No, señor, no tuvimos más hijos. Mi santa quedó averiada después de parir a la Inma. Y mire que la Isidora le dio brebajes y yo me empeñé a conciencia, no vaya a creer que no puse lo mío, que la dejé encinta una pila de veces. Pero no parió más criaturas, porque no cuajaba ninguna y se desbarataba la cosa. Y a la Isidora le pasó idénticamente, y eso que tuvo un parto bueno, la comadrona dijo que había tenido la hora más cortita que había conocido. Pero el Modesto y yo nos quedamos con un solo hijo, por mucho que ellas se arrimaran todos los remedios conocidos y por conocer, y nosotros nos arrimáramos a ellas. Y ya lo ve, nos hemos tenido que apañar a la fuerza sin que nadie nos echara una mano.

Mi nieto no cuenta. El Paco sólo está a buena merced con sus borregos. Todos le quieren. Y él a ellos, y los acaricia, y los tiene bien limpitos, y cuando llega la hora de encerrarlos, los arrea halagándolos uno a uno, para que sepan que no es de su gusto darles encierro.

Yo le digo a usted que si mi santa hubiera tenido al menos otro hijo, habríamos pasado la mitad de penas. Sí, señor, de penas, la mitad. Por lo menos.Un varón. Un varón me hubiera gustado a mí, que aunque siempre hayamos tirado para alante, no nos habría venido malamente otro jornal.

¿Y para qué si no? Los hijos vienen al mundo para ayudar a los padres. Aquí el que tiene muchos hijos se las arregla mejor que el que se queda corto en ellos. Y mal ha de ser que entre todos no junten un cerro de reales bien avenidos.

Antes era así, señor comisario, y yo le estoy hablando a usted de antes. ¿Es, o no es?

Es, pues claro que es. Sin ir más lejos, mi madre trabajó en el campo hasta que se casó. Empezó de chica, como todos sus hermanos, que eran nueve, y conforme iban llegando a la edad de usar la razón y las manos, el padre los ponía a faenar en el cachino senara que tenía al pie del Jusero. No había labor que no sudaran, ora manejar la vertedera, ora desparramar el estiércol, o bregar con los sarmientos para apañar escobones después de la vendimia. Nadie le regaló nada a mi abuelo, y tampoco a mi madre, que arrancando uvas se dejó en las viñas el pellejo de las manos, y cuando se murió tenía los dedos hechos un gurruño, más retorcidos que los mismísimos nudos con los que amarraba las escobas. Con su sangre se ganó su pan, y hasta la muerte la tuvo en sangre, que la echaba por los dientes y por debajo de las uñas, y estaba cuajaíta de cardenales. Sangraba con tocarla, oiga usted. La vio un médico de pago, nos largó unas palabrejas muy raras, con unos términos, que ni mi santa ni yo fuimos capaces de entenderlo, y luego sentenció que era por alimentarse malamente. La puso a plan y le recetó unos medicamentos, buenísimos, que unas cuantas de perras nos dejamos en la botica. Pero al día siguiente se reunió con mi padre y dejó en el plato el jamón que la Nina le había cortado a tijera, menudino, y el zumo de cuatro limones que había estrujado. Y le dejó entero el jergón a mi nieto, para que durmiera él solito a sus anchas.

Dormía con ella, sí, señor. No había otro sitio. A lo primero durmió con nosotros, y cuando ya fue grandecito y se iba dando cuenta de lo que no tenía que enterarse, que los esposos de noche son hombre y mujer muchas veces, mi madre se lo llevó al jergón. A mi Catalina no le gustaba bastante. Señora Lourdes, le rezaba, ese jergón es muy chico. Y mi madre replicaba que nuestro catre tampoco era grande. Dormían a gusto con él. Lo querían a morirse. Conque el niño que nació sin madre tuvo dos hasta que faltó la mía.

No, él tampoco fue. Desde bien chico se puso al pastoreo.

Usted cree que es cosa de otros tiempos. Pero yo le digo otra verdad: yo sé bien que aún hay muchos que quitan a los hijos de las escuelas en cuanto están en edad de quitarlos.

Yo no entro en que esté mejor ni peor; pero comer, comen más.

El pan de hoy es para hoy. Y para el hambre de mañana, hay que agenciarse otro pan.

Nosotros hemos aprendido otras leyes, señor comisario.

