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– Mi opinión acerca de él es más benigna que la tuya.

– ¿La obra es de Shakespeare?

– Ni soñarlo, es de Ireland.

– ¡Imposible! ¿Cómo podría haber engañado al mundo entero?

– Como mínimo, ha timado a Londres. Charles, es mucho más inteligente de lo que te figuras. Cada vez que lo oigo hablar compruebo su mordacidad. Es muy agudo.

– Sí, claro, pero escribir una obra del siglo xvi… y poesía… No lo creo capaz.

– Chatterton hizo lo mismo y era incluso más joven. No lo consideres algo imposible.

– Pero es improbable, altamente improbable.

– Sabe escribir, ya has visto sus artículos. Diría que el señor Ireland es más profundo de lo que estás dispuesto a reconocer.

– Le explicaré a Mary cuál es tu opinión.

– Ni se te ocurra. -De Quincey fue muy insistente-. Por nada del mundo se lo digas a tu hermana.

– Ya sé lo que vas a decir.

– De todos modos, escúchame. Está demasiado…, de momento está demasiado frágil. -De Quincey buscó la expresión más adecuada-: Podría quebrarse.

– Querrás decir que se le podría quebrar el corazón. Déjate de tonterías.

– Con sinceridad, Charles, en ocasiones ni siquiera ves lo que tienes delante de las narices.

– No puedo ver lo que no existe.

– Mary existe. ¿No te das cuenta de que bebe los vientos por él? ¿Qué me dices de su enfermedad y su nerviosismo? William Ireland la ha afectado profundamente y él no parece tener la menor intención de hacer nada al respecto.

Si la descripción de De Quincey lo sorprendió, Charles no lo demostró. A lo largo de las últimas semanas, los ataques de malhumor y el desasosiego de Mary se habían acentuado. Charles lo había atribuido a la tensión debida a la creciente senilidad de su padre. Sabía que Mary protegía a Ireland e incluso que le tenía afecto, pero ¿estaba secretamente enamorada del joven?

– De modo que mi hermana es Ofelia -comentó Charles-. ¡Penoso!

– Charles, ¿por qué interpretas todo como si fuera un drama? Mary no es el personaje de una obra, sufre de verdad. -De Quincey permaneció en silencio unos instantes-. Ireland forja sentimientos de la misma manera que trabaja las palabras.

– Y por eso no puedo explicarle tu hipótesis, ¿no es así?

– Será mejor que no lo hagas.

***

De Quincey caminó desde la Billiter Inn hasta su alojamiento en Berners Street. Había alquilado una habitación cerca de la casa abandonada en la que había vivido recién llegado a Londres porque no había renunciado a la esperanza de toparse con Anne en las atestadas calles del barrio. En cierta ocasión, incluso creyó divisarla en la esquina de Newman Street, pero cuando corrió hasta allí comprobó que no había nadie. La imaginó consumida de pena y agobiada por la soledad…, la imaginó zambulléndose en el Támesis…, la imaginó ultrajada y golpeada. ¡Vaya con la musa de fuego…, la que ilumina las tinieblas londinenses! Pensaba en esas palabras cuando, de repente, vio que William Ireland entraba en la papelería del final de Berners Street. Aunque era tarde, Ireland había abierto la puerta sin llamar. De Quincey pasó por delante velozmente y, a través de la ventana salediza, echó un vistazo a la planta baja. El anciano que se encontraba detrás del mostrador entregó un paquete a William. Fue lo único que tuvo tiempo a ver.

Siguió andando y entró en la casa en la que se alojaba. Pese a las advertencias que había hecho a Charles, De Quincey seguía considerándose amigo de Ireland. En algunos sentidos incluso lo admiraba. Lo consideraba un excelente actor cuyo escenario era el mundo, aunque también era el primero en reconocer que, en el fondo, no lo entendía.

De Quincey estaba a punto de entrar en su habitación cuando llamaron a la puerta de la casa. Ireland estaba en el umbral y aferraba el paquete envuelto en basto papel de estraza.

– Lo vi pasar -le explicó William-. Usted no reparó en mi presencia.

