—¿Quiere que le cuente el cuento de la buena pipa?

Ella intentaba distraerla de su aflicción con otros cuentos, los que había aprendido de Isidora en las tardes de domingo.

—Yo no digo que se calle ni que no se calle, sino que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa.

Se ovillaba en el suelo junto a la mecedora de la enferma y la arrullaba con el tono de su voz hasta que se quedaba dormida. Dormida. Y así la vio por última vez. Dormida. Y corrió a buscar a la señorita que se había convertido en señora, para decirle que no despertaba.

—¿Cómo que no despierta?

—Que no despierta. Que no. Que siempre que me voy levanta los ojos y me dice gracias, Nina, y ahora no los levanta ni mijita

Victoria subió la escalera tan aprisa como su estrecho vestido se lo permitió, pero no pudo alcanzar a Catalina, que se encontraba arrodillada a los pies de la hamaca cuando ella entró en la habitación, acercando las puntas de sus dedos a un brazo de Aurora.

—¿Lo ve? A mí me da por barruntar que este sueño que tiene se parece mucho a la muerte.

Parecía dormida. Parecía abandonada a la comodidad de su mecedora.

—Calla, Nina, por Dios.

Su cabeza reclinada se deslizó hacia uno de sus hombros y sus manos resbalaron de sus piernas. La hamaca se movió con la presión que los dedos de Catalina ejercieron en el brazo de la enferma. Y Catalina apartó la mano como si la retirara del fuego.

—¿No está viendo que se menea el butacón, pero la señorita no se menea?

Victoria se acercó a su hermana sin atreverse a tocarla. Incapaz de comprobar si dormía, o no dormía.

Unas horas después, llegaron los Albuera. Encontraron a su hija menor en el pabellón de invitados rodeada de cirios encendidos en un catafalco improvisado. Yacía sobre un manto negro en la mesa del comedor de los trofeos, vestida con un hábito blanco, con el escapulario de la Virgen del Carmen sobre el pecho y las manos entrelazadas en su rosario de cuentas de cristal.

Las pompas fúnebres se celebraron con el mayor boato. Una carroza tirada por ocho caballos trasladó a Aurora al convento. Novicia de nuevo. Doña Carmen y Victoria la vieron alejarse por la avenida de álamos y no pudieron contar los automóviles que la seguían despacio, ni los jornaleros que culminaban a pie el cortejo detrás de los deudos. El padre de la novicia ocupaba el primer vehículo.Cuando supo que se encontraba fuera del alcance de la vista de su esposa, retiró de sus piernas la capa española que lo cubría y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una petaca de plata. Su cuñado Federico, el marido de doña Ida, viajaba junto a él. Le observó beber con prisas, y esconder la petaca mientras se secaba una lágrima. Ambos cargaron el ataúd a hombros cuando la comitiva llegó al convento, ayudados por el marqués de Senara y sus dos hijos varones, y lo introdujeron en la capilla adornada con crespones negros. En el primer banco, don Ángel no cesó de acariciar la cinta de su sombrero, dándole vueltas con la misma lentitud con la que parpadeaba sin dejar de mirar al frente con un gesto de rencor, con los ojos clavados en el retablo del altar, en el Cristo que no le miraba, mientras don Matías celebraba la misa y rociaba con un hisopo el féretro de caoba cubierto de coronas de azahar que ocultaba a su hija. Las religiosas de la comunidad cantaban en el coro y, tras la celosía, la madre Amparo consolaba a la hermana portera. Los hombres cargaron el féretro de nuevo cuando el oficiante lo indicó y salieron con él de la capilla al paso de un réquiem. El padre entró al panteón del pequeño cementerio llevando en el hombro a su hija por última vez. Y fue el primero en ver la tumba abierta, el abismo que acogería al miembro más joven de su familia, y la lápida que no señalaba su nombre, ya que su esposa había decidido que la enterraran como sor Eulalia. Y en el mármol blanco que selló el hueco recién cubierto, fue el primero en leer la fecha de su muerte en letras grabadas en cobre, diez días antes de que llegase a cumplir los veinte años.

