se identificó y una agradable voz femenina le indicó que se mantuviera en la línea. Al cabo de un momento oyó la voz con acento inglés del hombre al que sólo conocía por el apellido Broome.

24

Kent (Inglaterra)

La tensión a la que se veía sometido Alfred Vicary le estaba acercando al punto de ruptura. Pese a las intensas presiones de la caza de espías, Vicary continuaba llevando la carga de su viejo caso, la red Becker. Consideró la conveniencia de solicitar que le aliviasen de ella hasta después de que se arrestara a los espías. Pero en seguida rechazó la idea. Él era el genio que estaba detrás de la red Becker, era su obra maestra. Le había costado infinidad de horas crearla y le costaba otra infinidad de horas mantenerla. La controlaría y al mismo tiempo seguiría capturando espías. Era una tarea brutal. Los tics empezaban a crisparle el ojo derecho, tal como le ocurría en Cambridge durante los exámenes finales, y no dejaba de reconocer los primeros síntomas del agotamiento nervioso.

Partridge era el nombre en clave del degenerado camionero cuyas rutas casualmente le llevaban a las zonas militares prohibidas de Suffolk, Kent y East Sussex. Suscribía las creencias de sir Oswald Mosley, el fascista británico y se gastaba en prostitutas el dinero que obtenía con el espionaje. A veces se llevaba a las furcias en sus viajes, para poder disfrutar del sexo mientras conducía. Karl Becker le caía estupendamente porque éste siempre tenía una chavala consigo y siempre estaba dispuesto a compartirla, incluso con los tipos como Partridge.

Pero Partridge sólo existía en la imaginación de Vicary, en las ondas hertzianas y en las mentes de los controladores alemanes de Hamburgo. Las fotos de los observadores de la Luftwaffe habían detectado nuevas actividades en el sureste de Inglaterra y Berlín pidió a Becker que las evaluase e informara en el plazo de una semana. Becker traspasó la tarea a Partridge… o, mejor dicho, Vicary la cumplió por él. Era la oportunidad que Vicary había estado esperando: una invitación de la Abwehr para transmitir informes falsos sobre las fuerzas que el sucedáneo del Primer Grupo de Ejércitos de los Estados Unidos estaba concentrando en el sureste de Inglaterra.

De acuerdo con el guión urdido por Vicary, Partridge recorrió en automóvil la campiña de Kent a medio día. En realidad, Vicary cubrió esa ruta por la mañana subido en la parte de atrás de un Rover. Desde su posición elevada sobre el asiento de cuero, envuelto en una manta de viaje, Vicary imaginó los indicios del contingente de tropas y material que podría observar un agente como Partridge. Vería más camiones militares en la carretera. Encontraría un grupo de oficiales estadounidenses almorzando en la taberna. Al detenerse en una gasolinera oiría rumores acerca de que se estaban ensanchando las carreteras próximas. La información era trivial, las pistas insignificantes, pero consistentes, coherentes de manera absoluta con la tapadera de Partridge. Vicary no podía descubrir ningún dato extraordinario como la localización del puesto de mando del general Patton; a los controladores de la Abwehr no les sería posible creer que Partridge estuviese en situación de lograr una hazaña así. Pero los pequeños datos aportados por Partridge, incorporados al resto del plan de intoxicación, contribuirían a pintar el cuadro que la Inteligencia británica deseaba que vieran los alemanes: una gigantesca fuerza aliada a la espera del momento para descargar el golpe a través del Canal en Calais.

Mientras regresaba a Londres, Vicary fue componiendo el mensaje de Partridge. Pondría el informe en una clave de la Abwehr y Karl Becker lo transmitiría a Hamburgo, desde su celda, a última hora de la tarde. Vicary comprendió que le esperaba otra noche escasa de sueño. Cuando terminó de preparar el mensaje, cerró los ojos y apoyó la cabeza en la ventanilla, con la gabardina hecha una pelota y dispuesta a guisa de almohada. El traqueteo del Rover y el zumbido sordo del motor le sumió en un sueño ligero y angustioso. En su pesadilla volvía a verse en Francia, sólo que esa vez era Boothby -no Brendan Evans- quien iba a verle al hospital. «Han muerto un millar de hombres, Alfred, y todo ha sido culpa tuya! ¡Si hubieses capturado a los espías, esos hombres aún estarían hoy vivos!» Vicary se forzó a levantar los párpados y sus ojos vislumbraron durante unos segundos el fugaz desplazamiento de la campiña antes de volver a hundirse en el sopor.

