– Gracias.

Vicary colgó el teléfono y se volvió hacia Harry.

– Si tu teoría se confirma, nuestro agente intentará entrar en el país, lanzándose en paracaídas, mañana por la noche.

13

Hampton Sands (Norfolk)

El trayecto en bicicleta hasta la playa le llevaba normalmente unos cinco minutos. Entrada la tarde, Sean Dogherty lo cronometró de nuevo para estar más seguro. Pedaleó con cuidado, sin prisas, a ritmo normal, inclinada la cabeza contra la brisa marina, que había refrescado. Deseó que la bicicleta se encontrase en mejores condiciones. Como la propia Inglaterra en tiempos de guerra, estaba maltratada, deteriorada, necesitada de un repaso a fondo. Cada vuelta de los pedales producía chirridos y repiqueteos ominosos. La cadena pedía a gritos una mano de aceite, que escaseaba lo suyo, y los neumáticos estaban tan gastados y tenían tantos parches y remiendos que Dogherty lo mismo hubiera podido prescindir de ellos y rodar sobre las llantas.

La lluvia había amainado al mediodía. Gruesos, dispersos nubarrones flotaban sobre la cabeza de Dogherty como globos cautivos que se hubieran soltado de sus amarras. Tras ellos, el sol flameaba suspendido en el horizonte como una bola de fuego. Una espléndida luz color naranja incendiaba los pantanos y las faldas de los montes.

Dogherty notó que en su pecho crecía una intensa agitación. No había experimentado nada semejante desde la primera vez que se reunió en Londres con su contacto de la Abwehr, al principio de la guerra.

La carretera terminaba en un bosquecillo de pinos, al pie de las dunas. Un letrero deteriorado por la intemperie advertía de la existencia de minas en la playa; Dogherty, lo mismo que todos los vecinos de Hampton Sands, sabía que allí no había mina alguna. En la cesta de la bicicleta, Dogherty llevaba un bote cerrado con poco más de un litro de preciosa gasolina. Lo cogió, empujó la bicicleta hacia el interior del pinar y la apoyó cuidadosamente contra el tronco de un árbol.

Dogherty consultó su reloj: exactamente cinco minutos.

Un sendero se adentraba entre los pinos. Dogherty avanzó por él, la arena y las agujas de pino secas crujieron bajo sus pies, y luego continuó a través de las dunas. El estruendo de las olas rompientes llenaba el aire.

El mar apareció ante Dogherty. La pleamar había alcanzado su altura máxima dos horas antes. Ahora descendía la marea rápida y pronunciadamente. Para la medianoche, momento en que estaba programado el lanzamiento, habría una amplia y llana franja de arena endurecida a lo largo de la orilla del agua; un espacio perfecto para el aterrizaje de un agente lanzado en paracaídas.

Dogherty tenía aquella playa para su uso exclusivo. Regresó al pinar y dedicó los cinco minutos siguientes a recoger leña suficiente para tres pequeñas fogatas de señales. Tuvo que hacer cuatro viajes para llevar la leña a la playa. Comprobó la dirección del viento y calculó su velocidad: del noreste, unos treinta y dos kilómetros por hora. Dogherty formó los tres montones de leña separados veinte metros entre sí y en la línea recta que indicaba la dirección del viento.

El crepúsculo agonizaba. Dogherty abrió el bote de gasolina y roció la leña con el combustible. Aquella noche iba a esperar junto a su radio hasta recibir la señal de Hamburgo indicándole que el avión se acercaba. Entonces montaría en la bicicleta, se llegaría a la playa, encendería las fogatas y recibiría al agente. Sencillo, si todo salía conforme al plan.

Dogherty se dispuso a cruzar la playa de vuelta. Y entonces vio a Mary de pie en las dunas; la silueta de la mujer, que tenía los brazos cruzados bajo los senos, se recortaba contra la última claridad del ocaso. El aire le lanzaba hebras de su pelo sobre el rostro. Dogherty le había contado la noche anterior que la Abwher le acababa de pedir que recogiera a un agente. Pidió a Mary se ausentara de Hampton Sands hasta que el asunto hubiese acabado; tenían amigos y familiares en Londres con los que ella podría pasar una temporada. Mary se negó a marchar. Desde entonces, no le había vuelto a dirigir la palabra. Daban tumbos por las estrechuras de la casita sumidos en colérico silencio, desviada siempre la vista. Mary golpeando las ollas contra el hornillo y rompiendo platos y tazas a causa de la tensión de sus nervios. Era como si se hubiera quedado allí sólo para castigarle con su presencia.

Para cuando Dogherty llegó a lo alto de las dunas, Mary ya se había retirado. Dogherty continuó por el sendero hasta el lugar donde dejara la bicicleta. Mary se la había llevado. Dogherty pensó: «Otra escaramuza en nuestra guerra de silencio». Se subió el cuello para hacer frente al viento y caminó de vuelta a la casa de campo.

Jenny Colville había descubierto aquel sitio cuando contaba diez años: una pequeña depresión entre los pinos, a unos centenares de metros de la carretera, protegida del viento por un par de enormes peñascos. Un escondrijo perfecto. La muchacha se había preparado una tosca cocina de campaña formando un círculo de piedras y colocando encima una pequeña parrilla de metal. Dispuso allí ahora lo preciso para encender la lumbre -agujas de pino, hierbas secas de las dunas, ramitas caídas de los árboles-, encendió una cerilla y aplicó la llama. Sopló suavemente y al cabo de unos segundos el fuego crepitó y cobró vida.

