Sean Dogherty.

Parecía estar acumulando leña, andaba de aquí para allá, como si calculase distancias. Quizá Mary tenía razón. Tal vez Sean estuviera volviéndose loco.

Jenny avistó entonces a otra figura en la cima de las dunas. Era Mary, que, de pie allí frente al viento, cruzada de brazos, observaba a Sean en silencio. Luego, Mary dio media vuelta y se alejó tranquilamente, sin esperar a Sean.

Cuando Sean se perdió de vista, Jenny apagó las brasas vertiendo agua de la cantimplora, recogió sus cosas y pedaleó de vuelta a casa. Al llegar, la encontró desierta, fría y a oscuras. Su padre se había ido, el fuego del hogar llevaba bastante rato apagado. No encontró nota alguna que diese cuenta del paradero de su padre. Permaneció cierto tiempo tendida en la cama, despierta, mientras escuchaba el rumor del viento y revivía la escena de la que acababa de ser testigo en la playa. Había allí algo raro, concluyó. Algo muy raro, desde luego.

– Tiene que haber alguna cosa que podamos hacer, Harry, seguro -dijo Vicary, mientras paseaba por el despacho.

– Hemos hecho todo lo que podemos hacer, Alfred.

– Quizás deberíamos verificarlo otra vez con la RAF.

– Acabo de hablar con la RAF.

– ¿Algo nuevo?

– Nada.

– Bueno, llamaré a la Armada Real.

– Acabo de hablar por teléfono con la Ciudadela.

– ¿y?

– Nada.

– ¡Dios!

– Tienes que tener paciencia.

– La naturaleza no me dotó de la virtud de la paciencia, Harry.

– Ya lo he notado.

– ¿Qué más hay…?

– He llamado al transbordador de Liverpool.

– ¿Y bien?

– Suspendido el servicio a causa del mal estado del mar.

– De modo que esta noche no llegarán procedentes de Irlanda.

– No es condenadamente probable.

– Tal vez hemos abordado esto desde una dirección equivocada, Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizá deberíamos proyectar nuestra atención sobre la posibilidad de que los dos agentes se encuentren ya en Gran Bretaña.

– Te escucho.

– Volvamos a los registros de pasaportes e inmigración.

– Por Dios, Alfred, no han cambiado desde 1940. Hicimos una redada de sospechosos de espionaje e internamos a todos los que nos ofrecieron dudas.

– Ya lo sé, Harry. Pero puede que pasáramos algo por alto.

– ¿Como qué?

– ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

– Me haré con los expedientes. No perdemos nada.

– Quizá nos ha abandonado la suerte.

– Alfred, en mis buenos tiempos conocí a montones de agentes con suerte.

– ¿Sí, Harry?

– Pero jamás conocí a un solo agente holgazán que tuviera suerte.

– ¿A dónde quieres ir a parar.

– Traeré los expedientes y prepararé té.

Sean Dogherty se deslizó por la puerta trasera de la casita y caminó por la senda en dirección al establo. Vestía un grueso jersey y un impermeable y llevaba un farol de petróleo. Las últimas nubes habían desaparecido de las alturas. El cielo era un manto de color azul oscuro, cuajado de estrellas y presidido por la luna. El aire era glacialmente cortante.

Baló una oveja cuando Dogherty abrió la puerta y entró en el granero. El animal se había enredado en una cerca aquel día. Al forcejear en su intento de liberarse no sólo se desgarró una pata, sino que ademas hizo un boquete en la cerca. Ahora yacía en un rincón del granero, tendida sobre un montón de heno.

Dogherty encendió la radio y empezó a cambiar la venda, mientras tarareaba quedamente para calmar los nervios. Retiró la gasa ensangrentada, la cambió por otra limpia y la fijó en su sitio asegurándola con esparadrapo.

Admiraba su obra cuando la radio empezó a crepitar. Dogherty cruzó en dos zancadas el granero y se puso los auriculares. El mensaje fue breve. Dogherty remitió la señal de acuse de recibo y salió disparado del granero.

El trayecto hasta la playa lo cubrió en menos de tres minutos.

Dogherty desmontó al final de la carretera y empujó la bicicleta entre los árboles. Subió por las dunas, descendió por el otro lado y corrió a través de la playa. Los montones de leña estaban intactos, listos para convertirse en señales. Dogherty oyó a lo lejos el sordo zumbido de un avión.

Pensó: «Buen Señor, ya viene».

Encendió las fogatas de señal. En cuestión de segundos la playa estaba inundada de ardiente claridad.

Agachado entre la hierba de las dunas, Dogherty aguardaba la aparición del aparato. Éste descendió sobre la playa y unos segundos después un puntito negro saltaba desde la cola del avión. El paracaídas se abrió, al tiempo que el avión se ladeaba para dar media vuelta y dirigirse mar adentro.

Dogherty se levantó de entre la hierba y corrió por la playa. El alemán efectuó un aterrizaje perfecto, rodó sobre sí mismo y ya había recogido su negro paracaídas cuando Dogherty llegó ante él.

– Debes de ser Sean Dogherty -dijo en correcto inglés de escuela privada.

– Exacto -replicó Sean, sorprendido-. Y tú debes de ser el espía alemán.

El hombre frunció el ceño.

– Algo así. Escucha, viejo compañero, puedo manejar esto yo solito. ¿Por qué no apagas esos malditos fuegos antes de que todo bicho viviente se entere de que estamos aquí?