– Me encanta que me supliques, Harry.

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Porqué no vienes una noche y cenamos juntos? -Deslizó la yema del dedo índice por el dorso de la mano de Harry. Tanto manejar archivos había ennegrecido el dedo-. Echo de menos tu componía. Charlaremos, nos reiremos un poco, y no pasaremos de ahí.

– Me gustaría, Grace.

Era verdad. También la echaba de menos.

– Si le dices a alguien donde lo conseguiste, Harry, que Dios me perdone, pero…

– Quedará entre tú y yo.

– Ni siquiera a Vicary -insistió ella.

Harry se llevó la mano al corazón.

– Ni siquiera a Vicary.

Grace sacó del carrito otro puñado de carpetas y luego alzó la cabeza y miró a Harry. Con sus labios rojo sangre formó las iniciales BB .

– ¿Cómo es posibleque no tengas una sola pista?-articuló Basil Boothby, mientras Vicary se hundía en el profundo y mullido sofá.

Sir Basil habla pedido que le presentasen todas las noches una relación detallada de los progresos de la investigación. Conocedor de la pasión de Boothby por recibirlo todo por escrito, Vicary sugirió entregarle una nota concisa, pera sir Basil quiso que le informara personalmente.

Aquella noche, Boothby tenía un compromiso. Había murmurado algo acerca de «los norteamericanos» para, explicar la circunstancia de estar vestido de punta en blanco cuando Vicary se presentó en su despacho. Al tiempo que soltaba su rapapolvo, se esforzaba torpe e inútilmente en pasar unos gemelos de oro por los ojales de los puños almidonados de la camisa. En su casa, sir Basil disponía de un ayuda de cámara que le asistía en tan tediosa tarea. El informe de Vicary quedó momentáneamente en suspenso mientras Boothby convocaba a su bonita secretaria para que le ayudara a vestirse. Eso concedió a Vicary un momento para procesar la información que Harry le había proporcionado. Fue sir Basil quien retiró el expediente de Vogel. Vicary se esforzó en recordar la primera conversación que mantuvieron. ¿Qué había dicho Boothby? «Puede que en el Registro haya algo sobre él.»

La secretaria de Boothby salió discretamente del despacho. Vicary reanudó su sesión informativa. Había hombres de vigilancia en todas las estaciones ferroviarias de Londres. Tenían las manos atadas porque no contaban con descripción alguna de los agentes a los que se suponía estaban buscando. Harry Dalton había recopilado una lista de todos los lugares conocidos que los espías alemanes utilizaban como puntos de cita. Vicary había apostado hombres de vigilancia en todos los que pudo.

– Te proporcionaría más hombres, Alfred, pero no los hay -se excusó Boothby-. Los vigilantes de que disponemos están cumpliendo turnos dobles y hasta triples. Su jefe no hace más que quejárseme diciendo que abuso de ellos, que los obligo a trabajar hasta el agotamiento. El frío los está matando. La mitad de ellos han cogido la gripe y están de baja.

– Los vigilantes y sus dificultades cuentan con mi plena simpatía, sir Basil. Yo los utilizo todo lo juiciosamente que me es posible.

Boothby encendió un cigarrillo y empezó a pasear por la estancia, al tiempo que sorbía su ginebra y su bitter .

– Tenemos tres agentes alemanes no localizados que andan sueltos por el país, fuera de nuestro control. No necesito encarecerte lo grave que es esto. Si uno de esos tres espías intenta ponerse en contacto con alguno de nuestros agentes dobles, vamos a tener serios problemas. Todo el aparato de contraespionaje de Doble Cruz estará en peligro.

– Sospecho que no van a intentar ponerse en contacto con ningún otro agente.

– ¿Por qué no?

– Porque creo que Vogel está dirigiendo su propio espectáculo. Estoy convencido de que opera con una red de espías independiente, de la que no nunca hemos tenido la menor noticia.

– Eso no es más que una intuición, Alfred. Tenemos que tratar con los hechos.

– ¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel? -preguntó Vicary, con toda la indiferencia que le fue posible.

– No.

– «Y eres un embustero», pensó Vicary.

– A juzgar por el modo en que se ha desarrollado este asunto, yo diría que Vogel ha mantenido dentro de Gran Bretaña una red de agentes dormidos, congelados, desde el principio de la guerra. Si tuviera que trazar un esquema de mi suposición, diría que el agente principal opera en Londres y que el subagente se encuentra en el campo, donde estaría en condiciones de recibir y acoger, en poco tiempo, a un nuevo agente. No me cabe la menor duda de que el que llegó anoche se encuentra ya aquí y está dando las debidas instrucciones, acerca de su misión, al agente principal. Considerando los datos de que disponemos, creo que en este preciso momento están reunidos, mientras nosotros le damos a la lengua… Y nos vamos quedando cada vez más y más rezagados,

– Interesante, Alfred, pero todo eso se basa en meras conjeturas.

– Conjeturas que tienen un fundamento bastante firme, sir Basil. Al carecer de hechos sólidos y demostrables, me temo que ese es nuestro único recurso. -Vicary vaciló, consciente de la respuesta que probablemente iba a generar su próxima sugerencia-. Entretanto, creo que deberíamos programar una entrevista con el general Betts para informarle del desarrollo de los acontecimientos.

