Por la noche llamó Carmela. Blanca estaba sentada en el sillón donde Ulrike solía leer.

—Me gustaría estar contigo.

—Estás conmigo —contestó Blanca, casi en un gemido.

—Sí, pero abrazarte.

Blanca lloró con su hermana como sólo con ella podía hacerlo. Las dos eran capaces de transmitirse sus emociones hasta el punto de sentir las mismas. Desde niñas.

—Y tú, Carmela, ¿estás bien?

—Sí, sí, no te preocupes.

—Precisamente ahora...

La separación de Carmela no había sido fácil. Carlos, su marido, amenazó con suicidarse si se llevaba a sus hijos. Carmela decidió dejarlos con él hasta que se acostumbrara a la situación, pero era ella la que no se acostumbraba a vivir sin los niños. Blanca lamentaba no poder cuidarla como siempre había hecho.

Carmela fue una niña enfermiza, durante dos años estuvo en cama a causa de una tuberculosis. La enfermedad unió a las hermanas de una forma natural, disfrutaron de cada minuto de esa unión. Carmela, que había tenido celos de su hermana pequeña, dejó de tenerlos al sentirse mimada por ella, y Blanca dejó de ser la pequeña al mimar a su hermana mayor. Aprendieron a compartirlo todo, cosas y afectos. Siempre juntas. Y juntas aprendieron el dolor, un 16 de septiembre. La muerte de su padre. Un día después del cumpleaños de Blanca. Él le había regalado unos patines y ella esperaba una bicicleta. Blanca le dio las gracias por compromiso, le besó en la mejilla. Un beso huidizo, un roce apenas que durante muchos años quedaría en los labios de Blanca como el último beso que le dio a su padre, el beso que no le dio.