Blanca viajaba en el asiento de atrás con Maren y Curt. Dormitaba. Ya habían alcanzado la línea recta que unía Alemania Federal con Berlín, carretera que poco antes había sido, junto al ferrocarril, el camino de acceso por tierra a la ciudad del Muro. Peter conducía y Heiner ejercía de copiloto dándole conversación. Blanca les escuchaba hablar. No dejaba de sorprenderle la metamorfosis que ejercía en Peter el idioma alemán. Parecía más tierno, el idioma de su madre. Parecía más abierto, el idioma de Ulrike. Más alegre, el idioma de sus juegos infantiles, de sus gamberradas adolescentes. Más cariñoso, el idioma de su primer amor. Blanca asistía como espectadora a esa transformación que la situaba a distancia de su compañero, la excluía, la aislaba. Escuchaba. Ella sólo podía escuchar. Dormitaba. No tenía que hacer esfuerzos por comprender, no tenía que hablar, no tenía que pedirle a Peter que le tradujera. Dormitaba. Se dejaba llevar y pensaba en volver. Madrid. Regresar a Madrid. No pensaba en José. Pensaba en su casa, en su hermana Carmela, en el rincón donde las dos tejían y se olvidaban del mundo. En sus sobrinos, Mario, Casilda, Carlota, en la algarabía de los fines de semana. Blanca no tenía camas para los niños, de manera que todos los viernes su madre les prestaba colchones y mantas, los colocaban en el suelo y jugaban a campamentos. Los domingos había que devolverlos, los cargaban entre todos por la calle como si fuera una fiesta. Deseaba volver. Remar con ellos en el estanque de El Retiro y jugar al abordaje, preguntarles: ¿Quién me quiere a mí?, para que los tres contestaran: Yo. Yo. Yo. Y que su vida fuera sencilla, alegre, tierna.