Sí, señor. El duque ciego les compró el cortijo justo antes de que los mataran a todos. Ayer mismo me lo dijo a mí la Juana, después de irse usted.

Ya le dije que la hija va a casarse. Para ella ha comprado las tierras, que ese padre puede darle una dote la mar de redonda a la niña.

Hile usted los cuatro cabos, señor comisario. Si han vendido las tierras, ya no necesitan que el abogado don Carlos les lleve los asuntos en el pueblo. Y me extraña a mí que ése se quede tan campante. Que algo retorcido se le ve en los ojos, se lo digo yo. La primera vez que vino, recién muerta la madre de doña Victoria, a nadie le dio en pensar que detrás de esa cara de ángel se escondía la maldad, la maldad mismísima. ¿Cómo no voy a desconfiar de él? De esta baza a mí no me engaña, carajo, que ya estoy avisado y sé de qué pie le viene la cojera. Que mi santa no escuchó en vano lo que ese picapleitos recién salido de la escuela le dijo a don Leandro.

Ella, mi Catalina, escuchó que nombraba a la doña Ida y, como mi santa le tenía aprecio, se acercó, arrimó la oreja y se puso a escuchar muy atenta junto por junto de una ventana donde estaban los dos; una del caserón. El abogado le estaba diciendo al señorito que era de preferir que todo estuviera arreglado cuando a la tía Ida le diera por volver. Hacía más de media docena de años que estaba en Francia, y ellos hubieran querido que allí se quedara, pero no se quedó.

A doña Carmen, la madre de la señora, ya le habían dado tierra cuando a la hermana le llegó el aviso de que había muerto. Pero ella se cogió a sus hijas y a la muchacha que se había llevado, que estaba por casarse con un gabacho y dejó al novio más plantado que un olivo, y se vino para acá. Y luego después, se largaron todas para la capital. Pero se quedaron en el cortijo unos cuantos de días, y entonces fue cuando la Nina se apercibió de cómo era ese tunante. Y que lo que había de arreglar se dio prisa en arreglarlo.

Mire usted, las tierras que se ven desde el cortijo eran de las dos hermanas, unas cuantas de miles de fanegas, todas las que los ojos le den a ver desde arriba.

Todas, hasta que se le cansen los ojos de mirar. Todas, sí, señor. Y cuando la una se murió, que le dieron unas fiebres de esas que te dejan en dos días en el penúltimo aliento; la otra se quedó con lo justo para poner una casa de huéspedes que, por bien que estuviera, no dejaba de ser un trabajo para una señora que en la vida había sabido qué era eso de tener que ganarse las perras, ni las gordas, ni las chicas.

A Francia le mandaba el señorito Leandro los dineros que ella precisaba.

Porque desde que el suegro se quedó más allá que acá, cuando la hija que iba para monja se les fue para el otro mundo, el señorito era quien manejaba las tierras y controlaba los cuartos.

Todo se sabe, señor comisario. Lo que la Catalina no escuchaba detrás de la reja lo escuchaba la Justa, cuando no la Joaquina, y se lo contaban entre ellas. Lo referido al cortijo, en el cortijo se conocía; y lo de la capital nos lo hacía saber el Lorenzo, que entre idas y venidas nos ponía al tanto de los aconteceres de la doña Ida, que más de una vez y más de doscientas se llegó a la pensión a llevarle vino de aquí, y chacina, y aceite, y toda clase de viandas que encargaba doña Victoria que le mandaran.

¿No la han de querer? Pero si no había más remedio que quererla. Aunque según mi santa, no era por eso que la sobrina la llenaba de cestos.

Era que la conciencia es la conciencia, y por fuerza ha de doler cuando se lleva atravesada. Y ese mangante le ayudó a doña Victoria a meterse el sable en la suya, cuando su madre faltó y le compró a su tía su parte correspondiente. La doña Ida se conformó, que era de buen conformar, pero las hijas le pidieron cuentas a la prima, y la armaron gorda cuando el abogado les dio con los números, que los había apañado bien y requetebién, y les explicó que su madre no había salido malamente del reparto, que el campo no valía nada y que ni siquiera le habían desquitado lo que le mandaban a Francia. Y eso no lo escuchó únicamente mi santa, lo escucharon todas desde la cocina, que hasta allí llegaban los chillos que daban.

