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– Claro que no, eso es impensable.

– ¿Ni siquiera está dispuesto a explicar las circunstancias del descubrimiento?

– Soy incapaz, señor Sheridan, no puedo. -La propuesta del empresario pareció aterrar al joven-. No tengo palabras para dirigirme a este público. Es demasiado… es demasiado imponente.

– De acuerdo, señor Ireland. Si lo prefiere, quédese en los camerinos. Recaerá en mí la tarea de hablar en su nombre, un joven que, gracias a la buena fortuna, se ha topado con una colección de papeles hasta ahora desconocidos e inéditos de Shakespeare, etcétera, etcétera, etcétera. El material es insuperable. Podría convertirlo en epílogo para una última actuación. ¿Le parece bien así? -preguntó, y adoptó una postura estudiada.

Las palabras, otrora mi oficio, ansían alabar

al más grande de nuestros poetas y a su osado amigo.

Shakespeare y Ireland están ahora unidos

y despiertan los aplausos de un país agradecido.

– ¿Le parece adecuado?

– Señor, a continuación podría añadir:

¿Dónde están los sucesores de su estirpe?

¿Qué traen para satisfacer la fama del poeta?

Débiles y efímeros temas de una era bastarda

alimento apenas suficiente para el bautismo en las tablas.

– Señor Ireland, no cabe duda de que tiene dotes. De todas maneras, no debemos quejarnos de la era bastarda, no sería bueno para los negocios. Creo que en su lugar podríamos condenar a los críticos. ¿Está de acuerdo con algo del estilo?

Y la malicia en los críticos tanto arrecia

que por nimios errores obras enteras desprecian.

William apostilló de su cosecha:

Jueces ecuánimes de la totalidad seréis,

de los que juzgan sólo la mitad porque sólo fallos ven.

– ¡Felicitaciones, señor Ireland, es usted todo un poeta!

– Señor, no albergo semejantes ambiciones.

– Déjese de tonterías. Estoy convencido de que algún día escribirá una obra de teatro.

El director de escena se acercó a Sheridan y declaró que la utilería era «fascinante» y «asombrosa».

– Señor Sheridan, el público se derretirá. La utilería es selvática y de antaño.

– ¿Han dejado espacio para que Kemble se despliegue?

– Dispone de una meseta pedregosa.

– ¿Y la señora Siddons? Me preocupa que se enganche la peluca en las ramas. ¿Recuerda el desastre de Los mellizos de Tottemham?

– No correrá esa suerte. He colocado las ramas a cierta altura.

– ¿Hay anchura suficiente en el escenario para los guerreros, incluidos los escudos y las lanzas?

– Señor, resultarán aterradores. Los hemos pintado con índigo. El trabajo ha corrido a cargo de uno de los acuarelistas.

Había llegado el momento de la salida del escenario de todos los trabajadores: los encargados de vestuario, los tramoyistas, los ayudantes y los responsables de los decorados. William se dirigió a la zona de los camerinos, en la que los guerreros ya se habían congregado; en el teatro los apodaban «los caballeros ambulantes» y no tenían texto propio. Los susurros y parloteos cesaron cuando la orquesta entonó los primeros compases de la obertura especialmente compuesta por el director Crispin Bank, titulada El sueño de Vortigern. Caracterizado como Vortigern, Charles Kemble se dirigió a los bastidores que se hallaban a oscuras. Vestía una falda escocesa, peto de bronce y casco de plata coronado con un penacho rosa y azul. Dirigió una mirada a William, pero imbuido en su papel de Vortigern pareció no verlo. Carraspeo y echó un vistazo a la tramoya. Al otro lado del escenario maquillaban y empolvaban a la señora Siddons. La obertura concluyó. El público guardó silencio. William reculó un poco más entre los taburetes y la utilería arrinconados. No soportaba ese silencio.

El telón se levantó con gran estrépito y sonó un coro de vítores y hurras que cogió a William por sorpresa. El público aplaudió el decorado. Al cabo de unos segundos, Ireland oyó con claridad la voz de Vortigern, que regañó a su hija por prometerse en secreto con el general romano Constancio. Envuelta en ropajes de una época imprecisa, la señora Siddons ocupó su sitio en el centro del escenario. Extendió los brazos, con lo que impidió que la mayor parte del público viese a Kemble, y enumeró las virtudes de su amado:

No existe frente tan arrugada que deje de alisarse ante la suya

ni tan tormentosa que no reaccione ante la dulzura

que, intensa como el sol cuando asoma por el este,

espanta la noche. Empero, ¿por qué imploro así?

William percibió la satisfacción del público; resultó palpable la sensación de contento y hasta de sorpresa ante la calidad de los versos. Se aproximaba el fin del primer acto cuando la señora Siddons se puso a cantar:

En Pentecostés me trajeron

rosas y azucenas para mi alegría colmar;

también violetas me ofrecieron

para con mis cabellos dorados entrelazar.

Ante la mención del tono del pelo, en el patio sonaron risas, pero la actriz continuó con voz clara y resuelta. William observó que, al finalizar el acto, la señora Siddons abandonaba el escenario hecha un mar de lágrimas; se refugió en los brazos de su ayudante, una anciana a la que todos llamaban «Golpetón», que la condujo al camerino.

Cuando se inició el segundo acto, el estado de ánimo del público había cambiado. Vortigern estaba en escena y se disponía a reunir las tropas antes de entrar en lucha con los romanos. Pronunció un largo discurso que al final incluyó un apostrofe a la Parca como modo de animar a los soldados:

Oh, abre de par en par tus horrorosas fauces

y con burdas risas y trucos fantásticos

apoya los temblorosos dedos a los lados de sus cuerpos.

Cuando esta burla solemne toque a su fin…

Una vez pronunciado ese verso, William oyó que del patio brotaba un único chillido de mofa. Una vez expresada, la burla resultó contagiosa. Kemble repitió las palabras. La totalidad del público se mondó de risa. Al cabo de dos o tres minutos, Kemble reanudó su parlamento:

Cuando esta burla solemne toque a su fin

nos encargaremos…

Fue imposible controlar al público. Para asombro de William, se produjo un ataque generalizado e interminable de histeria, que se prolongó durante varios minutos. Oyó golpes secos y dedujo, con acierto, que era el sonido de la fruta que los asistentes arrojaron al escenario.

William permaneció muy tranquilo, casi indiferente. Con profunda concentración se estudió la palma de la mano y se preguntó si en su línea de la vida aparecía una ligera interrupción o desvío.

Los actores se esforzaron por llegar al final del segundo acto, que en varias ocasiones se vio interrumpido por carcajadas y descaradas mofas. La señora Jordan recorrió el escenario a la manera clásica: con una zancada seguida de un paso corto. De modo incomprensible, movió las manos ante el rostro, como si contemplase un objeto lejano a través de un velo, lo que llevó a un asistente a gritar: «¡Está en esa esquina!». Por otro lado, había insistido en llevar muselina blanca, como corresponde a una matrona romana, pero en mitad del escenario una punta de la tela se enganchó en un arbusto. Con el pretexto de apartar una hojas, el señor Harcourt se arrodilló a fin de liberar los ropajes de su compañera de reparto. Harcourt también era célebre como actor cómico y no pudo abstenerse de adoptar una de sus más famosas «caras cómicas». En esa representación exhibió lo que denominaba su «rostro de orgía romana», mezcla de lascivia, cinismo y hastío, que consistía en inclinar la boca hacia abajo y enarcar las cejas hacia arriba. Siempre que adoptaba esa expresión el público se lo agradecía.