Heiner estaba sentado en el porche del jardín. La carta de Ulrike en sus manos. Peter se equivocaba, él no vivía con la muerte de Ulrike a cuestas, ella estaba en el jardín. No aceptaría el trabajo en la compañía de teatro de Munich. Seguiría en Hamburgo. Seguiría por siempre en el jardín, con Ulrike. Mediados de junio, se agotaba su plazo. Primavera. Ante la casita, donde había visto escribir a Ulrike, luchaba con la impaciencia de abrir la carta y el deseo de esperar un poco más. La decisión de leerla en primavera le había evitado el desasosiego hasta el comienzo de la estación, ahora le invadía, la primavera acababa y él no había decidido aún el momento de leer la carta. En innumerables ocasiones la había tenido en las manos y había resistido la tentación. Esperar un poco más. Alcanzar la plenitud de una espera sin zozobra, la espera serena del que confía en el otro, del que sabe que acudirá a su encuentro y puede saborear no sólo su llegada sino el tiempo que tarda en llegar. Guardaba la carta y esperaba a Ulrike, un poco más. Tres días para la llegada del verano, el momento de la cita estaba marcado. Primavera. Debería leerla ahora. La acariciaba, la olía, la sostenía en la palma de su mano calculando el peso, muchas palabras de Ulrike, mucho tiempo de nuevo con ella. Estaré contigo mientras la leas. ¿Después? Su silencio sería definitivo. Tenía miedo al después. La leería muchas veces. Recordaría sus palabras una a una. No. La leería una sola vez, para olvidarla. Y leerla de nuevo, cuando el olvido hubiera hecho su trabajo y le permitiera abrirla con la misma emoción, con la misma inquietud, la misma curiosidad, el mismo anhelo que la primera vez.

Heiner miraba la carta, con su nombre escrito en el sobre. Heiner. Heiner en la letra de Ulrike. Heiner en los labios de Ulrike. Y recordó su voz. Heiner. Su voz. No había vuelto a escucharla, hasta ahora. Heiner, en la voz de Ulrike. Entonces se decidió a abrirla, para seguir oyendo su voz. Su voz.