34

El tiempo que pasaba hacía languidecer en Victoria la apariencia de perfección de su matrimonio. Su marido administraba las fincas desde que su padre se postró en un estado de melancolía del que no deseaba salir, a raíz de la muerte de su hermana. Leandro había adquirido ante sus suegros un respeto que crecía a medida que los ingresos que generaban sus propiedades aumentaban, y doña Carmen, reticente en un principio a dejarlas en sus manos, no tardó en comprobar que su yerno era muy capaz de hacerse cargo de ellas y de sacarles más rendimiento que nunca, superando las dificultades que ocasionaba la penuria posterior a la guerra. Victoria presumía de su marido, que poco a poco se estaba convirtiendo en el sostén de la familia, y de la pasión por la tierra que ni ella misma sentía. Gozó de su primer año de matrimonio entregada a saborear su posición, y al orgullo de haber entrado a formar parte de una familia aristocrática. Disfrutaba visitando a sus suegros, asistiendo con ellos a misa los domingos, o paseando por la calle Real cuando el hijo de los marqueses de Senara la llevaba del brazo. Y cuando doña Amalia regresó de Portugal por un breve período de tiempo, justo el necesario para acompañar a su hijo ciego en la toma de posesión de su título, Victoria acudió a la casa azul a presentar sus respetos, y aceptó la invitación de doña Amalia, que propuso que los recién casados los acompañaran en su viaje de regreso para que Victoria pudiera conocer su casa de la playa.

—Allí estamos muy solos los dos. Podríais pasar con nosotros todo el verano.

—Me encantaría, tía Amalia.

—Pues no se hable más.

Fue la primera vez que la llamó tía. Viajó a Portugal con ella, y se sintió dichosa. Y más dichosa aún cuando el nuevo duque contrajo matrimonio y regresó a la casa azul, porque ella comenzó a frecuentarla, o cuando su suegra aceptaba celebrar en «Los Negrales» la puesta de largo de alguna de sus hijas, y Victoria se consideraba anfitriona de las fiestas de la marquesa. Se convirtió en una perfecta anfitriona también de las cacerías, que volvieron a ser un punto de encuentro para las personalidades de la comarca y de fuera de ella, y para los altos cargos militares que aportaba su cuñado Felipe como invitados. Su vida transcurría dedicada a la gozosa tarea de representar con dignidad su papel de señora de la casa. Pero algo había en su marido que la inquietaba. Leandro parecía no tener prisa por formar una familia, la suya, y su falta de interés la apreciaba en su escasa preocupación ante un embarazo que no llegaba. Pasados los primeros años, la inquietud se convirtió en angustia; y cuando Catalina se casó y dio a luz una niña, Victoria comenzó a sentirse avergonzada ante Leandro. Y sospechó que él también sentía idéntica vergüenza, aunque la escondiera como un vendaje oculta una herida purulenta. Y lo supo un día que su cuñado fue a «Los Negrales» para acompañar a Leandro al molino después de comer. En la sobremesa, Felipe bromeó acerca de la descendencia al enterarse de que la hija de la antigua lavandera de su madre había tenido una niña.

—¿Catalina, la hija de la que violaron?

—Sí, pero no lo digas tan alto, que ella no sabe que a su madre la violaron antes de matarla.

—Pero si lo sabe todo el mundo.

—Pues ella no, y no hay ninguna necesidad de que lo sepa.

—¿Y ésa es la que ha tenido una niña? Pero si hace nada llevaba dos trenzas.

—Pues ahora sólo lleva una.

—Que no se diga, Leandro, ya ves que no es tan difícil, cuando hasta los criados saben hacerlo, que si me muero antes que tú y heredas el título, no tienes a quién dejárselo.

Felipe reía de su propia gracia sin advertir que Leandro había enfurecido y apretaba la servilleta contra la mesa intentando fingir que también reía.