Dresden, escombros. Restos de Dresden. La recuperación había escaseado por allí. Las bombas incendiarias arrojadas el 14 de febrero de 1945, aquel lejano Miércoles de Ceniza, conservaban aún demasiadas huellas. Peter caminaba por la ciudad de su infancia rescatando fantasmas. Aspirando a bocanadas el desconsuelo. Todo había cambiado, o tal vez nada. Él recordaba la Dresden monumental y limpia, y en pie. El olvido evita el dolor, pero es involuntario, como la memoria, cuando revela olvidos que no se habían olvidado bien. La casa de Ulrike, ante él. Había crecido maleza sobre el techo, continuaba desplomado sobre la puerta principal, como Peter lo había visto por última vez. La bomba entró por un tragaluz y explotó en la cocina, levantó el tejado como el aire levanta una sombrilla. Los abuelos estaban dentro, Ulrike y sus padres también. Esperaban a Peter y a su madre.

Peter miraba la casa ensimismado. El tiempo no existía. Su madre le apretaba la mano, agachada frente a él. Los abuelitos se han ido, y los padres de Ulrike. Le miraba a los ojos, le miraba a lo profundo de los ojos. Le abrazó, y en su abrazo comprendió la magnitud de la tragedia. Pero no hay que llorar, ninguno de los dos lloraremos, tenemos que ayudar a tu prima, ahora es tu hermana. No buscaron refugio, corrieron huyendo del fuego que ardía por todas partes. Regresaban a casa, con Ulrike, él apretaba la mano de su madre. Dresden en llamas.

Buscaron la casa de los abuelos. El nombre de la calle había cambiado, no fue fácil encontrarla. Una avenida amplia, una suave pendiente, casas señoriales. Era el número diecisiete, repetía Peter mientras aceleraba el paso. Y al llegar al diecinueve, se paró en seco. El diecisiete era un solar vacío, la casa donde su padre nació, donde su abuelo le enseñó a cantar, un hueco. Recordó de pronto canciones prohibidas cuando acabó la guerra, poco después de haberlas aprendido, Horst-Wessel-Lied. La estrofa del «Deutschlandlied», la que memorizó con su abuelo a ritmo de desfile, la que le obligaron a desaprender, y tardó tanto tiempo en olvidar, le llegaba ahora desde lo hondo:

Deutschland Deutschland über alles

über alles auf der Welt,

von der Maas bis an die Memel,

von der Etsch bis an den Belt.

Otra dificultad para encontrar la casa que Peter buscaba: la casa de sus padres, su casa. Otro nuevo nombre para la calle. Peter caminaba deprisa, todos le seguían con fatiga, excepto Heiner, que participaba de su ansiedad por llegar. Otra amplia avenida. La casa estaba en pie. La fachada había adquirido el color ceniza de años sin pintar. Un portero automático de seis timbres en el muro del jardín señalaba que la vivienda había sido dividida para albergar a seis familias. Allí fue donde la guerra dejó de ser un juego, ya no era una fiesta faltar al colegio, ya no era una competición la carrera hacia el refugio, nunca más coleccionaron balas encontradas en el suelo. Tiempo de reclusión, de luces apagadas, de noches en el refugio. Hambre. Frío. Notificación del Alto Estado Mayor. Papá se ha ido al cielo con los abuelos y los tíos. Otra vez la madre mirándole a lo profundo de los ojos. Y no debes llorar, le decía, para que mamá no sufra. Entonces aprendió a reprimir sus emociones.

—¿Es de ustedes la casa? —les preguntó un vecino al verlos ante la puerta del jardín.

—Esa ventana, la de forma ojival, en el piso alto, la de la izquierda, era mi dormitorio —estaba diciendo Peter.

—¿Es de ustedes? —volvió a preguntar ante la ausencia de respuesta.

—Era de mis padres —contestó Peter.

—Le va a ser difícil recuperarla, ahí viven «los amigos».

—¿Los amigos?

—Sí, los rusos, no van a querer irse.

—No queremos la casa, sólo queremos mirarla.

—¡Qué raro!, ¿dice usted que no la quieren recuperar?

—No, sólo mirar.

—Pues han tenido suerte. Es una de las pocas que no fueron destruidas.