El rostro de Boothby fue contrayéndose hasta dibujar un furibundo fruncimiento de cejas. El general de brigada Thomas Betts era subdirector de inteligencia en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Alto, con todo el aspecto de un oso, Betts desempeñaba una de las tareas menos envidiables de Londres: garantizar que ninguno de los varios centenares de oficiales británicos y estadounidenses que conocían el secreto de Overlord , la Operación Cacique , lo pasaran, intencionada o involuntariamente, al enemigo.

– Eso es prematuro, Alfred.

– ¿Prematuro? Usted mismo lo ha dicho antes, sir Basil. Tenemos tres espías alemanes que andan sueltos.

– Dentro de un momento tengo que bajar a la sala y despachar con el director general. Si le sugiriese que comunicáramos por radio nuestros fracasos a los estadounidenses, se lanzaría sobre mí desde una altura estratosférica.

– Estoy seguro de que el director general no se ensañaría con usted, sir Basil, ni mucho menos. -Vicary no ignoraba que Boothby había convencido al director general de que él, Boothby, era indispensable-. Además, esto difícilmente puede considerarse un fracaso.

Boothby interrumpió sus pasos.

– ¿Cómo lo llamarías?

– Una dilación momentánea.

Boothby soltó un bufido y apagó el cigarrillo.

– No estoy dispuesto a permitir que mancilles la reputación de este departamento, Alfred. No voy a permitirlo de ninguna manera.

– Tal vez hay algo que debería considerar además de la reputación de este departamento. sir Basil.

– ¿Qué?

Vicary se levantó trabajosamente del blando y hundido sofá.

– Sí los espías logran su objetivo, muy bien puede ocurrir que perdamos la guerra.

– Bueno, entonces haremos algo, Alfred.

– Gracias, sir Basil. Desde luego, eso parece más sensato.

16

Londres

Desde Hyde Park se trasladaron en taxi a Earl’s Court. Pagaron y despidieron al taxista a cuatrocientos metros del piso de Catherine. Durante el corto trayecto a pie volvieron sobre sus pasos dos veces y la muchacha fingió una falsa llamada telefónica desde una cabina. No los seguían. La señora Hodges, la casera, estaba en portal cuando llegaron. Catherine enlazó su brazo con el de Neumann. La señora Hodges les disparó una mirada de desaprobación mientras empezaban a subir la escalera.

Catherine era reacia a llevarle a su piso. Había protegido celosamente su paradero y se negaba a dar su dirección en Berlín. Lo último que le hacía falta era que un agente que huía del MI-5 se presentara a media noche y llamara a su puerta. Pero una reunión en público era de todo punto imposible; tenían muchas cosas que tratar y hacerlo en un café o en una estación de ferrocarril era peligroso. Observó a Neumann mientras le enseñaba el piso. Su andares precisos y su economía de gestos indicaron a Catherine que aquel hombre había sido militar en otro tiempo. Su inglés era impecable. Saltaba a la vista que Vogel lo eligió cuidadosamente. Al menos no le enviaba ningún aficionado para que la informase. En el salón, Neumann se fue a la ventana, apartó los visillos y lanzó una mirada a la calle.

– Incluso aunque estuviesen ahí, jamás los localizarías -dijo Catherine, al tiempo que tomaba asiento.

– Ya lo sé, pero me siento mejor si echo un vistazo. -Neumann se apartó de la ventana-. Ha sido un día muy largo. Me vendría bien una taza de té.

– Todo lo que necesitas está en la cocina. Sírvete tú mismo. Neumann puso agua a hervir en el hornillo y volvió al salón.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Catherine-. Tu verdadero nombre.

– Horst Neumann.

– Eres militar. O al menos lo fuiste. ¿Qué graduación?

– Soy teniente.

Catherine sonrió.

– Vaya, pues la mía es más alta.

– Sí, lo sé: comandante.

– ¿Cuál es tu nombre de cobertura?

– James Porter.

– Déjame ver tu documentación.

Neumann se la tendió. Catherine la examinó atentamente. Era una falsificación excelente.

– Muy buena -dijo la muchacha-. Pero enséñala sólo cuando sea absolutamente imprescindible. ¿Tu tapadera?

– Resulté herido en Dunkerque y quedé inválido para el ejército. Ahora soy viajante de comercio.

– ¿Dónde resides?

– En la costa de Norfolk, en un pueblo llamado Hampton Sands. Vogel tiene allí un agente cuyo nombre es Sean Dogherty. Un simpatizante del IRA que lleva una granja.

– ¿Cómo entraste en el país?

– En paracaídas.

– Muy impresionante -afirmó Catherine, sincera-. ¿Y Dogherty te acogió? ¿Te estaba esperando?

– Sí.

– ¿Vogel se puso en contacto con él por radio?

– Eso supongo, sí.

– Lo que significa que el MI-5 te anda buscando.

– Me parece que localicé a dos de sus hombres en la calle Liverpool.

– Resulta lógico. Desde luego, estarán vigilando las estaciones. -Encendió un cigarrillo-. Tu inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendiste?

Mientras Neumann refería su historia, Catherine le observó atentamente por primera vez. Era bajo y de sobria constitución; muy bien pudo haber sido un atleta en otra época, un gimnasta o un tenista. Tenía el pelo moreno y los ojos de un azul penetrante. Resultaba obvio que era inteligente, no se trataba de uno de aquellos imbéciles que había visto en la escuela de espías de la Abwehren Berlín. Dudaba de que hubiese estado alguna vez como agente tras las líneas enemigas, pero no daba muestras de nerviosismo. Le formuló unas cuantas preguntas más antes de disponerse a escuchar lo que él tenía que decirle.