SEGUNDA PARTE

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Prusia Oriental, diciembre de 1925

El ciervo se muere de hambre este invierno. Abandonan los bosques y escarban por los prados en busca de alimento. El gran macho está allí, de pie bajo el brillante sol, con el hocico hundido en la nieve a la búsqueda de un poco de hierba helada. Ellos se encuentran detrás, en una colina baja. Anna tendida cuerpo a tierra. Papá agachado junto a ella. Le susurra instrucciones, pero Anna no le oye. No necesita que le den ninguna clase de instrucciones. Llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Imaginándoselo. Se había preparado a conciencia para aquel momento.

Carga los cartuchos en la recámara del rifle. Es nuevo, tiene la culata lisa, sin un solo arañazo, y huele a limpio aceite de arma. Es su regalo de cumpleaños. Hoy cumple quince.

El ciervo es también su regalo.

Había deseado abatir un ciervo antes, pero papá no lo permitió.

– Es una cosa muy emotiva, matar un ciervo -dijo a guisa de explicación-. Algo muy difícil de describir. Tienes que experimentarlo y no dejaré que eso ocurra hasta que seas lo bastante mayor como para comprenderlo.

Es un tiro difícil, ciento cincuenta metros, con un viento glacial de costado. A Anna le escuece la cara de frío, le tiembla todo el cuerpo, tiene los dedos entumecidos dentro de los guantes. Coreografía mentalmente el disparo: curva el dedo sobre el gatillo con suavidad, como en el campo de tiro. Como papá le enseñó.

Sopla una ráfaga de viento. Anna espera.

Se incorpora sobre una rodilla y se acerca el rifle a la cara. El ciervo, sobresaltado por el crujido que produjo la nieve bajo el peso de la muchacha, levanta su impresionante cabeza y se vuelve en dirección al ruido.

Rápidamente, Anna sitúa el punto de mira sobre la cabeza del macho, calcula el desvío que puede producir el viento de costado y aprieta el gatillo. La bala atraviesa el ojo del ciervo y el animal se desploma sobre la nevada pradera, convertido en un montón informe, sin vida.

Anna baja el arma y se vuelve hacía papá. Espera verle radiante, entusiasmado, con los brazos abiertos para recibirla y dispuesto a confesarle cuán orgulloso se siente de ella. Pero en vez de eso, el semblante de papá es una máscara inexpresiva mientras mira primero al macho muerto y luego a ella.

– Tu padre siempre deseó un hijo, pero yo no se lo di -confesó la madre, mientras agonizaba víctima de una tuberculosis en el dormitorio del extremo del pasillo-, Sé lo que él quiere que seas. Ayúdale, Anna. Cuida de él por mí.

Ha hecho todo lo que su madre le pidió. Ha aprendido a montar a caballo, a disparar y a hacer todo lo que los chicos hacen, sólo que mejor. Ha viajado con papá, acompañándole a todos sus puestos diplomáticos. El lunes zarpan rumbo a Estados Unidos, donde papá será primer cónsul.

Anna ha oído hablar de los gángsters de América, que recorren las calles a toda velocidad en sus enormes automóviles negros y disparan contra toda persona que ven. Si los gángsters intentan hacer daño a papá, ella les atravesará el ojo de un balazo con su rifle nuevo.

Aquella noche duermen juntos en la cama grande de papá, mientras arde un gran fuego de leña en la chimenea. Fuera se ha desencadenado una tormenta de nieve. El viento aúlla y los árboles baten los muros de la casa. Anna siempre cree que intentan entrar porque tienen frío. El fuego chisporrotea y el humo tiene un olor cálido y maravilloso. La chica oprime su rostro contra las mejillas de papá y deja caer el brazo cruzado sobre el pecho del hombre.

– Me resultó muy penoso la primera vez que cacé un ciervo -dice él, como si reconociera un fracaso-. Estuve a punto de bajar el arma. ¿Por qué no te ocurrió a ti lo mismo, Anna, cariño?

– No lo sé, papá, simplemente no me costó nada.

– Lo único que yo podía ver eran aquellos malditos ojos mirándome fijamente. Unos enormes ojos castaños. Hermosos. Vi que la vida escapaba por ellos y me sentí fatal. Durante varias semanas no pude quitarme de la cabeza aquellos condenados ojos.

– Yo no vi los ojos.

Papá vuelve la cabeza hacia ella en la oscuridad.

– ¿Qué viste?

Anna vacila.

– Vi su cara.

– ¿La cara de quién, tesoro? -Está confuso-. ¿La cara del ciervo?

– No, papá, la del ciervo no.

– Anna, cielo, ¿de qué diablos estás hablando?

Ella desea desesperadamente contárselo, contárselo a alguien. Si madre estuviese aún viva, a ella podría contárselo. Pero Anna no tiene ánimos para contárselo a papá. Se volvería loco. No sería justo para él.

– De nada, papá. Estoy cansada. -Le besa en la mejilla-. Buenas noches, papá. Que tengas dulces sueños.

Londres, enero de 1944

Han transcurrido seis días desde que Catherine Blake recibió el mensaje de Hamburgo. Durante todo ese tiempo ha pensado largo y tendido en la conveniencia de hacer caso omiso de él.

Alfa era el nombre en clave del punto de cita en Hyde Park, un sendero que atraviesa un grupo de árboles. No puede evitar que el nerviosismo se apodere de ella cada vez que esa reunión acude a su mente. El MI- 5 ha detenido a docenas de espías desde 1940. Seguramente algunos de ellos habrán confesado todo lo que sabían antes de acudir a su cita con el verdugo.

