Dieppe les enseñó aquella lección, Dieppe y los desembarcos anfibios en el Mediterráneo. En Dieppe, punto de la desastrosa incursión aliada en Francia en agosto de 1942, los alemanes negaron a los aliados el uso de un puerto durante el mayor espacio de tiempo posible. Antes de abandonarlos destruyeron todos los puertos mediterráneos, inutilizándolos para largos períodos. Los planificadores de la invasión determinaron que era inútil pretender conquistar intacto un solo puerto. Decidieron que hombres y suministros tenían que desembarcar del mismo modo, en las playas de Normandía.

El problema era el estado del tiempo. Los estudios de las condiciones meteorológicas a lo largo de la costa francesa indicaron que allí sólo podía esperarse buen tiempo durante un máximo de cuatro días consecutivos. En consecuencia, los proyectistas de la invasión tuvieron que asumir que los suministros debían trasladarse a tierra firme durante una tormenta.

En julio de 1943, el primer ministro Winston Churchill y una delegación de trescientos oficiales zarpó rumbo al Canadá a bordo del Queen Mary. Churchill y Roosevelt iban a reunirse en Quebec en agosto, al objeto de aprobar los planes de la invasión de Normandía. Durante la travesía, el profesor J. D. Bernal, un físico distinguido, llevó a cabo una espectacular demostración en uno de los lujosos cuartos de baño del buque. Llenó parcialmente la bañera con unos cuantos centímetros de agua: el extremo más superficial representaba las playas de Normandía, la parte más honda era la Bahía del Sena: Bernal posó en la bañera veinte barcos de papel y empleó un cepillo para simular las condiciones de una tormenta. Los barquitos se fueron a pique inmediatamente. Bernal infló entonces un chaleco salvavidas y lo atravesó en la bañera como un rompeolas. Recurrió de nuevo al cepillo para originar una tormenta, pero en esa ocasión los barcos se mantuvieron a flote. Bernal explicó que en Normandía iba a ocurrir lo mismo. Una tormenta crearía caos; se necesitaba un puerto artificial.

En Quebec, británicos y norteamericanos acordaron construir dos puertos artificiales para la invasión de Normandía, cada uno de ellos con la misma capacidad del gran puerto de Dover. Construir el de Dover llevó siete años; los puertos británico-norteamericanos estuvieron listos en aproximadamente ocho meses. Fue una tarea de proporciones inimaginables. Cada Mulberry costó noventa y seis millones de dólares. La economía británica, maltrecha tras cuatro años de guerra, tendría que aportar cuatro millones de toneladas de acero y cemento. Se iban a necesitar centenares de ingenieros de primera clase, así como decenas de miles de cualificados trabajadores del ramo de la construcción. Para trasladar los Mulberries desde Inglaterra hasta Francia el Día D, se precisarían todos los remolcadores disponibles en Gran Bretaña y en la costa oriental de Estados Unidos. La única misión equivalente a la tarea de construir los Mulberries sería mantenerlos en secreto. Que se cumplió lo demostraba el hecho de que Arthur Barnes y su perra Fionna estuvieran aún de pie en el puerto cuando el buque de cabotaje en el que iba el equipo de ingenieros británicos y estadounidenses de Mulberry enfiló la proa hacia el muelle. Los hombres desembarcaron y se encaminaron a un autobús que los esperaba. Uno de ellos se separó del resto para dirigirse a un automóvil del Estado Mayor que aguardaba para llevarlo de vuelta a Londres. El conductor se apeó, abrió con gran ceremonia la portezuela posterior y el comandante Peter Jordan subió al vehículo.

Nueva York, octubre de 1943

Fueron a buscarle un viernes. Siempre los recordaría como Laurel y Hardy: el corpulento y rechoncho estadounidense que olía a loción para después del afeitado barata y a almuerzo a base de salchichas y cerveza; el delgado y flemático inglés que estrechó a Jordan la mano como si pretendiera echarle un pulso. En realidad, se llamaban Leamann y Broome, o al menos eso era lo que decían las tarjetas de identificación que agitaron al pasar junto a él. Leamann afirmó que pertenecía al Departamento de Guerra; Broome, el inglés anguloso, murmuró algo acerca de estar adjunto a la oficina de Guerra. Ninguno de ellos vestía uniforme. Leamann llevaba un raído traje marrón que se tensaba a través del obeso estómago y trepaba por la entrepierna. Broome lucía un elegante y bien cortado terno gris marengo, acaso un poco grueso para el otoño estadounidense.

Jordan los recibió en su magnífico despacho de Manhattan. Leamann contuvo unos cuantos pequeños eructos mientras admiraba la espectacular vista sobre los puentes del East River: el de Brooklyn, el de Manhattan, el Williamsburg. Broome, que casi no manifestaba el menor interés por las cosas realizadas por la mano del hombre, comentó la meteorología: un perfecto día de otoño, un cristalino cielo azul, un sol luminoso y anaranjado. Una tarde para hacerle a uno creer que Manhattan era el lugar más fastuoso de la Tierra. Se trasladaron a la ventana del sur y charlaron mientras contemplaban el movimiento de los buques de carga que entraban y salían del puerto de Nueva York.

– Háblenos del trabajo que está usted haciendo ahora, señor Jordan -dijo Leamann, en cuya voz se apreciaba un ligero acento del sur de Boston.

