Изменить стиль страницы

– Veo que lo conoces. Hay quienes dicen que Pericles no salió de la pluma de Shakespeare.

– Hay quienes dicen cualquier cosa.

– Ése es mi dilema. -Ireland apuró el oporto-. ¿Me permites? -Se sentó en el borde de la cama-. La marea de visitantes ha crecido tanto que mi padre ha impreso tarjetas de entrada -apostilló cuando De Quincey le llenó el vaso-. Tal como predijo, nuestro modesto museo se ha convertido en un santuario. ¿Ya le he contado que una mañana se presentó el príncipe de Gales?

– ¡No!

– Iba vestido de azul cielo. Era la imagen misma de la sempiterna corrupción. Un cortesano cabeza hueca entró a la carrera y nos pidió que nos preparásemos. ¿Qué pretendía? ¿Quería que vistiéramos ropa de la corte? Poco después, Su Alteza Gorda entró contoneándose como un pato. La reverencia de mi padre fue tan profunda que se le vio el… -A Ireland se le escapó la risa-. Mejor no decirlo.

– ¿Qué hizo el príncipe?

– Pidió los papeles, tomó asiento en la silla que el cortesano le acercó y, a continuación, según sus propias palabras, los «examinó atentamente» durante un par de minutos. La librería quedó impregnada del olor a su agua de colonia.

– ¿Qué opinión le merecieron los papeles?

– Repetiré sus palabras exactas. -Aunque De Quincey no se apercibió, Ireland imitó a la perfección la voz y la actitud del príncipe de Gales-. «Los documentos guardan un claro parecido con los de su época, aunque sería injustificable decidirlo de forma concluyente y a partir de una inspección tan superficial.» A lo que mi padre replicó: «Por supuesto. Su Alteza, sería impensable».

– ¿Qué más pasó?

– Su Alteza Gorda añadió: «Confío…, confío en que la nación inglesa experimente la gratificación que espera obtener de dichos papeles».

– ¿Qué quiso decir?

– Sólo Dios lo sabe. Cuando se fue mi padre me explicó que la realeza tiene prohibido manifestar su opinión. Repliqué que disentía y cité las guerras americanas.

– ¿Permaneció mucho rato en la librería?

– En absoluto. Se levantó dispuesto a irse y mi padre revoloteó a su alrededor. Que si gracioso señor, que si era un privilegio inimaginable, que si poseía un entusiasmo desbordante y toda la pesca. En cuanto el príncipe se marchó, mi padre besó la silla que había utilizado y juró que nadie volvería a sentarse en ella.

– Pero tú no te quedaste tan impresionado.

– ¿Impresionado con ese charlatán? Prefiero hacer una reverencia al barrendero que, por el simple hecho de haber nacido, ya tiene más dignidad.

– Y trabajo.

– Ni más ni menos. -William dejó el vaso y cogió el paquete con el que había salido de Askew-. Debo regresar a casa. Nunca se sabe lo que puede pasar en el trayecto entre Berners Street y Holborn.

***

Su padre lo aguardaba. Se encontraba detrás del mostrador y William supo enseguida que estaba inquieto.

– Han formado un comité investigador -informó Samuel.

– Perdona, padre, ¿qué has dicho?

– Han creado un comité investigador para analizar tus papeles.

– Creía que eran nuestros papeles. ¿A qué comité te refieres?

– Los señores Stevens y Ritson, enemigos del señor Malone, han convencido a terceros para que los ayuden en la investigación del material que has encontrado. El señor Malone me ha enviado una carta en la que hace referencia a la malicia de esos hombres y a la pretensión de mancillar su reputación.

– ¿Su reputación? ¿Qué hay de la mía y de la tuya? -A Samuel Ireland se le encogió el corazón-. Es espantoso, escandaloso. Prácticamente le están diciendo al mundo entero que sospechan que jugamos sucio. -William se desternilló de risa-. Como si eso fuera posible.

– No hay motivos para reírse.

