– Tiene células grises, de eso no cabe duda -dijo Vicary-. Mira esto, doctor en Derecho por la Universidad de Leipzig, estudió con Heller y Rosenberg. A mí no me suena a nazi típico. Los nazis pervirtieron las leyes de Alemania. Alguien con una educación como esa, no podría sentir demasiado entusiasmo respecto a ellos. Luego, en 1935, decide súbitamente abandonar la abogacía y entra a trabajar para Canaris, como abogado personal suyo, ¿una especie de consejero interno para la Abwebr? No lo creo. Pienso que es un espía y todo eso de consejero legal de Canaris no es más que otra tapadera.

Vicary estaba hojeando de nuevo el expediente.

– ¿Tienes alguna teoría? -preguntó Harry.

– A decir verdad, tres teorías.

– Oigámoslas.

– Número uno: Canaris ha perdido la fe en las redes británicas y ha encargado a Vogel una investigación. Un hombre con el historial y la formación de Vogel es el elemento ideal para pasar por el tamiz todos los archivos y todos los informes de los agentes, en busca de anomalías y fallos. Hemos de andarnos con cien ojos, Harry, pero el mantenimiento de Doble Cruz es una tarea enormemente compleja. Apuesto a que hemos cometido un par de errores por el camino. Y si la persona adecuada estuviera buscándolos -un sujeto inteligente como Kurt Vogel, por ejemplo- podría localizarlos.

– ¿Teoría número dos?

– Teoría número dos: Canaris ha encomendado a Vogel la creación de una nueva red. En este asunto, es muy tarde para hacer algo como eso. A los agentes habría que descubrirlos, reclutarlos, formarlos e insertarlos en el país. Una cosa así, si ha de hacerse bien, normalmente requiere varios meses. Dudo de que se hayan embarcado en tal montaje, pero tampoco se puede descartar por completo.

– ¿Teoría número tres?

– La teoría número tres consiste en que Kurt Vogel es el controlador de una red cuya existencia ignoramos.

– ¿Una red completa de agentes que no hemos descubierto? ¿Eso es posible?

– Hemos de darlo por supuesto.

– Entonces, todos nuestros agentes dobles estarían en peligro.

– Es un castillo de naipes, Harry. No tienen más que coger a un buen agente y todo se viene abajo estrepitosamente.

Vicary encendió un cigarrillo. El tabaco se llevó de su paladar el mal gusto que le había dejado el caldo.

– Canaris debe estar sometido a una presión enorme, Sin duda hubiera deseado que esta operación la llevase el mejor.

– Lo que significa que Kurt Vogel es un hombre que opera en una olla a presión.

– Exacto.

– Lo que haría de él un tipo peligroso.

– Y también podría hacerle negligente. Está obligado a efectuar un movimiento. Tiene que utilizar su aparato de radio o enviar un agente al interior del país. Y cuando lo haga, estaremos encima de él.

Permanecieron sentados en silencio unos instantes. Vicary fumando, Harry hojeando el expediente de Vogel. Después, Vicary contó a Harry lo sucedido en el Registro.

– Montones de archivos se pierden de vez en cuando, Alfred.

– Sí, pero ¿por qué este expediente? Y lo que es más importante, ¿por qué ahora?

Buenas preguntas, pero sospecho que las respuestas son muy sencillas. Cuando estás en el centro de una investigación, lo mejor es tenerla continuamente enfocada, no desviarse.

– Ya lo sé, Harry -dijo Vicary, fruncido el entrecejo-. Pero esto me conduce a la distracción.

– Conozco a un par de Reinas del Registro -declaró Harry. Vicary levantó la vista.

– De eso estoy seguro.

– Husmearé por allí, formularé unas cuantas preguntas.

– Hazlo sosegadamente.

– No hay otro modo de hacerlo, Alfred.

– Jago miente, está ocultando algo.

– ¿Por qué iba a mentir?

– No lo sé -Vicary aplastó el cigarrillo-, pero me pagan por pensar mal.

10

Bletchley Park (Inglaterra)

Ostentaba el título oficial de Escuela Gubernamental de Claves y Códigos, Sin embargo, de escuela no tenía absolutamente nada. Todo su aspecto indicaba que sí podía ser alguna especie de escuela -se trataba de una enorme y fea mansión victoriana circundada por una verja alta-, pero la mayoría de los habitantes de aquella ciudad ferroviaria de estrechas calles llamada Bletchley daban por sentado que allí dentro se desarrollaba algo portentoso. Cubrían los amplios espacios cubiertos de césped docenas de barracones provisionales. El resto del terreno estaba tan pisoteado que no era más que una serie de senderos de barro gélido. Abandonados e invadidos por la maleza, los jardines eran como pequeñas selvas. La plantilla la formaban una singular colección de personajes: los más brillantes matemáticos del país, campeones de ajedrez, magos de los crucigramas, todos concentrados allí con un solo objetivo, descifrar las claves alemanas.