Esta vez se encuentra tendido en la cama. Es una luminosa mañana de primavera, veinticinco años atrás: la mañana en que hizo el amor a Helen por primera vez. Está pasando el fin de semana en la extensa finca propiedad del padre de Helen. A través de la ventana, Vicary puede contemplar los rayos del sol matutino esparciendo sus resplandores rosados por las faldas de las colinas. Es el día en que proyectan informar al padre de Helen de sus planes matrimoniales. Oye una leve llamada a la puerta -en su sueño el sonido es idéntico- y vuelve la cabeza justo a tiempo de ver a Helen, preciosa y recién levantada, que se desliza dentro del cuarto vestida sólo con un camisón blanco. Sube a la cama, a su lado, y le besa en la boca. «He estado pensando en ti toda la mañana, Alfred querido.» Se mete bajo las sábanas, le desabrocha el pijama y le acaricia ligeramente con sus largos y adorables dedos. «Helen, creí que querías esperar a que estuviésemos…» Ella le silencia besándole en los labios. «No deseo discutir eso más. Aunque hemos de darnos prisa. Si papá se entera, nos matará a los dos.» Helen se pone a horcajadas sobre él, con cuidado para no hacerle daño en la rodilla. Se levanta el camisón y, con las manos, le guía para que la penetre. Hay un instante de resistencia, Helen aprieta con más intensidad, emite un breve gemido de dolor… y Vicary ya está dentro de ella. Helen le coge las manos y las lleva hasta sus senos. Vicary ya los ha acariciado antes, pero sólo por encima del vestido y de la rígida ropa interior. Ahora los pechos están libres del sostén, bajo el camisón, y su tacto es suave y maravilloso. Intenta desabrocharle el camisón, pero ella no está dispuesta a permitírselo. «¡Rápido, cariño, rápido!» Cuando acabó, Vicary quiso que ella se quedara -retenerla para volver a hacerlo-, pero Helen se bajó de la cama, se alisó con presteza el camisón de dormir, le dio un beso y regresó apresuradamente a su dormitorio.

Vicary se despertó en los suburbios del este de Londres, con una ligera sonrisa en los labios. Aquella primera vez con Helen no le pareció decepcionante…, sólo distinta a lo que había esperado. El sexo de sus fantasías juveniles siempre implicaba mujeres de pechos enormes que se ponían a gemir y a chillar en éxtasis. Pero con Helen todo fue pausado y apacible y en vez de gritos ella sonrió y le besó con ternura. No fue un acto apasionado pero sí perfecto. Y fue perfecto porque él la amaba desesperadamente.

Con Alice Simpson también fue igual, pero por otras razones. Vicary la apreciaba mucho; incluso llegó a suponer que podía enamorarse de ella. Lo que más le gustaba era estar en su compañía. Era inteligente e ingeniosa y, lo mismo que Helen, tenía un toque de irreverencia. Enseñaba literatura en una escuela secundaria femenina y escribía comedias mediocres protagonizadas por personajes ricachones que siempre parecían tener a punto un discurso catártico y reformista mientras tomaban jerez blanco y té Earl Grey en salones elegantemente amueblados. También escribía, con seudónimo, novelas románticas que Vicary, pese a no ser un entusiasta del género, consideraba bastante buenas. Lillian Walford, su secretaria en el University College, le sorprendió leyendo uno de los libros de Alice Simpson. Al día siguiente le llevó un montón de novelas de Barbara Cartland. Vicary se sintió mortificado. Los personajes de los relatos de Alice, cuando hacían el amor, oían el estallido de las olas al romper contra la tierra firme y sentían el arrebato de los cielos volcando su diluvio sobre ellos. En la vida real, Alicia era tímida, dulce y un poco susceptible, e insistía siempre en copular con la luz apagada. En más de una ocasión, Vicary cerraba los ojos y veía la imagen de Helen con su camisón blanco bañada por el sol de la mañana.