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La batalla entre romanos y britanos tuvo lugar en el tercer acto y no fue lo que se dice éxito. El índigo que cubría las pieles de los antiguos británicos empezó a correrse y, en el desesperado combate cuerpo a cuerpo, salpicó con generosidad las caras y las armaduras de madera de los soldados de la infantería romana. Terminada la función, uno de los caballeros ambulantes comentó que «parecíamos papagayos». Para rematar, en pleno fragor de la batalla, el señor Harcourt cayó herido de muerte en el instante preciso en que se disponían a bajar el telón; tuvo la desgracia de quedar justo en el medio del escenario, por lo que el telón dividió su cuerpo. La cabeza y el torso del señor Harcourt quedaron del lado de los actores, mientras que la mitad inferior de su cuerpo permaneció a la vista del público. Intentó cambiar de posición porque, como explicó después del estreno a la señora Siddons, «no podía agonizar en escena toda la noche». Las risotadas se oyeron incluso en Bow Street y Covent Garden.

William permaneció impasible incluso cuando Sheridan lo abordó:

– Supuse que Shakespeare había escrito una tragedia pero, por lo que parece, ha creado una comedia.

– Señor, me he quedado sin palabras.

– ¿Usted? Es imposible.

– Sinceramente, no sé qué decir.

– Nada, señor Ireland, no diga nada. No se trata de un humor muy sutil, aunque ha surtido el efecto deseado. Lo felicito.

– Señor Sheridan, no tiene motivos para alabarme.

– Tengo todos los motivos del mundo. Al fin y al cabo, nos ha porporcionado…, ¿cómo expresarlo? ¡Nos ha proporcionado una novedad fantasiosa!

– No es de mi factura. Shakespeare…

– Es el apellido ideal en el cartel. Lo conservaremos.

– ¿Mantendrá la obra en cartel?

– Siempre y cuando el público inglés siga teniendo sentido del humor.

Los dos últimos actos transcurrieron con más tranquilidad; sonó alguna que otra risa, pero también aplausos al final de varios monólogos. En la última escena, Vortigern y Edmunda se reúnen entre los muertos de ambos bandos. Exhaustos tras los acontecimientos de la velada, Kemble y la señora Siddons permanecieron juntos y se cogieron las manos en una actitud de perdón mutuo antes de caer sobre el escenario y expirar. La señora Siddons recitó:

Mientras te beso, pienso que el dulce amor

reposa en tu frente y agita tus cabellos plateados.

Kemble respondió:

Sonríes como si un ángel besase tus labios

y te hablara al oído de goces venideros.

Cuando el telón cayó por última vez, sonaron aplausos y los vítores se mezclaron con unos pocos abucheos y silbidos. Los actores se congregaron en el escenario mientras se levantaba el telón y saludaron. Cuando entregaron un gran ramo de azucenas a la señora Siddons, numerosos espectadores llamaron a gritos al autor, lo que desató risas en el patio. Tras la conmovedora interpretación del himno nacional por parte de los actores y del público, el telón volvió a bajar y la señora Siddons corrió hacia el camerino sin mirar a William Ireland. Por su parte, Kemble se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.

– Señor, hemos sobrevivido. ¡Encontramos aguas procelosas y quedamos atrapados bajo cubierta, pero navegamos al retumbo de los cañones! ¡Dios bendiga el teatro londinense!

William se mostró singularmente indiferente ante aquel transcurso de la velada. El temor y el asombro experimentados al reparar en las primeras manifestaciones de ridículo lo habían abandonado y se sentía muy cansado.

***

Samuel Ireland y Rosa Ponting aguardaban a William en el pasillo que conectaba la parte trasera del escenario con los camerinos.

– Ahora sé lo que significa de verdad estar orgulloso -declaró su padre-. Has superado con creces todas mis expectativas.

– Ha sido una verdadera delicia. -Rosa Ponting lo miró con expresión de curiosidad y comprensión-. No hagas caso a los cuatro que rieron.

– No ha sido nada -corroboró Samuel Ireland-, una nimiedad, una claque puesta adrede.

