No supo nunca qué manos le sujetaban la cabeza contra la crin del caballo, y quién le puso la brida entre los dedos. Pero sabe que una de las mujeres golpeó la grupa del animal y gritó.

—Arre, bonito.

Y que él abrió los ojos un momento, y que las mujeres habían desaparecido cuando se divisaba ya el cortijo y resbaló de la silla. Y supo lo que le contaron cuando despertó: que fueron Justa y Joaquina las que lo vieron llegar desde la alameda a lomos del caballo desbocado. Y que su hermano lo descabalgó ante la presencia aterrada de Victoria. Ambos habían acudido a los gritos de Justa y de Joaquina, que pidieron auxilio al verlo caer, al ver cómo el caballo lo llevaba arrastrando de un estribo. Felipe no quiso admitir la humillación que sentía. Dijo que había sufrido un desmayo, y que no recordaba nada más. La caída le ocasionó una lesión que le mantuvo postrado en cama durante más de un año, y una ostensible cojera que se agudizaba, sin que él pudiera controlarlo, cuando caminaba por «Los Negrales». A partir de entonces, sólo visitaba el cortijo cuando se veía obligado a ir, cuando no conseguía ninguna excusa razonable para evitar el compromiso. Temía encontrarse con las mujeres que lo habían vencido. Temía no poder ocultar la ira que le provocaba la sola presencia de Isidora. Temía enfrentarse a los ojos de Catalina, que Felipe adivinaba rebosantes de una rabia imposible de retener.

37

Mire usted, yo he aprendido lo mío en toda una vida que se me hace ya larga. Y sólo cuento los días que me faltan para que no me sirva de nada lo que sé, ni lo que no sé. ¿Para qué quiero aprender ahora a tener confianza?

Desconfío, sí. Porque eso es lo que me enseñó a mí mi madre, y a ella su gente. Lo que debería haber aprendido mi hija, y no aprendió, que entregó su confianza y se la devolvieron negándola. ¿Quién me dice que mi nieto no vaya a tener el mismo pago que su madre?

¿Y dice usted que le han puesto a ese abogado sin que él lo haya pedido?

Me extraña a mí que lo acepte, que él no tiene costumbre de semejantes usanzas.

Las usanzas de dar como propio lo que no se ha requerido siquiera.

¿Y cuánto he de abonarle? ¿Alguien le ha dicho que no tenemos una perra chica?

Rediós, no me venga con ésas, que no es buena hora para que se guasee de mí.

¿Cómo va a trabajar nadie sin un beneficio, leche?

Por mucho que usted me diga, señor comisario, no me va a hacer creer que se tomará la molestia de defender a un penado que ni le va ni le deja de venir, que eso no es corriente.

¿De buena fe? ¿Y es que puede ser fe si no es buena? Quien juntó esas dos palabras sabía que ni a la fe se puede agarrar uno, y que cuando se quiebra ya no se recompone.

Yo diré ante quien haga falta lo que sea menester.

¿Y usted puede entrar conmigo?

No sé. Me da a mí que no voy a saber referírselo con un orden.

Es que yo no soy bien hablado. Y he de mal colocar las ideas, de fijo.

Ya le dije el otro día que la primera persona de su condición que ha cruzado palabras conmigo ha sido usted, señor comisario.

Ya. Respiro, sí. Pero no es lo mismo. Con usted es de muy distinta manera. Hay amistad.

Y dígame, ¿podré ver a mi nieto después de hablar con el abogado?

¿Y me da su permiso para contarle a mi Paco lo que usted me ha referido?

Que don Carlos tiene una dentellada en la mano. Y que usted se la ha visto. Y que ese picapleitos alargó el dedo hacia el primer chucho que vio cuando usted le preguntó por qué estaba maltrecho, y era un perro muy chico para una mordida muy grande.

Aunque usted no pueda dar de fijo que no fue el Pardoel que le mordió, me da a mí que mi nieto va a descansar sabiendo que su perro no se fue por cuenta propia de su vera. Y le voy a decir que, el mismo que se lo llevó, bien pudo colocar la escopeta en el chamizo de arriba. Y que usted sigue buscando al hijo de la Isidora, para que le diga lo que a mí me dijo esa noche, que fue a don Carlos a quien se la quitó de las manos.

