Poco a poco el carro se fue vaciando. Una manta a cambio de una barra de pan; un cuadro por un queso; una bandeja de plata por comida caliente para los tres; la cubertería por dormir bajo techo en una granja. El camino fue largo. Cuando el carro estuvo vacío, la madre lo canjeó por tres billetes de tren. Un tren abarrotado de gente que huía hacia el norte y contemplaba a la que huía hacia el sur. La ansiedad por llegar a Hamburgo. Prioridad para los trenes militares. El tren en el que viajaban detenido en mitad de la noche. La noche. La oscuridad. El miedo. Los silbidos de las bombas que se acercan desde lo alto. La amenaza. Los niños tapándose los oídos. El resplandor. El abrazo de la madre. La explosión. El tren alcanzado en el vagón de cola. Los gritos. El pánico. Los alaridos. El desconcierto. Los niños y la madre en el penúltimo vagón. Cuestión de unos metros. La distancia suficiente para sobrevivir. La llegada a la aldea donde asistieron a un desfile macabro: los prisioneros judíos desalojados de un campo de concentración.

Ulrike recuerda la mano de su tía apretando la suya. La mirada de Peter. El espanto.

Estaban en el porche tomando café. Heiner miraba la raíz, jugueteaba con ella entre las manos; se la mostró a Maren, a Curt, a Blanca, a Peter. El hombrecillo con los brazos en alto.

—Era de Ulrike. Lo encontró en Travemünde —les dijo.

—Parece que ha perdido algo y suplica que se lo devuelvan —replicó Blanca.

Sus palabras quedaron sin respuesta, todos miraron a Blanca, observaron la raíz, y después miraron al aire.