Incluso en el notoriamente excéntrico mundo de Bletchley Park se consideraba a Denholm Saunders un bicho raro. Antes de la guerra había sido en Cambridge un matemático de primera. Ahora figuraba entre los mejores criptoanalistas del mundo. También vivía en un caserío de los aledaños de Bletchley, con su madre, sus gatos siameses, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Entrada la tarde, Saunders estaba sentado ante la mesa escritorio, trabajando en un par de mensajes que la Abwehr había enviado a los agentes alemanes establecidos en Gran Bretaña. El Servicio de Seguridad Radiotelegráfica los interceptó, los consideró sospechosos y los remitió a Bletchley Park para que los descodificaran. Saunders silbaba a todo desafinar mientras su lápiz se deslizaba por el papel del cuaderno de notas, una costumbre que irritaba infinitamente a sus colegas. Trabajaba en la sección de claves manuales del parque. El espacio vital que tenía asignado era reducidísimo y estaba abarrotado, pero resultaba relativamente cálido. Mejor estar allí que en una de las cabañas del exterior, donde los criptoanalistas se esforzaban esclavizados sobre los códigos del ejército y la armada alemanes igual que esquimales en un iglú.

Dos horas después se interrumpieron el rasgueo del lápiz y los desafinados silbidos. Saunders sólo tenía conciencia del ruido de la nieve fundida que gorgoteaba por los canalones del viejo edificio. Aquella tarde, el trabajo había distado mucho de constituir un desafío; habían transmitido las mensajes en dos variantes en un código que el propio Saunders ya había desentrañado en 1940.

– Santo Dios, estos alemanes empiezan a ser un poco aburridos, ¿no? -comentó Saunders sin dirigirse a nadie en particular.

Su superior era un escocés llamado Richardson. Saunders llamó a la puerta, entró y dejó encima de la mesa los dos mensajes descifrados. Richardson los leyó y enarcó las cejas. Un agente del MI-5 llamado Alfred Vicary había enarbolado el día anterior una bandera roja alertando sobre aquella clase de asunto.

Richardson pidió un correo motorizado.

– Hay otra cosa -dijo Saunders.

– ¿De qué se trata?

– El primer mensaje… El agente parecía tener dificultades con el morse. Lo cierto es que pidió al operador que lo enviase dos veces. Son bastante quisquillosos con esa clase de cosas. Podría carecer de importancia. Tal vez se produjo alguna interferencia. Pero puede que no sea mala idea llamar la atención a los muchachos del MI-5 sobre ese detalle.

Richardson pensó: «No es mala idea, desde luego».

Una vez se hubo retirado Saunders, Richardson escribió a máquina una nota en la que describió el modo en que el agente parecía haber bregado laboriosamente con el morse. Cinco minutos después, los mensajes descodificados y la nota mecanografiada emprendían dentro de una bolsa de cuero un viaje de sesenta y ocho kilómetros camino de Londres.

11

Selsey (Inglaterra)

– Era la cosa más extraña que he visto en la vida -le refería Arthur Barnes a su esposa mientras desayunaban.

Como todas las mañanas, Barnes había sacado a pasear por el muelle a Fionna, su querida perra galesa. Una pequeña parte del espacio portuario aún seguía abierto al público, pero el resto había sido clausurado y declarado zona militar restringida. Nadie hablaba de ello. Pero todo el mundo se preguntaba qué estaría haciendo allí el ejército. Tardaba en amanecer aquella mañana, una masa de nubarrones plomizos ocultaban el cielo y llovía de manera intermitente. Sin la correa que la sujetase, Fionna correteaba a sus anchas yendo de un lado a otro por los embarcaderos.

Fionna fue la primera en localizar aquello, después lo hizo Barnes.

– Un condenadamente gigantesco monstruo de hormigón, Mabel. Era como un bloque de pisos caído de lado.

Dos remolcadores lo sacaban al mar. Barnes llevaba unos prismáticos de campaña bajo el abrigo. Un amigo suyo avistó una vez la torre de mando de un submarino alemán y Barnes se moría por echarle también la vista encima a alguno. Sacó los prismáticos y se los llevó a los ojos. El monstruo de cemento estaba ligado a una embarcación cuya proa, ancha y plana; se abría paso a través de una mar bastante picada. Barnes escudriñó su lado del puerto-. «Ya sabes, desde estribor no se puede distinguir bien el puerto» -y localizó un pequeño buque sobre cuya cubierta había un puñado de militares.

– No podía creerlo, Mabel -explicó, al tiempo que daba cuenta del resto de su tostada-. Aplaudían y lanzaban gritos jubilosos, se abrazaban y se palmeaban la espalda. -Sacudió la cabeza-. Imagínate. Hitler tiene al mundo cogido por los pelos cortados al uno y nuestros muchachos se entusiasman porque son capaces de hacer flotar un gigantesco trozo de hormigón.

La gigantesca estructura de hormigón flotante que Arthur Barnes había divisado aquella deprimente mañana de enero respondía al nombre en clave de Phoenix. Tenía sesenta metros de longitud y quince de anchura y desplazaba más de seis mil toneladas de agua. Su interior -invisible desde el punto del puerto en que observaba Barnes- era un laberinto de cámaras huecas y válvulas de escotilla, porque el Phoenix no estaba diseñado para permanecer mucho tiempo en la superficie. Lo habían creado para remolcarlo a través del canal de la Mancha y que luego se hundiera en la costa de Normandía. Los Phoenix sólo eran una pieza del formidable proyecto aliado consistente en construir un puerto artificial en Inglaterra y remolcarlo hasta Francia el Día D. El nombre global en clave de dicho proyecto era Operación Mulberry.