El centinela miró la identificación y agitó el brazo, indicándole que podía entrar. Vicary bajó la escalera y cruzó el pequeño vestíbulo. No dejaba de ser una ironía que Neville Chamberlain hubiese ordenado que se iniciase la construcción de las Salas de Guerra del Subsuelo el día que regresó de Munich y declaró la «paz en nuestro tiempo». A Vicary siempre le parecería aquel lugar un monumento subterráneo dedicado al fracaso de la pacificación. Protegidos por un escudo de metro veinte de hormigón reforzado con raíles del tranvía de Londres, el laberinto de aquellos sótanos estaba considerado absolutamente a prueba de bombas. Junto con el puesto de mando personal de Churchill se albergaban allí los elementos más vitales y secretos del gobierno británico.

Vicary avanzó pasillo adelante, llenos los oídos del tableteo de las máquinas de escribir y el repiqueteo de una docena de teléfonos a cuyos timbrazos nadie respondía. El bajo techo estaba reforzado con maderas de uno de los buques de guerra de Nelson. Un letrero advertía: cuidado con la cabeza. Vicary apenas medía metro sesenta y ocho de estatura, y pasaba por debajo sin tener que agacharse. Las paredes, que en otro tiempo tuvieron un tono crema de Devonshire, habían perdido color como un periódico antiguo, hasta adoptar un matiz beige apagado. Un linóleo pardo bastante feo cubría el suelo. Por encima de su cabeza, en el conjunto de tuberías de desagüe, Vicary oyó el discurrir de las aguas fecales de las Nuevas Oficinas Públicas. A pesar del sistema especial de ventilación que filtraba el aire, la atmósfera no dejaba de oler a suciedad corporal y a humo rancio de cigarrillos. Vicary se acercó a una puerta en la que montaba guardia, en posición de descanso, otro centinela de la Armada Real. Al pasar Vicary, el guardia se puso firmes y el felpudo de caucho especial amortiguó el chasquido de su taconazo.

Vicary miró los rostros de aquel Estado Mayor cuyos miembros trabajaban, vivían, comían y dormían allí abajo, en la fortaleza subterránea del primer ministro. La palabra pálido no hacía justicia al estado de su epidermis; eran como trogloditas de cera pastosa que correteasen por su madriguera del subsuelo. De pronto, a Vicary no le pareció tan malo, después de todo, su cuchitril sin ventanas de la calle St. James. Por lo menos estaba en la superficie. Por lo menos se encontraba bastante cerca del aire fresco.

El alojamiento privado de Churchill estaba en el cuarto 65 A, contiguo a la sala de mapas y frente a la Sala del Teléfono Transatlántico. Un ayudante franqueó inmediatamente el paso a Vicary, que se ganó las gélidas miradas de una partida de burócratas que parecían estar allí esperando desde la última guerra. La habitación de Churchill era un minúsculo espacio ocupado en su mayor parte por una cama pequeña cubierta con mantas grises del ejército. A los pies del lecho había una mesa con una botella y dos vasos. La BBC había instalado un micrófono de línea abierta para que Churchill pudiera transmitir sus emisiones desde la seguridad de su fortaleza subterránea. Vicary observó el en aquel momento apagado luminoso que rezaba «Silencio. En Antena (al aire)». La estancia contenía un objeto que pudiera considerarse lujoso, el humidificador para los cigarros Romeo y Julieta del primer ministro.

Cubierto por una bata de seda verde y con el primer cigarro del día entre los dedos, Churchill estaba sentado a su pequeño escritorio. Continuó allí al entrar Vicary, que fue a sentarse en el borde de la cama y miró a la figura que tenía ante sí. Churchill no era el mismo hombre que Vicary había visto aquella tarde de mayo de 1940. Ni tampoco era la desenvuelta y desenfadada figura que aparecía en los noticiarios y en las películas de propaganda. Saltaba a la vista que era una persona que había trabajado más de la cuenta y dormido demasiado poco. Unos días antes había regresado de África del Norte, donde convaleció después de sufrir un leve ataque cardiaco y contraer una pulmonía. Un círculo rojizo rodeaba sus ojos y sus mejillas aparecían hinchadas y pálidas. Se las arregló para dedicar una débil sonrisa a su viejo amigo.

– Hola, Alfred, ¿qué tal le ha ido? -saludó Churchill cuando el ordenanza de la Armada Real cerró la puerta.

– Estupendamente, pero soy yo el que debería preguntarle eso. El que las ha pasado moradas fue usted.

– Nunca mejor dicho -repuso Churchill-. Póngame al día.

– Interceptamos dos mensajes de Hamburgo destinados a agentes alemanes que operan en suelo británico. -Vicary se los tendió-. Como sabe, actuamos sobre el supuesto de que habíamos arrestado, ahorcado o convertido en agente doble a todo espía alemán que actuase en Gran Bretaña. Evidentemente esto es un golpe muy duro. Si los agentes transmiten una información que contradiga el material que enviamos a través del contraespionaje, los alemanes lo sospecharán todo. Por otra parte, creemos también que proyectan introducir en el país un nuevo agente.

– ¿Qué están haciendo para detenerlos?

Vicary hizo un resumen de las medidas adoptadas hasta aquel momento.

– Pero, por desgracia, primer ministro, las probabilidades de capturar al agente ipso facto no son muchas. En el pasado, en el verano de 1940, por ejemplo, cuando enviaron espías con vistas a la invasión, nos fue posible detener a los que llegaban porque los alemanes solían informar a los viejos agentes que ya tenían en suelo británico, señalándole con precisión el momento, lugar y modo en que iban a llegar los nuevos espías.

