Peter le había dicho que la esperaría. Me llamarás, y yo estaré aquí, cuando tú quieras. Por qué tenía tanta seguridad de que le llamaría. Por qué le hacía sentir esa sensación opresiva de ser esperada, peor aún que la de esperar. Llamarle. Para qué. Nada puede recuperarse cuando está perdido. ¿Dónde estamos nosotros, los de antes? En Lisboa, donde tanto te quise y me querías. ¿Dónde está lo vivido? Blanca caminaba hacia casa de Peter. Recuerdos. Recuerdos que le hacían pensar que quizá pudo ser. Quizá si siguieran juntos podrían recuperar el entusiasmo aquel que les llevó a Lisboa. Huir. Escapar. Dejar que me esperes. Escapar de ti. Cerrar la puerta. Con el tiempo, será con el tiempo. Peleas y reconciliaciones se habían sucedido en una dinámica viciada, y Blanca estaba cansada. Deseaba hablar con Peter, rogarle que no la esperara más. Demasiadas veces había vuelto Blanca. Demasiadas veces Peter había sabido que volvería.

Ella le conocía bien, su seguridad se basaba en la paciencia. El resultado de la espera no depende de la manera de esperar. Lo había aprendido en su niñez, cuando su padre debía regresar de la guerra. Su héroe. Pero su padre no regresó nunca, y jamás fue un héroe. Como tampoco lo fue su abuelo materno, a quien el niño admiraba, por las charreteras de su uniforme militar, por la Cruz de Hierro prendida en su pecho.

Fue el tiempo el que le enseñó a esperar. Esperar. Desear. Que acabara la guerra. Esperar. Y la guerra acabó. Tres meses después de llegar a Hamburgo con su madre y Ulrike huyendo de Dresden. Hitler ha caído, oyó decir a su abuelo, Hitler ha caído, repetía, y la madre obligó a los niños a retirarse a su habitación. Esperar, de nuevo. A que sus vidas cambiaran poco a poco. Sin dejar de esperar. Esperar, desear, que la madre volviera intacta de retirar escombros, con su pañuelo anudado a la cabeza, blanco al marchar y de regreso, pardo de miedo y polvo. Y su madre volvía siempre, llorara o no llorara el niño, temiera o no temiera el abuelo que una bomba, que no hubiera explotado al caer, estuviera oculta entre las ruinas e hiciera volar su pañuelo blanco, y los pañuelos de las desescombreras que se inclinaban junto a ella.

Fue su primera niñez el tiempo del orgullo, en brazos de su abuelo, el hombre más grande que el niño había visto jamás. Y más tarde, la humillación. El padre de su madre hundido en un sillón tapándose la cara con las manos, reducido a la mitad de su tamaño, después de haber sido obligado a firmar un documento para reincorporarse a la vida civil: la abjuración de su pasado hitleriano.