La mujer pensó: «Una noche espantosa para estar fuera, Sean Dogherty».

Sostuvo el desportillado tazón de porcelana en el hueco de ambas manos y dejó que el vapor que despedía el té le calentase la cara. Sabía lo que Sean estaba haciendo en el establo: comunicarse por radio con los alemanes.

A Mary no le quedaba más remedio que reconocer que espiar para los nazis había rejuvenecido a Sean. En la primavera de 1940 llevó a cabo reconocimientos de amplios sectores de la región rural de Norfolk. Asombrada, Mary vio cómo parecía animarse y cobrar vida a causa de las misiones: recorría en bicicleta diariamente kilómetros y kilómetros, buscaba señales de actividad militar, tomaba fotografías de las defensas costeras. Pasaba la información a un contacto de la Abwehr en Londres, que a su vez la enviaba a Berlín. Sean creía que aquello era muy peligroso y disfrutaba de cada segundo de ello.

Mary lo odiaba. Temía que pudieran atrapar a Sean. Todo el mundo andaba a la búsqueda de espías; era una obsesión nacional. Un desliz, un error y arrestarían a Sean. La Ley de Traición de 1940 preceptuaba una sola sentencia para el espía: la ejecución. Mary había leído en la prensa cosas acerca de los espías -los ahorcamientos que tuvieron lugar en Wandsworth y Pentonville- y cada una de esas noticias lanzaba una corriente de hielo a lo largo de sus venas. Un día, le aterraba pensarlo, iba a leer la ejecución de Sean.

La lluvia aún acrecentaba su furia y el viento sacudía con tal violencia la parte lateral de la casita que Mary temió que la derribase. Pensó en lo que sería vivir sola en una granja vieja y en ruinas; una existencia miserable. Se estremeció, se apartó de la ventana y se acercó a la lumbre.

Quizá todo hubiera sido distinto de haber podido darle hijos a Sean. Expulsó de su cabeza la idea; ya se había amargado la vida innecesariamente demasiado tiempo. Era inútil desenterrar cuestiones acerca de las cuales no podía hacerse nada. Sean era como era y nada de lo que ella pudiera hacer iba a cambiarle.

«Sean -pensó Mary-, ¿qué diablos ha sido de ti?»

Los fuertes golpes que bruscamente sacudieron la puerta asustaron a Mary, provocando el que se derramara un poco de té sobre el delantal. Dejó el tazón en la ventana y corrió hacia la puerta, dispuesta a pegarle un grito a Sean por haber salido de casa sin llevar llave. Pero al abrir la puerta se encontró con la figura de Jenny Colville, una muchacha que vivía en la otra parte del pueblo. Estaba de pie bajo la lluvia, con un reluciente impermeable sobre los huesudos hombros. Iba sin sombrero y el pelo, largo hasta llegarle a los hombros, se aplastaba contra la cabeza y enmarcaba un rostro que puede que algún día hubiera sido muy bonito, pero que en aquel momento tenía un aspecto horrible.

Mary comprendió que la chica había estado llorando.

– ¿Qué ha ocurrido, Jenny? ¿Te ha vuelto a pegar tu padre? ¿Ha estado bebiendo?

Jenny asintió con la cabeza y estalló en lágrimas.

– Entra, anda, no sigas bajo ese aguacero -dijo Mary-. Te morirás de frío andando por ahí en una noche como esta.

Mientras Jenny entraba, Mary echó un vistazo hacia la parte delantera del huerto, buscando la bicicleta de la joven. No estaba allí; Jenny había ido andando desde la casa de Colville, más de kilómetro y medio.

Mary cerró la puerta.

– Quítate esas ropas. Están empapadas. Te traeré una bata para que te la pongas mientras se secan.

Mary subió al dormitorio. Jenny hizo lo que le había dicho. Agotada, se desprendió del impermeable y lo dejó caer de los hombros al suelo. Después se quitó el grueso jersey de lana y lo soltó también sobre el piso, junto al impermeable.

– Líbrate de esa ropa húmeda que aún llevas puesta, jovencita -indicó Mary, con cierto tono de enojo burlón en la voz. -¿Pero y si me ve Sean?

– Una de sus benditas cercas se ha roto y Sean ha salido a repararla -mintió Mary.

– ¿Con este tiempo? -Jenny dejó que su fuerte acento de Norfolk matizara su tono y, con ello, recobró parte de su acostumbrado buen humor. A Mary le maravilló su capacidad de recuperación-. ¿Está zumbado, Mary?

– Siempre he sabido que eres una moza muy perspicaz. Anda, venga, quítate ya el resto de esas prendas empapadas.

Jenny se despojó de los pantalones y de la camiseta. Su tendencia a vestirse como un chico era incluso superior a la de las otras muchachas del campo. Su piel tenía la blancura de la leche y, en aquel momento, la carne de gallina. Tendría suerte si no pescaba un resfriado de cuidado. Mary la ayudó a ponerse la bata y la envolvió en ella, apretándosela contra el cuerpo.

– Bueno, ¿no está mejor así?

– Sí, gracias, Mary. -Jenny volvió a echarse a llorar-. No sé qué haría sin ti.

Mary atrajo a Jenny hacia sí.

– Nunca estarás sin mí, Jenny. Te lo prometo.

Jenny se acomodó en una vieja silla, cerca del fuego, y se cubrió con una manta mohosa. Puso los pies debajo el cuerpo y, al cabo de un momento dejó de tiritar y se sintió caliente y segura. Ante el hornillo, Mary canturreaba suavemente para sí.