Era un tema lacerante. Jordan continuaba siendo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, empresa que aún era la firma constructora de puentes más importante de la costa Este. Pero el sueño de Jordan de fundar su propia firma de ingeniería había fenecido con la guerra, tal como se temió. Leamann parecía haberse aprendido de memoria el currículo que debía exponer y lo recitó como si a Jordan lo hubiesen propuesto para un premio.

– Primero de su curso en el Instituto Politécnico Rensselaer. Ingeniero del año 1938. La revista Scientific American asegura que es usted el más importante desde el individuo que inventó la rueda. Es usted algo fantástico, señor Jordan.

Impecablemente enmarcada en negro colgaba en la pared una ampliación del artículo de la Scientific American. En la fotografía que habían tomado de él parecía otro hombre. Ahora estaba más delgado -un poco más guapo- y aunque aún no había cumplido los cuarenta sus sienes estaban salpicadas de canas.

Broome, el espigado inglés, se dedicó a recorrer el despacho y a examinar las fotografías y las maquetas de los puentes que la empresa había proyectado y construido.

– Tienen trabajando aquí a muchos alemanes -le comentó a Jordan como si le estuviera comunicando un boletín de noticias.

Era cierto, contaban con alemanes en el cuadro de ingenieros y en el personal administrativo. La propia secretaria de Jordan era una mujer llamada señorita Hofer cuya familia emigró a Estados Unidos, procedente de Stuttgart, cuando ella era una adolescente. Aún hablaba inglés con acento alemán. En aquel momento, como si pretendieran confirmar las palabras de Broome, dos muchachos encargados del correo pasaron por delante de la puerta de Jordan hablando en cerrado alemán de Berlín.

– ¿Qué clase de verificaciones de seguridad han efectuado respecto a ellos? -fue Leamann quien volvió a hacer uso de la palabra.

Jordan adivinó que era alguna especie de policía, o al menos lo había sido en otra vida. Lo llevaba escrito en el mal aspecto de su traje raído y en la expresión tenazmente decidida de su rostro. Para Leamann, el mundo estaba lleno de gente mala y él era lo único que se intérponía entre el orden y la anarquía.

– No llevamos a cabo ninguna comprobación de seguridad respecto a ellos. Aquí construimos puentes, no fabricamos bombas.

– ¿Cómo saben que no simpatizan con el otro bando?

– Leamann. ¿No es un apellido alemán?

El carilleno semblante de Leamann se contrajo en un fruncimiento de cejas.

– Irlandés, en realidad.

Broome interrumpió su inspección de las maquetas de puentes para terciar con una risita entre dientes.

– ¿Conoce a un hombre llamado Walker Hardegen? -preguntó luego.

Jordan tuvo la incómoda sensación de que le habían sometido a una investigación previa.

– Creo que ya conoce la respuesta a esa pregunta. Y sí, su familia es alemana. Habla el idioma y conoce el país. Ha sido de un valor incalculable para mi padre político.

– ¿Se refiere a su anterior padre político? -inquirió Broome.

– Hemos permanecido muy unidos desde la muerte de Margaret.

Broome se inclinó sobre otra maqueta.

– ¿Esto es un puente colgante?

– No, es el diseño de un puente voladizo. ¿No es usted ingeniero?

Broome levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta le resultase un sí es no es insultante.

– No, claro que no.

Jordan se sentó tras su mesa.

– Está bien, caballeros. Supongo que me explicarán a qué viene todo esto.

– Está relacionado con la invasión de Europa -dijo Broome-. Necesitamos su ayuda.

Jordan sonrió.

– ¿Quieren que construya un puente entre Inglaterra y Francia?

– Algo así -repuso Leamann.

Broome encendió un cigarrillo. Exhaló una elegante bocanada de humo hacia el río.

– En realidad, señor Jordan, en absoluto se trata de algo así.

12

Londres

Los cielos soltaron su aguacero en el preciso instante en que Alfred Vicary cruzaba a toda prisa la plaza del Parlamento, rumbo a las Salas de Guerra del Subsuelo, el cuartel general subterráneo de Winston Churchill, bajo el pavimento de Westminster. El primer ministro había telefoneado personalmente a Vicary para pedirle que fuera a verle de inmediato. Vicary se había puesto su uniforme en un santiamén y, raudo, salió disparado de la sede del MI-5, sin entretenerse en coger un paraguas. Ahora, su única protección frente al asalto de aquel frío diluvio era apretar el paso y utilizar como escudo sobre la cabeza el puñado de expedientes que llevaba. Pasó a la carrera por las estatuas contemplativas de Lincoln y Beaconsfield y a continuación, como una sopa, se presentó al centinela de la Armada Real que montaba guardia en la puerta protegida por sacos terreros del número 2 de la calle Great George.

Reinaba el pánico en el MI-5. La noche anterior, un correo en motocicleta había llevado desde Bletchley Park un par de mensajes de la Abwehr, previamente descodificados. Confirmaban los peores recelos de Vicary: al menos dos agentes operaban dentro de Gran Bretaña sin conocimiento del MI-5 y, al parecer, los alemanes proyectaban enviar otro más. Era una catástrofe. Después de leer los mensajes, con el ánimo por los suelos, Vicary había telefoneado a sir Basil a su casa para darle la noticia. Sir Basil se puso en contacto con el director general y otros altos funcionarios relacionados con Doble Cruz. A medianoche, en la quinta planta, las luces seguían encendidas. Vicary se encargaba entonces de uno de los casos más importantes de la guerra. Había dormido menos de una hora. Le dolía la cabeza, le ardían los ojos, sus pensamientos iban y venían en relampagueos caóticos, turbulentos.