Peter sentía en Dresden que entraba en el pasado por una puerta falsa. La ciudad destruida reconstruía su memoria, le hacía escuchar su primer concierto en la Ópera Semper al lado de sus padres y sus abuelos, la abuela se lamentaba de haberlo traído. Es demasiado pequeño, decía, y le mandaba callar acercándose el índice a los labios. Demasiado pequeño también, para observar las colecciones de la Bóveda Verde junto a sus compañeros de colegio. El vértigo le llevó a correr de nuevo por las galerías y a volver a la fila, arrastrado de la oreja por el profesor. No es la memoria de su niñez, es su niñez. Es. Peter es un niño asombrado ante el palacio del Zwinger, juega con sus primos a príncipes y princesas. Ulrike. Sigrid. Georg. Una palabra. Una frase. Peter, ¿te encuentras bien? Él es un niño que se moja la mano en una fuente de la explanada del Zwinger. Sí, sí, me encuentro bien. Y la pérdida se le vino de golpe. Estaba solo. Sus abuelas. Sus abuelos. Sus tíos. Su madre. Su padre. Ulrike. Muertos.

—¿Seguro que te encuentras bien? —Blanca le dio la mano.

—Ya te he dicho que sí —y le soltó la mano.

Fue incapaz de contarle que todo lo que Dresden le estaba dando se lo arrebataba otra vez.

—No hace falta que me hables así.

—Perdona.

Fue incapaz de decirle que la soledad es no poder compartir con nadie los recuerdos. Con nadie. Y se les coló a los dos un desierto hasta el fondo.