Instantes después, el guiso rompió a hervir y llenó la casa de un olor maravilloso. Jenny cerró los párpados y su cansado cerebro fue saltando de una sensación agradable a otra: el cálido olor del estofado de cordero, el calor de la lumbre, la emocionante dulzura de la voz de Mary. El viento y la lluvia azotaban el cristal de la ventana, junto a su cabeza. La tormenta incrementó la felicidad que representaba encontrarse a salvo en una casa pacífica. La muchacha deseó que su vida fuera siempre como en aquel momento.

Instantes después, Mary le llevó una bandeja con un cuenco de estofado, un pedazo de pan y una humeante taza de té.

– Incorpórate, Jenny -dijo, pero no hubo respuesta. Mary dejó la bandeja, arropó a la chica con otro edredón y la dejó dormir.

Mary leía junto al fuego cuando entró Dogherty en la casita. La mujer le observó en silencio mientras él avanzaba por la estancia. El hombre señaló la silla donde Jenny dormía y preguntó:

– ¿Por qué está aquí? ¿Su padre la sacudió otra vez?

– Chisssst -siseó Mary-. Vas a despertarla.

La mujer se levantó y le condujo a la cocina. Le preparó la mesa y Dogherty se sirvió una taza de té y tomó asiento.

– Lo que Martin Colville necesita es una dosis de su propia medicina. Y yo soy precisamente el hombre que va a administrársela.

– Por favor, Sean… Tiene la mitad de tus años y el doble de tu talla.

– ¿Y eso qué se supone que significa?

– Significa que puedes resultar lastimado. Lo último que necesitamos ahora es atraer la atención de la policía por una pelea estúpida. Vamos, cena de una vez y estáte calladito. No despiertes a la chica.

Dogherty obedeció y se dispuso a comer. Tomó una cucharada del guiso y esbozó una mueca.

– ¡Cielos! Esta comida está helada.

– Si hubieses llegado a casa a una hora decente, no lo estaría. ¿Dónde estuviste?

Sin levantar la cabeza del plato, Dogherty disparó a Mary una mirada gélida a través de las pestañas entrecerradas.

– Estaba en el granero -dijo fríamente.

– ¿Con la radio, esperando instrucciones de Berlín? -susurró Mary, sarcástica.

– Luego, mujer -rezongó Sean.

– ¿No comprendes que estás perdiendo el tiempo ahí? Y poniendo en peligro tu cuello y el mío.

– ¡He dicho que luego, mujer!

– ¡Viejo cabrito estúpido!

– ¡Basta ya, Mary!

– Puede que algún día los muchachos de Berlín te encarguen una misión de verdad. Entonces te desembarazarás de todo el odio que llevas dentro y podremos seguir adelante con lo que quede de nuestras vidas. -Mary se puso en pie y le miró, al tiempo que meneaba la cabeza-. Estoy cansada, Sean. Me voy a la cama. Echa un poco de leña al fuego para que Jenny conserve el calor. Y no hagas nada que pueda despertarla. Ésta ha sido una noche de perros para ella.

Mary subió la escalera, entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Cuando hubo desaparecido, Dogherty se acercó al aparador y sacó una botella de Bushmills. El whisky era auténtico oro en aquellas fechas, pero se trataba de una noche especial y Dogherty se sirvió una generosa ración.

– Quizá los muchachos de Berlín hagan justamente eso, Mary Dogherty -dijo, mientras alzaba el vaso en silencioso brindis-. A decir verdad, es posible que ya lo hayan hecho.

9

Londres

Lo cierto era que, para conseguir un trabajo en el servicio de la información militar, durante la Primera Guerra Mundial, Alfred Vicary ya se había implicado en el juego del engaño. Tenía entonces veintiún años y estaba a punto de acabar sus estudios en Cambridge, mientras Inglaterra, convencida de que corría el peligro de irse a pique, necesitaba a cuantos buenos elementos pudiera echar mano. Vicary no quería saber nada de la infantería. Estaba impuesto lo suficiente en historia como para comprender que en ese arma no existía gloria alguna, sólo brindaba tedio, sufrimiento y, con mucha probabilidad, muerte o heridas graves.

Su mejor amigo, un inteligente estudiante de filosofía llamado Brendan Evans, dio con la solución perfecta. Brendan se había enterado de que el ejército estaba creando algo que respondía al nombre de Cuerpo de Inteligencia. Los únicos requisitos que se precisaban para ingresar en tal organismo eran hablar francés y alemán con fluidez, haber viajado ampliamente por Europa, saber conducir y reparar motocicletas y tener una vista perfecta. Brendan se había puesto en contacto con la Oficina de Guerra y concertó sendas citas para la mañana siguiente.

Vicary se sintió bastante desanimado; no cumplía los requisitos exigidos. Su alemán era fluido, aunque monótono, hablaba francés pasablemente y había recorrido Europa in extenso, incluido el interior de Alemania. Pero no tenía idea de conducir motocicletas -realmente, aquellos armatostes le ponían los nervios de punta-y su vista era atroz.

Brendan Evans era todo lo que no era Vicary: alto, rubio, bien parecido, asombrosamente apuesto, poseía un enorme afán de aventuras y tenía a su disposición todas las mujeres a las que fuese capaz de atender. Ambos, Brendan y Vicary, contaban con un rasgo común: una memoria colosal.

Vicary concibió su plan.

Aquel atardecer, durante el fresco crepúsculo de agosto, Brendan le enseñó a montar en moto sobre un tramo de carretera desierto, en los Fens. En varias ocasiones Vicary estuvo en un tris de pegarse un trastazo que acabara con la vida de ambos, pero al final de la sesión nocturna, mientras el motor rugía por los caminos, Vicary vivía ya una temeridad y unas emociones que no había experimentado nunca. A la mañana siguiente, durante el trayecto en tren de Cambridge a Londres, Brendan le instruyó sin tregua acerca de la anatomía de las motocicletas.