Es tiempo para el recuerdo. Para Blanca. Huyó de la ternura de José, y de su propio poder de seducción. Debía contárselo a Carmela, para que fuera cierto.

Cuando Blanca llegó a casa, su hermana estaba llorando, acurrucada en un rincón al lado de la mesa de la cocina, con la cabeza escondida entre las piernas y un vaso de whisky en las manos.

—¿Qué te pasa? —Carmela no respondió. No levantó la cabeza—. ¿Qué te pasa? —su cabello caía sobre sus rodillas, inmóvil.

Blanca se agachó, intentó quitarle el whisky. Su hermana se agarraba al vaso como quien se aferra al palo de una embarcación durante una tormenta.

—Carmela, escúchame.

Carmela apretaba los dientes, contenida, ahogándose en las ganas de gritar.

—Pero qué ha pasado, dime, qué ha pasado.

Carmela levantó la cabeza y Blanca le apartó el pelo de la cara. Los ojos enrojecidos, las cejas caídas, la frente fruncida, los labios apretados dentro de la boca, mordidos en un gesto de anciana desdentada. La tristeza. La miraba en silencio pidiéndole ayuda.

—Vamos, levántate, haz un esfuerzo —Blanca pudo arrancarle el vaso de las manos.

La levantó del suelo y la abrazó. Y por fin, entre sus brazos, pudo gritar. Fue el llanto disparado por la posibilidad de un consuelo.

—Mis niños —decía—, mis niños. No me dejan verlos —se abrazaba a Blanca con la desesperación de un náufrago—. Los pierdo, los pierdo, los he perdido.

—Todo va a arreglarse, ya lo verás. Es cuestión de tiempo, hasta que se canse.

Poco a poco el llanto fue haciéndose más pausado. Mientras Carmela se iba calmando, Blanca apretaba a su hermana contra sí, disimulando el dolor. Después de las lágrimas, se deshizo el abrazo.