Teóricamente, eso no debía representar diferencia alguna en su caso. Vogel le prometió que ella sería distinta. Tendría distintos sistemas de radio, distintos métodos de cita y distintos códigos. Incluso aunque arrestasen y ahorcasen a todos los demás espías introducidos en Inglaterra, no tendrían forma alguna de llegar a ella.

A Catherine le hubiera gustado poder compartir la confianza de Vogel. Éste estaba a centenares de kilómetros, separado de Gran Bretaña por el canal de la Mancha, sin referencias directas. El error más insignificante podía acabar en el arresto o la ejecución para Catherine. Como el punto de encuentro, sin ir más lejos. Era una noche lo que se dice gélida; cualquiera que anduviese holgazaneando por Hyde Park se convertiría automáticamente en sospechoso. Era un error de lo más tonto, impropio de Vogel. Debía de estar sometido a una presión enorme. Resultaba incomprensible. Era inminente una invasión, todo el mundo lo sabía. La cuestión era cuándo y dónde.

Se sentía reacia a acudir a la cita por otro motivo: le asustaba el que la complicasen en el juego. Se había hecho comodona, demasiado comodona, quizá. Su vida había adoptado una rutina organizada. Tenía un piso cálido, un trabajo como voluntaria en el hospital, el dinero que le pasaba Vogel para mantenerse. Se resistía, en aquella última fase de la guerra, a poner en peligro su existencia. De ninguna manera se consideraba a sí misma una patriota alemana. Su cobertura parecía gozar de una seguridad absoluta. Podía esperar a que acabase la guerra y luego volver a España. Volver a la gran finca de las estribaciones pirenaicas. Volver junto a María.

Catherine se desvió para entrar en Hyde Park. El tráfico vespertino de Kesington Road se redujo a un zumbido agradable.

Tenía dos razones para presentarse a la cita.

La primera era la seguridad de su padre. Catherine no se había ofrecido para trabajar voluntariamente como espía para la Abwehr, la obligaron a hacerlo. El instrumento de coacción de Vogel fue el padre de Catherine. Vogel dejó bien claro que el padre resultaría perjudicado gravemente -arrestado, recluido en un campo de concentración, incluso muerto- si ella no accedía a trasladarse a Gran Bretaña. Y si ahora se negaba a cumplir aquella misión, con toda certeza la vida de su padre correría peligro.

La segunda razón era más sencilla: Catherine se sentía desesperadamente sola. Llevaba seis años de aislamiento. A los agentes normales se les permitía utilizar la radio. Tenían algún contacto con Alemania. A ella prácticamente no le permitieron contacto alguno. Era curiosa; deseaba hablar con alguien de su propio bando. Deseaba abandonar su cobertura aunque sólo fuese unos minutos, desprenderse de la personalidad de Catherine Blake.

Pensó: «Dios, pero si casi no me acuerdo de mi verdadero nombre».

Decidió que acudiría a la cita.

Paseó por la orilla del Serpentine y observó la bandada de patos que pescaban entre las grietas del hielo. Continuó por el sendero que conducía a los árboles. Las últimas claridades del día acababan de apagarse; el cielo era un manto de estrellas parpadeantes. Algo bueno tenía la orden de apagar las luces, pensó la muchacha: una podía contemplar las estrellas por la noche, incluso en el corazón del West End.

Introdujo la mano en el bolso y acarició la culata de la silenciada pistola, una Mauser 6,35 automática. Caso de surgir algo fuera de lo normal, la usaría. Se había prometido una cosa: jamás iba a permitir que la detuvieran. La idea de verse encerrada en una apestosa cárcel británica la ponía físicamente enferma. Tenía pesadillas respecto a su propia ejecución. Se veía a sí misma riéndose en las barbas de los ingleses antes de que el verdugo le pasara la capucha negra por la cabeza y el lazo con el nudo corredizo alrededor del cuello. Utilizaría la pastilla del suicidio o moriría luchando, pero no iba a permitir que la tocasen.

Se cruzó con un soldado norteamericano que marchaba en dirección contraria. Llevaba colgada del hombro a una prostituta que le frotaba el pene y le introducía la lengua en la oreja. Era una imagen corriente. Las chicas trabajaban en Piccadilly. Pocos derrochaban tiempo o dinero en habitaciones de hotel. Obras murales; las llamaban los soldados. Las mozas cogían sus clientes en callejones o en parques, se levantaban las faldas y al avío, contra la pared. Algunas de las más ingenuas creían incluso que si follaban de pie no podían quedar embarazadas.

Catherine pensó: «Estúpidas muchachas inglesas».

Se adentró en la arboleda y aguardó a que se presentara el agente de Vogel.

El tren de la tarde procedente de Hunstanton llegó a la estación de la calle de Liverpool con media hora de retraso. Horst Neumann bajó de la rejilla su pequeña bolsa de viaje y se unió a la hilera de pasajeros que se disponían a apearse en el andén. La estación era un caos. Puñados de viajeros deambulaban cansinamente por allí como víctimas de un desastre natural, con el rostro en blanco, esperando desmoralizados unos trenes que llevaban retrasos increíbles. Los soldados dormían donde les parecía bien, con la cabeza apoyada en el petate, utilizándolo a guisa de almohada. Unos cuantos policías ferroviarios uniformados recorrían la estación y trataban de mantener el orden. Todos los mozos de estación eran mujeres. Neumann bajó al andén. Menudo, ágil, vivaracha la mirada, se abrió paso a través de la densa muchedumbre.