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William comprendió entonces que ése era el sentido del teatro. Se trataba de un acto de comunión que permitía a los espectadores distanciarse de su yo. ¿Cómo no lo había pensado antes? De la misma manera que los actores llevaban a cabo ese ritual de transformación y se convertían en algo más que en simples hombres y mujeres, los asistentes alcanzaban un estado superior de existencia y de conciencia.

En escena interpretaron una ceremonia inca. Envuelta en plumas y pieles de pantera, la señora Jordán se presentó y se puso a danzar con el señor Clive Harcourt, que hacía de Coro. Sólo se oyeron los violines de la orquesta y la melodía llenó el Drury Lane de patetismo y arrobo. Sorprendido por el espectáculo, William se acomodó en el palco y sólo entonces reparó en el grabado de Garrick, colgado en una de las paredes laterales; representaba al actor como Hamlet en el momento en el que contempla la calavera.

***

Padre e hijo abandonaron eufóricos el teatro. Acababan de vislumbrar las enormes posibilidades de Vortigern.

– Veo ruinas -comentó Samuel con William-. Veo bosques que se extienden hasta donde alcanza la vista.

– El señor Kemble resulta muy convincente.

– Posee una voz extraordinaria.

– Y es muy sentido. Dará grandeza a Vortigern.

– Lo dotará de un porte muy impactante. Me ha dejado boquiabierto. -Caminaban hacia el norte, más allá de Macklin Street y Smart's Gardens-. William, tienes que presentarme a tu benefactora. Debo darle las gracias por permitirte…, por concederte…

– Padre, como ya te he dicho, los manuscritos no han sido más que un regalo. Ella no quiere que el público la conozca.

– Estoy seguro de que, tratándose de tu padre…

– No, señor, ni siquiera está dispuesta a verte a ti.

– William, he pensado en este asunto desde todos los puntos de vista. ¿Qué ocurriría si un crítico, un ser desagradecido, afirmase que la obra no es de Shakespeare?

– Yo lo negaría.

– Pues tu mecenas ayudaría a demostrar que tienes razón.

– ¿Que tengo razón? Padre, no se trata de tener o no la razón. El tema no se planteará. Todo el que asista al Drury Lane y contemple la función sabrá que pertenece a Shakespeare. No le quedará la menor duda.

***

Samuel Ireland no quedó del todo convencido. Con frecuencia había hablado con Rosa Ponting sobre la incomprensible conducta de su hijo. En algunas ocasiones, William se encerraba horas en su habitación sin dar mayores explicaciones. Rosa había comprobado que, en esos casos, siempre echaba el cerrojo. Con frecuencia daba la sensación de que había pasado toda la noche en vela de aquí para allá. Rosa sospechaba que todo se debía a una mujer, pero no encontró la más mínima prueba de una presencia femenina. Sólo se trataba de una sospecha, ya que William no les permitía entrar en su alcoba. La mujer se lo comentó a Samuel y éste sonrió ante su ocurrencia.

– ¿Cómo haría para entrar sin que la viésemos? Rosa, piensa con la cabeza. Es imposible que esté saliendo con una mujer o se cite con ella aquí. Oiríamos ruidos, crujidos.

Era cierto, los sonidos producidos en el cuarto de William se oían con total claridad en el comedor, situado debajo: siempre escuchaban el incesante ir y venir de sus pies.

– Sammy, ¿y qué hay de la señorita Lamb? ¿No me dices nada sobre ella?

– La señorita Lamb es una amiga de confianza, una clienta.

– ¿Por qué William encendió la chimenea en pleno verano? -añadió Rosa de sopetón.

Ambos habían visto el humo blanco que escapaba por la chimenea central.

Samuel no supo qué responder a la pregunta de su mujer.

– Con franqueza, Rosa, no puedo contestar por mi hijo.

– Algo trama.

– ¿A qué te refieres exactamente?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Rosa adoptó una actitud indiferente-. A mí no me incumbe a qué se dedica tu hijo.

En ese momento William subió desde la librería y la conversación tocó a su fin.

***

Tres días después de la representación de Pizarro, los Ireland asistieron al ensayo de Vortigern en el auditorio vacío del Drury Lane. Ocuparon unos taburetes situados a un lado mientras Charles Kemble y Clive Harcourt deambulaban por el escenario. Delgado y de facciones delicadas, Harcourt interpretaba a Wortimerus.

Con honda traición, padre, me presento ante vos,

buscando de tu bendita mano la compasión.

El actor le había parecido tan endeble y poco llamativo que, de pronto, William se sorprendió de que cobrase tanta vida; fue como si hubiese alcanzado un poderío hasta entonces invisible. Incluso pareció ganar en estatura. Fornido y rimbombante, Kemble hacía de Vortigern.

Ay, hubo un tiempo en el que no necesitaba esa súplica,

aunque hay una secreta y punzante espina

que se clava en mis perturbados nervios; oh, hijo; oh, hijo,

al aceptar osadamente tu horrible ambición,

si en la trama hay un ápice de malicia

fui yo quien te condujo a la más absoluta traición.

Descontento con la interpretación, Kemble se interrumpió y preguntó:

– Sheridan, ¿no debería dar a entender que el hijo es más responsable que el padre? -Su tono de voz siguió siendo el de Vortigern-. El hijo mata al tío para satisfacer al padre. Es lo que ocurre. ¿Debe entonces el padre asumir la responsabilidad?

El actor miró a William en busca de ayuda.

– El padre fue quien lo animó a hacerlo -opinó William-. La intriga no se le habría ocurrido sin la presencia del padre.

– ¿Ha dicho presencia? Es muy interesante. -Caminó hasta el proscenio y paseó la mirada por el auditorio a oscuras. A través de la linterna de la cúpula se colaron varios haces de luz, que parpadearon y rutilaron a causa de las motas de polvo-. ¿Debo hacer notar mi presencia incluso cuando no estoy en escena? -El actor se volvió hacia Sheridan-. ¿Es eso posible?

– Para ti todo es posible.

– Podrían oírme reír… o cantar. Mi voz llegaría desde bastidores.

– Señor, Vortigern no canta. -William manifestó su opinión sin inmutarse.

– Señor Ireland, ¿por qué no escribe una canción? Nos iría bien una balada en inglés de antaño.

– Señor Kemble, no soy escritor.

– ¿Está seguro? He leído sus trabajos en Westminster Words.

William se sintió halagado de que un personaje tan insigne se hubiera fijado en sus artículos.

– Si insiste, tal vez podría inventar unos versos…

– Que evoquen a Shakespeare y sean conmovedores. Escriba algo que tenga que ver con el choque de las armas y el vuelo de los cuervos. Ya sabe a qué me refiero.

La señora Siddons, que representaba a Edmunda, se mostraba cada vez más impaciente.

– Si el señor Kemble está listo, podemos continuar con el texto original. -Aunque de relativa corta estatura, cuando la mujer tomó la palabra a William le pareció un ser humano enorme; por expresarlo de alguna manera, la voz la precedió y anunció su llegada-. Yo siempre soy de la opinión que es un error distanciarse del texto original, ¿o no?

No se supo muy bien a quién dirigió la pregunta, pero Kemble acudió en su auxilio:

– Sarah, estamos preparados para escucharte.

La señora Siddons cogió su texto y comenzó a leer:

Ya está bien. Seréis juzgados como corresponde

por ensuciar el nombre y la fama de vuestro país amado.

La sentencia será presta y tajante

ante conspiración tan oscura y ultrajante.

No conozco laberinto más tortuoso…