Yo le puedo decir que le hable a ese abogado que le han puesto, sí, señor, pero ya le expliqué cómo es parco. Mi Catalina decía que era más cortado que un jamón, y si hoy también le da por callarse, no hay cuchillo que le arranque tajada.

¿Ya tengo que entrar?

¿Y de fijo que no puede usted venir conmigo?

No, si yo estoy muy tranquilo. Pero es que me da a mí que no me van a salir las palabras.

38

Desde que sufrió la caída del caballo, el humor de Felipe iba empeorando por momentos. Su carácter agrio, sus bromas ácidas y su mirada huidiza incomodaban a Victoria. Ella le visitaba en casa de sus suegros, y durante su larga convalecencia pasó tardes enteras en la salita de estar evitando su mirada, clavando la aguja en el lino tensado de su bastidor, arriba y abajo, abajo y arriba, una y otra vez, y otra, y otra. Sus tres cuñadas mayores bordaban junto a ella. Y doña Jacinta atendía a su hijo, recostado en un diván, e intentaba poner orden en las numerosas discusiones que surgían entre las hermanas sin motivo aparente. Sólo las gemelas rompían la rutina de aquellas visitas cuando salían del internado en vacaciones. Pero a ellas no les gustaba permanecer en casa toda la tarde, siempre tenían alguna fiesta a la que asistir o una excursión que les aguardaba. Tomaban café, relataban los últimos suplicios que habían hecho padecer a las monjas y se marchaban. Victoria envidiaba la alegría de las dos jóvenes, sus risas, y el cariño que sentían una por la otra. Ella no había olvidado su relación con Aurora, sus deseos compartidos, las noches de charla interminable, los vestidos estrenados en los domingos de Ramos, las procesiones con las palmas rizadas que colgaban después de sus balcones. Las fiestas de la Aleluya en la pradera, cuando Victoria llevaba a su hermana pequeña de una mano y tiraba con la otra de un borreguito adornado con lazos de colores los domingos de Resurrección. Las novenas que rezaron juntas, las visitas a los sagrarios, y las velas que se les apagaban durante las procesiones de Semana Santa, cuando caminaban tras los pasos, ataviadas las dos con peineta y mantilla negra. O las tardes de toros y mantillas blancas. No la había olvidado. Los paseos a caballo con su padre, o las risas cuando él enrollaba el periódico y preguntaba ¡¿A quién hay que pegarle?! Sus primeros galanteos, cuando Aurora la tildaba de presumida en cuanto un muchacho se le acercaba. Los poemas recitados a dos voces que acabaron cuando ingresó en el convento. No la había olvidado, ni la había perdonado. La culpó por aquel abandono que nunca llegó a comprender. Y la culpaba de la postración de su padre, abatido ante la carga de que su hija murió porque había querido morir, aferrado desde entonces a la petaca de plata que Aurora le había regalado para combatir el frío durante las cacerías. Y también la culpaba por ello, por haber querido morir. María y Piedad le recordaban lo que había compartido con su hermana. Victoria las había visto abandonar sus diversiones infantiles. Ya no le pedían a Justa que les guardara los huesos de cordero para jugar a las tabas. Ni bebían el agua de lluvia retenida en las barandas de la plaza Mayor al salir de la iglesia, ni buscaban los charcos después de las tormentas. Las gemelas coqueteaban ya. Victoria las había observado en la última montería, reconoció en ellas el gesto de ocultar su repugnancia ante los anímales muertos, al felicitar a los jóvenes cazadores que exhibían sus trofeos y al ensalzar su puntería destacando la limpieza en el tiro. Su marido no quiso creerlo cuando ella se lo contó. Leandro dijo que eran demasiado jóvenes; pero pudo comprobar que era cierto en la siguiente cacería. Victoria la organizó en honor de su cuñado, en el momento en que ya pudo caminar. Felipe se mostró reacio a celebrar su recuperación en el mismo lugar donde se había truncado su prometedora carrera militar. Pero el cortijo continuaba siendo un punto de referencia para el Alto Estado Mayor y Felipe seguía perteneciendo al ejército, aunque hubiera pasado a la reserva a causa de su invalidez. Aceptó, y arrastró su cojera con una fingida dignidad, bromeando con sus superiores, forzando la risa para hacerlos reír, intentando evitar que sintieran lástima de él.