– ¿Dónde estaba?

– En Askew. El dueño es un viejecito encantador que me guarda el catálogo de Zurich.

– Adelante, señor dramaturgo, tengo una botella que reclama su presencia.

La habitación de De Quincey estaba en la planta baja y daba a Berners Street.

– Tom, no soy el dramaturgo, sino el médium.

– Lo sé. Tú eres aquello que los matemáticos denominan el término medio, sin el cual no hay término mayor ni menor.

– ¿Y la obra es el término mayor?

– Siempre y cuando Shakespeare no sea el menor. Cuidado con el siete que hay en la alfombra.

La habitación de De Quincey carecía de ornamentos: la cama, un montón de libros apilados en la alfombra y poco más. El tráfico de Londres discurría junto a la ventana y el zumbido constante de la ciudad se percibía con claridad.

– Muchas veces me he preguntado dónde se alojaba -comentó Ireland.

– Este sitio me gusta -De Quincey era muy desenvuelto-. Aquí me considero un londinense más. Abriré la botella de la que te he hablado.

– He vivido toda la vida en la ciudad y existen varios lugares que amo, pero no siento verdadera pasión por ella.

– ¿Por qué? Esta ciudad es quien te ha moldeado.

– También podría destruirme. -William se acercó a la ventana y miró al barrendero que limpiaba la calle de punta a punta-. Esta noche ponen la última función de la obra.

– ¿De Vortigern?

– Ha estado seis noches en cartel. Me figuré que continuaría…

– ¿Estabas seguro de que seguiría en cartel?

Ireland se volvió e inquirió:

– ¿Qué quieres decir?

De Quincey quedó momentáneamente desconcertado.

– Shakespeare es un gusto adquirido, no es para el público moderno.

– Pero si hemos tenido defensores… Este recorte es de la Evening Gazette.

William sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:

Del profundo olvido arrebatada aparece la obra mentada.

Exige respeto, ya que el nombre de Shakespeare trae aparejada.

Ese nombre, fuente de asombros y de ciencia,

tiene derecho, como mínimo, a una justa audiencia.

De Quincey rió.

– Los versos son en verdad lamentables.

– En eso coincidimos. Yo lo habría hecho mejor. -Ireland estudió con atención al de Manchester-. Por otro lado, lo que expresa tiene sentido.

– Por supuesto.

William pareció tranquilizarse.

– Tom, le diré algo que sólo un puñado de personas conoce. Confío en su discreción. -De Quincey hizo un ligerísimo asentimiento-. Entre la cantidad de papeles que mi mecenas me dio he encontrado otro Enrique.

– ¿Qué dice?

– Lo que oye, Enrique II. ¿No le parece extraordinario?

De Quincey se acercó al arcón de nogal que tenía junto a la cama y extrajo una botella de oporto. Al otro lado del lecho había un lavamanos y un aguamanil; De Quincey cubrió esa distancia y retiró dos vasos del armario de la parte inferior. Reparó por primera vez en que el esmalte del lavamanos estaba desportillado y ennegrecido.

– ¿Se lo ha mostrado a alguien?

– Mi padre lo ha visto y se lo ha pasado al señor Malone, que lo ha identificado como obra del bardo.

– ¿Alguien más ha leído el manuscrito?

– Nadie, todavía no lo ha leído nadie más. Aguardamos el momento oportuno, en el que todos comprendan el verdadero valor de Vortigern. ¿Brindamos?

De Quincey sirvió el oporto y levantaron los vasos.

– Por Enrique -auguró Ireland.

– Por Enrique. Que gane el mejor.

– ¿Por qué has dicho eso?

– Por nada, sólo es una frase.

– Mi padre quiere verlo publicado, pero le he aconsejado que espere, ya que si viera la luz tan poco después de Vortigern

– ¿Parecería demasiada casualidad?

– Exactamente. En Pericles hay un verso sobre el inmenso mar de gozos que se abalanza sobre él.

– «Alcanza las orillas de mi mortalidad y me ahoga con su dulzor.» ¿Es éste?