Guardaba allí una cajita oculta debajo de las rocas, cubierta con una capa de agujas de pino. Jenny levantó la tapa de la caja y sacó lo que contenía, una raída manta de lana, un potecito metálico, un despostillado tazón de porcelana y una lata de té seco en polvo. Desplegó la manta y la tendió en el suelo, junto a la lumbre. Se sentó y empezó a calentarse las manos al amor de las llamas.

Dos años atrás, un aldeano encontró las cosas de Jenny y llegó a la conclusión de que en la playa vivía un gitano. Lo cual provocó en Hampton Sands una conmoción tremenda, como no se había visto desde el incendio de St. John’s de 1912. Durante un tiempo Jenny se abstuvo de aparecer por allí. Pero el escándalo se apaciguó rápidamente y la muchacha pudo volver.

Se extinguieron las llamas, que dejaron una capa de relucientes brasas rojas. Jenny llenó el pote con agua de una cantimplora que había llevado de casa. Puso el recipiente encima de la parrilla y esperó a que el agua rompiese a hervir, mientras escuchaba los rumores del mar y el silbido del viento al pasar entre los pinos.

Como siempre, el lugar desplegó su magia.

La joven empezó a olvidar sus problemas… su padre.

Aquella tarde, poco antes, al llegar a casa tras salir del colegio, se lo encontró sentado a la mesa de la cocina, borracho. No tardó en mostrarse agresivo, después colérico y finalmente violento. Siempre se desahogaba con la persona más próxima a él; inevitablemente, esa persona era Jenny. La muchacha decidió soslayar la paliza antes de que se produjera. Le preparó un plato de bocadillos y un puchero de té y se lo puso encima de la mesa. El hombre no dijo nada, no manifestó interés por saber a dónde iba su hija, mientras Jenny se ponía el abrigo y salía por la puerta.

El agua empezó a hervir y Jenny añadió el té, tapó el recipiente y lo retiró de la lumbre. Pensó en las otras muchachas del pueblo. En aquel momento estarían en casa, sentadas a la mesa con sus padres, a punto de cenar, comentando los acontecimientos de la jornada, y no ocultándose entre los árboles próximos a la playa, sin más compañía que el ruido de las olas al romper sobre la arena y una taza de té en las manos. Eso la hacía a ella distinta, más adulta, más espabilada. La habían privado de su infancia, de su etapa de inocencia, la habían obligado a afrontar prematuramente, en una época temprana de su vida, la circunstancia de que el mundo podía ser un lugar perverso.

«¡Dios! ¿Por qué me odia tanto? ¿Qué daño he podido causarle alguna vez?»

Mary se había esforzado cuanto pudo para explicarle el comportamiento de Martin Colville. «Él te quiere -le había dicho Mary infinidad de veces-, pero se siente herido, enojado e infeliz y la emprende con la persona a la que más aprecia.»

Jenny había intentado ponerse en el lugar de su padre. Recordaba confusamente el día en que su madre hizo las maletas y se marchó. Recordaba a su padre rogando y suplicando que se quedara. Recordaba la expresión de su cara cuando ella se negó, recordaba el ruido de los vasos hechos añicos, de los platos estrellados contra el suelo, las cosas horribles que se dijeron el uno al otro, Durante muchos años, no se le dijo a Jenny a dónde se había ido su madre; era una cuestión que sencillamente no se trataba. Cuando Jenny se atrevía a preguntar a su padre, éste daba la callada por respuesta, sumiéndose en un silencio tormentoso. Mary fue la que al final se lo contó. La madre de Jenny se había enamorado de un hombre de Birmingham, tuvo una aventura con él y ahora vivían juntos. Cuando Jenny le preguntó por qué su madre no había intentado ponerse en contacto con ella, con su hija, Mary no pudo contestar. Para empeorar las cosas, Mary le dijo a Jenny que se había convertido en la propia imagen de su madre. Jenny carecía de pruebas de ello, el último recuerdo qué tenía de su madre era el de una mujer desesperada y furiosa, con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, y su padre había destruido mucho tiempo atrás todas las fotos de la mujer.

Jenny vertió té en la taza de porcelana esmaltada y la mantuvo cerca del rostro para aprovechar su calor. Soplaban ráfagas de viento que agitaban el dosel formado por las ramas de pino sobre la cabeza de la joven. Apareció la luna, seguida por las primeras estrellas. Jenny comprendió que iba a ser una noche muy fría. No iba a poder quedarse allí mucho rato. Echó a la lumbre un par de trozos de leña de cierta consistencia y observó el bailoteo de las sombras sobre las rocas. Acabó el té, se encogió hasta hacerse un ovillo y utilizó las manos a guisa de almohada.

Se imaginó a sí misma en algún otro lugar, en cualquier sitio, menos en Hampton Sands. Anhelaba hacer algo importante y no volver nunca más. Tenía dieciséis años. Algunas chicas mayores que ella de los pueblos circundantes se habían ido a Londres y a otras grandes ciudades para hacerse cargo de empleos que dejaron vacantes los hombres. Encontraría trabajo en alguna fábrica, atendería mesas en un café, cualquier cosa…

Empezaba a amodorrarse rumbo al sueño cuando le pareció oír un ruido procedente de algún punto próximo al mar. Durante unos segundos estuvo preguntándose si realmente vivirían gitanos en la playa. Sobresaltada, Jenny se puso en pie. El pinar terminaba en las dunas. Avanzó cautelosamente a través del bosquecillo, porque oscurecía a marchas forzadas, y emprendió la subida de la ladera de arena. Hizo una pausa en lo alto de la duna, con las hierbas agitándose a sus pies, impulsadas por el viento y miró hacia el punto de donde llegaba el ruido. Vio una figura vestida con chubasquero, botas de goma y sombrero impermeable de marino.