¿Cómo me va a entender? Ni usted ni nadie que no haya probado la miseria; que no ha nacido persona que se emborrache con el vino que otro se traga.

Mire, no me cambie de tercio. Aquí estamos usted y yo, nadie nos oye y nadie nos ve. No quiera venirme ahora con monsergas. Ni ante Dios ni ante el demonio, ni ante esa ley que usted dice, tenemos iguales los derechos.

Y yo le digo que no hay ley que se pueda comer, ni de antes, ni de ahora.

Lo que mis ojos han visto hasta aquí es que las escuelas se las han repartido siempre los mismos.

Y dale con la ley. Qué ley ni qué ley. Dígame de qué nos ha servido a nosotros la ley. Ni ésa, ni ninguna. ¿De qué me está hablando?

Pues si está escrita, escrita se puede quedar. La ley será la ley. Y yo no sé si habrá ley. Qué leche voy a saber yo.

No me venga con jerigonzas. Hábleme usted con palabras que yo pueda entender, no me ponga como ejemplo a mi nieto y no mezcle la ley con la justicia, que me está buscando la boca y me la va a encontrar.

¿Ah, sí? Pues entonces, dígame cómo es posible que mi Paco no intente salir del callejón donde le han metido. Dígame por qué no intenta salvarse. Y por qué no ha querido hablar con usted que lleva la ley en la cara. Dígame, ¿no será que sabe que no hay justicia que lo salve de la sangre que llevaba encima? Y dígame, señor comisario, dígame si usted va a buscar otras manchas. Y si el abogado las tiene, si lo ha de prender. Que la justicia será la justicia cuando el que haya tenido una escopeta en las manos lo mismo que mi nieto, y el que lleve la mancha de sangre lo mismo que él, acabe lo mismo en la cárcel. Y si yo veo que ése de camisa flamante acaba donde mi nieto, entonces no me hará falta saber qué carajo es la ley, y cuál es la diferencia con la justicia.

32

Los acontecimientos se sucedieron precipitados tras la marcha de los Albuera a la capital. Su hija pequeña empeoraba de forma alarmante. Los médicos se veían incapaces y Aurora deseaba regresar al cortijo, convencida de que iba a morir. Su madre llamó a Victoria y, al comunicarle los deseos de su hermana, la despojó del sueño que había madurado durante su luna de miel y que se concretó al entrar en el cortijo convertida en señora de la casa. Victoria se vio obligada a aceptar de mala gana que su familia se instalase de nuevo en «Los Negrales» creyendo que era un capricho de la enferma, sospechando incluso una secreta intención: fastidiar con su presencia su recién estrenada soberanía al obligar a su madre a regresar. Pero no había entendido bien. Únicamente Aurora regresaría. Sus padres no debían abandonar la capital hasta que el incidente del desfile dejara de suponer un riesgo para don Ángel. El alivio al escucharlo hizo que Victoria recuperara la autoridad perdida por un momento, y se sintió de nuevo dueña y señora de «Los Negrales».

—No te preocupes, mamá. Isidora y Catalina se harán cargo de ella, y la cuidarán, como antes. Tú quédate con papá. Y tranquila.

—¿Catalina? ¿Pero no se la has devuelto a tu suegra? ¿No le dijiste que te quedabas con ella hasta después de la boda?

La hija le contó, orgullosa de saber solucionar los problemas que acarrea el gobierno de una casa, cómo había resuelto el primer conflicto doméstico que se le había presentado. Cuando Catalina no quiso separarse de Isidora, ni de Justa, ni de Joaquina, Victoria habló con la marquesa de Senara.

—Ya sabes que Jacinta es un encanto, mamá. Y lo ha entendido perfectamente.

Catalina continuó al servicio de Victoria. Atendió de nuevo a la señorita enferma en cuanto regresó, y asistió impotente a su paulatino deterioro. Le llevaba las bandejas con la comida, y las retiraba sin conseguir que comiera. Leía para ella aunque no la escuchara. Repasaba palabra a palabra la Historia Sagrada, y las vidas de los santos en los libros donde Aurora le había enseñado a leer. Martirios y milagros; glorias, pecados, culpas, venganzas, castigos y arrepentimientos se mezclaban para salir despacio de los labios de Catalina, mientras Aurora se golpeaba el pecho con su escapulario apresado en un puño, sin oírla siquiera, desde su místico arrebato.