Pero ésa no sería la única pérdida que la familia debería afrontar. Antes de que hubieran podido asumir el dolor, antes incluso de conocerlo a fondo, cuando la salmodia en los rezos de Aurora no había enmudecido del todo, otra pérdida señalaría a los Albuera y Paredes Soler.

Se preparaban ya para regresar a la capital, cuando el hijo mayor de los marqueses de Senara llegó a «Los Negrales». Felipe ostentaba un alto cargo militar, había decidido permanecer en el ejército una vez acabada la guerra y su ascenso fue rápido, probó su lealtad, paralela a su ambición, demostrando su valía con la dureza sistemática que empleaba en las misiones de represalia que le fueron asignadas. Acudió de uniforme al cortijo, y reunió a la familia en el gabinete para comunicarles, extraoficialmente, que Federico había sido detenido. El horror prendió en los ojos de doña Carmen que, sin darse cuenta, dirigió sus pasos hacia él.

—Acabo de enterarme. No puedo hacer nada, Carmen.

Doña Ida y su marido se habían marchado a Pamplona el día anterior, inmediatamente después del entierro de su sobrina, pero a él lo esperaban en la puerta de su casa y no había llegado a entrar. Doña Carmen intercedió ante Felipe. Y él insistió en que no podía hacer nada. Lo habían condenado a la pena capital enjuicio sumarísimo, y no tardarían en llevar a cabo su ejecución.

—Te aconsejo que dejes las cosas como están. Os estáis significando políticamente, Carmen. Tu marido armó una comedia en el desfile, pero lo de tu cuñado es alta traición. Lo mejor sería que os fueseis inmediatamente como teníais pensado.

—Pero tienes que hacer algo.

—Federico se ha metido donde nadie le ha llamado, y de ahí no hay quien lo saque. Ha sido condenado en un Consejo de Guerra.

—No puedo creerlo, Felipe. Es el marido de mi hermana. Habla con quien tengas que hablar.

—Escucha, esta vez no es tan fácil. Se trata de un separatista, de un traidor, de un canalla que ha puesto en peligro a su familia.

—¿A su familia? Pero ¿y mi hermana? ¿Dónde está mi hermana?

—No te preocupes, no le pasará nada. La he llamado personalmente. Ida no debe hablar con vosotros, y nadie deber saber que yo he hablado con ella.

Federico fue fusilado a la mañana siguiente. Y su viuda siguió el consejo de Felipe. Abandonó el país uniéndose a los vencidos en su huida, sin entender muy bien por qué debía marcharse, aumentando la larga fila de hombres y mujeres que se protegían del frío envueltos en mantas. Una extensa caminata, inexplicable, urgente e imprevista, la aguardaba. Atravesó a pie la frontera con Francia, ignorando las causas que habían llevado a su marido al paredón, confusa, desorientada y perpleja, con la más pequeña de sus hijas de una mano y cargando en la otra un bolso de viaje donde la premura le hizo guardar apenas algo de ropa, sus joyas y unas cuantas fotografías. Caminó detrás de su sirvienta, que llevaba a sus otras dos hijas de las manos y un fardo en la cabeza como único equipaje, una manta anudada en sus extremos, con sus escasas pertenencias y dos panes y un queso en su interior. Doña Ida acompañó la marcha de los hombres y mujeres que caminaban junto a ella en un silencio tristísimo. La derrota arrastraba carros rebosantes de enseres, los que los fugitivos habían podido cargar, donde aupaban a los niños coronando con ellos baluartes de colchones. Algunos padres conducían a sus hijos de la mano, y otros llevaban a hombros a los que no podían caminar.

33

Dese usted cuenta, señor comisario, dese usted cuenta que aquí todo llega a saberse por mucho que uno se empeñe en esconderlo.

Yo no le ando con acertijos. Ni a usted ni a nadie. Pero todo el mundo sabe más cuando se acuesta que cuando se levanta. Y ayer me enteré yo, como se enteró todo el pueblo, de que la familia vino entera para despedirse de las tierras, y de él.