– Padre, reírse es imprescindible. ¿De qué forma esperas que reaccione?

– Supongo que ya sabes lo que debes hacer. Tienes que sacar a la luz a tu benefactora.

– ¿Por qué tendría que mostrar el más mínimo respeto hacia esos caballeros? Para mí no significan nada.

– Pues lo son todo. Se convertirán en tu juez y jurado. Debes conducirlos a la fuente de los papeles.

– No puedo hacerlo.

– William, lamento presionarte, pero debes tomar en consideración al resto del mundo. Se lo debes al público inglés. Esos papeles son su patrimonio.

– Ya te he dicho que mi mecenas no será mencionada ni identificada. Me ha dado esos papeles con órdenes severas de guardar el secreto. Existe la posibilidad de que, en presencia de esos caballeros, mi benefactora declare que no me conoce ni tiene idea de mis actos. Padre, ¿lo habías pensado?

– Debes convencerla…

– No hay manera de convencerla.

– William, reflexiona sobre las consecuencias que supone eso para mí.

– Padre, ya sabías en qué condiciones te entregaba los documentos.

– Eres muy cruel con tu progenitor.

– No, sólo soy honesto.

William subió la escalera y se acostó.

***

Por la mañana llegó una carta para el señor W. H. Ireland. La remitía el señor Ritson y en ella le preguntaba con suma amabilidad si estaba dispuesto a responder a las preguntas que ciertos caballeros instruidos se habían planteado después de examinar los papeles recientemente atribuidos al señor William Shakespeare. También manifestaban su deseo de interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland…

– Incluir mi nombre en la misiva es abominable -intervino Samuel Ireland.

La carta también decía que querían interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland en el transcurso de sus pesquisas, que se llevarían a cabo sin la más mínima sospecha de reprobación o culpabilidad. Abrigaban la esperanza de que el señor William Ireland aceptase la invitación con el mismo espíritu con el que ésta se planteaba, es decir, el de un debate abierto y sin restricciones.

– Su sintaxis no es nada del otro mundo -decretó William después de leer la carta a su padre-. Se atragantan con sus propias palabras.

– Como decía lady Macbeth, las conciencias culpables suelen dar esa impresión.

– Ella no pecó por envidia o celos, sino por ambición. ¡Esos hombres son tontos de capirote! No les interesa probar ni refutar nada, sólo quieren destruir.

– ¿Qué responderás?

– Padre, ¿qué me sugieres?

– ¿Sugerir? No sugiero nada. Ya te aconsejé anoche. No tengo nada más que decir.

– Pues entonces los ignoraré. Pasaré por encima de ellos. Los venceré.

***

Dicha decisión se puso a prueba el día siguiente, cuando en la Pall Mall Review apareció un suelto titulado «Shakespeare e Ireland»; en él se hacía referencia a que «el desdichado hijo» había de cargar con «los pecados del padre» y citaba la parábola de Abraham e Isaac. Concluía de la siguiente guisa: «¿Al comité se le ofrecerá el sacrificio del joven Ireland en el altar de las ambiciones de su padre?».

– ¡Es intolerable! -exclamó Samuel Ireland, y arrojó el periódico-. ¿Por qué la reprobación cae sobre mi cabeza?

– Padre, no puedo ni imaginármelo.

– No hay derecho. No es justo. Ni tan siquiera conozco a tu benefactora. Jamás he estado en la casa donde se guardan los papeles.

Rosa Ponting había bajado la escalera y escuchaba en silencio.

– Sammy, ¿de qué te acusan?

– Rosa, me acusan de falsificar los papeles de Shakespeare.

– Padre, no estoy para nada de acuerdo con lo que dices. Simplemente sospechan que los has utilizado…

– No lo creo, William. Insinúan con claridad que soy un falsificador y un criminal.

– ¡Dios nos libre! -Rosa ya se había imaginado la cárcel y el patíbulo-. ¡Sammy un delincuente!

– Rosa, no llegará a esos extremos -aseguró William, que parecía empeñado en mantener la calma.