– Los Lamb se acercaron a felicitar a tu padre.

– ¿Los Lamb?

William ya no se acordaba de que los había visto entre el auditorio; tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad.

– Charles y Mary estaban junto a la orquesta, en compañía de un peculiar caballero entrado en años. Miraron a su alrededor y nos vieron. Nos asignaron un palco muy bonito. Todos se fijaron en tu padre.

– ¿Dónde está Sheridan? -quiso saber Samuel Ireland-. Me gustaría estrecharle la mano. Es un gran creador. Habría que organizar una celebración y brindar.

– Disculpa, padre. Quédate a saludar al señor Sheridan. Yo volveré andando a casa.

Samuel Ireland no necesitó más alicientes para permanecer en los pasillos del teatro. Ataviada con un vestido de raso y encaje primorosamente confeccionado por su modista y confidente de Harley Street, Rosa se mostraba impaciente por conocer a las señoras Siddons y Jordan. William se alejó en solitario del Drury Lane. Al llegar a la esquina de Catherine Street con Tavistock Street reparó en un hombre de levita y sombrero raídos que repartía octavillas entre los que salían del teatro; su actitud era inquieta y ansiosa, y se movía entre los corrillos de personas para depositar en sus manos las hojas. Se acercó a William, que cogió la octavilla y leyó el titular en negrita que decía «Flagrante falsificación».

El joven Ireland se detuvo y le preguntó:

– Discúlpeme, señor, ¿quién es usted?

– Un admirador de Shakespeare, señor.

– ¿La obra no le gusta?

– Claro que no. Se trata de un fraude, una pura engañifa.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque me lo explicó un amigo que tengo en el teatro. -William sospechó que el hombre era un actor sin trabajo-. Jamás me pareció auténtica.

– No estoy de acuerdo. Acabo de verla y le garantizo que es real.

– Ay, señor, puede ser real e irreal a la vez. ¿Comprende lo que quiero decir?

El hombre abordó otro grupo sin dar tiempo a que William le preguntase a qué se refería. El joven caminó hacia Covent Garden con la octavilla en la mano y, algunas yardas más adelante, avistó a los Lamb. Mary iba del bracete de su padre y charlaba de forma animada con él. Como no quería que lo viesen, William aminoró el paso hasta que los Lamb se adentraron en el espacio adoquinado del mercado. Luego observó que Mary se alejaba deprisa hacia el sector de las arcadas donde los alfareros montaban sus puestos y que Charles la seguía. ¿Los hermanos habían tenido una discusión?

William se dio la vuelta y enfiló sus pasos a Holborn. Esa noche durmió a pierna suelta y por la mañana despertó mucho más tarde que de costumbre.

CAPÍTULO XII

Thomas de Quincey también disponía de un ejemplar de las octavillas repartidas a las puertas del Drury Lane. Charles Lamb se la había entregado como recuerdo de la velada. De Quincey y Lamb se habían hecho amigos y compañeros de taberna, y Charles lo había ayudado a conseguir trabajo como aprendiz de escribiente en la South Sea House de Threadneedle Street. De Quincey tenía buena caligrafía, ya que había cursado el bachillerato en Manchester, y además poseía sólidos conocimientos matemáticos. Cuando salían de trabajar, muchas tardes se reunían en la Billiter Inn. Fue en la taberna donde Charles le mostró la octavilla cinco noches después del estreno de Vortigern.

– Han acusado a nuestro amigo de «flagrante falsificación» -comentó Lamb con marcado retintín.

– ¿Lo han hecho?

– Sin embargo, yo dudo de que Ireland sea tan prolífico. Es imposible que escriba con tanta soltura. Algunos fragmentos poéticos son sublimes. Estabas presente y los oíste. -Presionó el brazo de De Quincey-. Tengo una teoría: pienso que esa obra la escribió un contemporáneo de Shakespeare, tal vez un poeta menor. Ireland está tan seducido por Shakespeare que incluye su apellido en todos los papeles que encuentra.