– Y los antiguos espías trabajaban para nosotros como agentes dobles.

– O estaban encerrados en una cárcel, sí. Pero en este caso, el mensaje dirigido al agente establecido aquí era muy ambiguo, sólo una frase en clave: ejecuta procedimientos de recepción uno.

Asumimos que esa frase dice al agente todo lo que necesita saber. Desgraciadamente, a nosotros no nos dice nada. Sólo podemos hacer suposiciones acerca del modo en que proyectan introducirlo en el país. Y a menos que la suerte se alíe con nosotros, las probabilidades de capturarlo son mínimas, en el mejor de los casos, o sea, en el caso de tener alguna.

– ¡Maldita sea! -exclamó Churchill, al tiempo que su mano descendía hasta el brazo del sillón.

Se puso en pie y sirvió coñac para los dos. Contempló su vaso y murmuró algo para sí, como si se hubiera olvidado de la presencia de Vicary.

– ¿Recuerda la tarde de 1940 en que le pedí que entrara a colaborar con el MI-5?

_Claro, primer ministro.

– Tenía razón, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– Se lo ha pasado en grande, ¿a que sí? Mírese, Alfred, es un hombre completamente distinto. Cielo santo, me gustaría tener un aspecto tan formidable como el suyo.

– Gracias, primer ministro.

– Ha hecho un trabajo fabuloso. Pero no servirá de nada si esos espías alemanes encuentran lo que andan buscando. ¿Entiende?

Vicary exhaló un prolongado suspiro,

– Me hago cargo de lo que está en juego, primer ministro.

– Quiero que les pare los pies, Alfred. Quiero que los aplaste.

Vicary parpadeó con rapidez e, inconscientemente, se llevó las manos al bolsillo de la pechera en busca de sus gafas de lectura de cristales de media luna. El cigarro de Churchill se le había apagado en la mano. Lo volvió a encender y se concedió un momento para disfrutar tranquilamente del tabaco.

– ¿Cómo está Boothby? -preguntó Churchill por último.

Vicary suspiró.

– Como siempre, primer ministro.

– ¿Le respalda a usted?

– Quiere que le informen de todo lo que hago. Estar al corriente.

– Por escrito, supongo. A Boothby le vuelve loco eso de tener todas las cosas por escrito. La oficina de ese hombre emplea más condenado papel que The Times.

Vicary se permitió una suave risita entre dientes.

– No se lo dije nunca, Alfred, pero albergaba serias dudas de que pudiera tener éxito. De que realmente se las arreglase bien operando en el mundo del espionaje militar. Ah, jamás dudé de que tuviera cerebro, inteligencia. Pero no acababa de convencerme de que poseyese la clase de astucia taimada que se precisa para ser un buen agente del servicio de inteligencia. Y también dudaba de que fuese lo bastante duro.

Las palabras de Churchill dejaron a Vicary de piedra.

– Y ahora, ¿por qué me mira así? Es uno de los hombres más decentes que he conocido. Por regla general, los hombres que triunfan en la actividad a la que se dedica usted en estos momentos son individuos como Boothby. Arrestaría a su propia madre si creyera que eso iba a significar un ascenso en su carrera. O asestaría una puñalada por la espalda a un enemigo.

– Pero yo he cambiado, primer ministro. He hecho cosas que ni por lo más remoto me creía capaz de hacer. Y también he hecho cosas de las que estoy avergonzado.

– ¿Avergonzado? -Churchill parecía perplejo.

– Cuando uno trabaja de deshollinador de chimeneas, uno se mancha de negro los dedos -dijo Vicary-. Sir James Harris escribió esas palabras cuando ejercía el cargo de ministro en La Haya en 1785. Detestaba que le pidieran que pagara sobornos a espías y confidentes. A veces, me gustaría que eso fuera tan sencillo.

Vicary recordaba una noche de septiembre de 1940. Su equipo y él permanecían escondidos entre los brezos de la cumbre de un acantilado que dominaba una playa rocosa de Cornualles. Se protegían de la helada lluvia bajo una lona negra impermeabilizada. Vicary sabía que el alemán iba a llegar aquella noche; la Abwehr había pedido a Karl Becker que organizase una partida de recepción. Vicary recordaba que el alemán apenas era un muchacho y que cuando alcanzó la playa en la balsa neumática se encontraba medio muerto de frío. Cayó en los brazos de los hombres de la Sección Especial y no pudo hacer más que balbucear incoherencias en alemán, feliz por el simple hecho de estar vivo. Su documentación era de pena, los billetes de sus doscientas libras estaban falsificados burdamente, su inglés se limitaba a unas cuantas frases vulgares de cortesía más o menos bien ensayadas. Era tan malo que Vicary no tuvo más remedio que efectuar el interrogatorio en alemán. A aquel espía le asignaron la misión de reunir informes sobre las defensas costeras y, cuando se produjese la invasión, realizar acciones de sabotaje. Vicary llegó a la conclusión de que era un elemento inútil. Se preguntó cuántos como él tendría Canaris: mal adiestrados, peor equipados y financiados, virtualmente sin la menor posibilidad de éxito. El mantenimiento de la compleja campaña de engaño del MI-5 requería la ejecución de algún que otro espía, de forma que Vicary recomendó que lo ahorcasen. Asistió a la mañana siguiente a dicha ejecución, en la cárcel de Wandsworth, y jamás olvidaría la expresión de los ojos del espía cuando el verdugo le pasó la capucha por la cabeza.