Curt y Maren jugaban al ajedrez en el salón. Heiner hacía la cena y Peter estaba leyendo. Maren había preparado la habitación de su madre para que Peter y Blanca se alojaran en ella. Era la primera noche. Blanca sentía la ausencia de Ulrike, intentaba acostumbrarse a la casa sin ella, deambulaba de una habitación a otra, deshizo el equipaje, se ofreció a ayudar en la cocina, miró la jugada de Maren, hojeó una revista, encendió la televisión, la apagó. Se acercó a Peter, se sentó a su lado.

—Dime que me quieres —le dijo mimosa apartando el libro de sus manos.

—Tú sabes que yo no digo esas cosas.

—Cuando me conociste me lo decías.

—Pues ya está, ya te lo he dicho.

—Dímelo ahora.

—Cuando no me lo pidas te lo diré.

Blanca no supo qué contestar y le rozó el pecho con el dorso de la mano por la apertura de la camisa.

—¿Qué es eso? —le preguntó Peter retirándole la mano.

—«Eso» es una caricia —Blanca escondió la mano en el bolsillo—. «Eso» se llama ternura.

—Perdona, creí que tenía una mancha o algo así.

—Tú siempre crees que tienes una mancha, o algo así.

—No empecemos.

—Me encuentro sola. Necesitaba un poco de cariño. No entiendo por qué te cuestan tanto las cosas más sencillas.

—¡Ya estamos otra vez! —Peter dejó el libro y le dio una palmadita en la mejilla—, lo que te pasa es que estás aburrida. Ponte a leer.

—No estoy aburrida. Estoy sola. ¿Entiendes «eso»?

—¡Por favor! No me montes un numerito aquí, ¿quieres?

Blanca se fue al dormitorio pensando que Peter la seguiría. Peter continuó leyendo.

En la habitación de Ulrike, Blanca se tendió en la cama mirando al techo, con los ojos fijos en la lámpara, sin parpadear. Intentó llorar y no pudo, y cuando dejó de intentarlo, le vino el llanto y quiso dejar de llorar. Se levantó, fue al armario, cogió un pañuelo, se asomó a la ventana, miró, dejó de mirar, se acercó al escritorio, se sentó, se puso de pie, se volvió a acostar. Así estuvo, arrastrando el llanto de un lado a otro de la habitación, limpiándose los ojos y la nariz con rabia, hasta que decidió relajarse con un baño. Veinte minutos en la bañera. Sumergía la cabeza para que el agua le acariciara la cara, se balanceaba para sentirla resbalar por la espalda, abría y cerraba las piernas, el agua caía por sus muslos, envolvía sus pies. El placer de las caricias calientes la calmó sin que se diera cuenta. Acabado el baño, se secó el pelo, se pintó los ojos, los labios. Salió al salón como si nada hubiera pasado.

—¿Cenamos? —preguntó con una sonrisa.

Peter levantó los ojos del libro y la miró.

—Estás muy guapa —le dijo.

Y ella contestó:

—Gracias, ¿cenamos?

Durante la cena Heiner contó el entusiasmo de Ulrike el día de la caída del Muro, sus deseos de volver a Dresden. Entre todos decidieron cumplir su sueño. Viajarían a Dresden, verían su casa y la casa de sus abuelos. Buscarían a su prima Sigrid y a su primo Georg. Peter también deseaba volver. Recuerdos que no sabía que tenía le llegaron de pronto. El tren, la explosión, la llegada a una aldea después de varios días de caminar por carreteras destruidas. Los prisioneros del campo desalojado conducidos por las SS a caballo, arrastrándose, cayéndose, levantándose, sin fuerzas manteniéndose en pie. Los cuerpos famélicos, las caras desencajadas, los desorbitados ojos. Las estrellas de David semidesprendidas de los uniformes hechos jirones, olvidado su color amarillo. Su madre tapando la cara de los niños con su vestido, para que no vieran lo que ya habían visto. La mirada de Ulrike.

Irían también a Berlín, para compartir con los berlineses la alegría de una ciudad de nuevo abierta, grande, unida. La conversación derivó hacia los problemas de la reunificación. Los alemanes occidentales estaban empezando a reclamar sus posesiones en el Este. Se había organizado un trust que agrupaba a los que quisieran exigir sus derechos, Deutsche Treuhand-gesellschaft, argumentaban que las indemnizaciones recibidas habían sido injustas. La primera alegría, el estallido de entusiasmo tras la caída del Muro, dio paso a un sentimiento de invasión por parte de la población del Este que provocó el rechazo al hermano pobre. Curt contaba que en su colegio empezaban a sentirse los efectos de la desconfianza hacia los «Ossis», como ya empezaban a llamar a los habitantes de la antigua RDA. El temor a que ocuparan las camas de los hospitales, las plazas escolares, los puestos de trabajo. Maren añadió que se les distinguía por su forma de vestir, sobre todo por los zapatos, y que había visto cómo le negaban la entrada a un restaurante a una pareja mirándoles los pies. Heiner se indignaba, él había participado en la euforia, los fuegos artificiales, los brindis con champán en plena calle. Peter replicó que el Muro de la vergüenza no había acabado de caer.