¿De verdad? ¿Ya tiene que irse?

Lo comprendo, sí, señor. Es usted un hombre ocupado.

Échese antes otro cigarro.

¿Y un licor? Tengo el de bellota, que está muy rico.

Yo tampoco lo había probado hasta hace unos años.

Ya le he dicho que le comprendo. Vaya usted con Dios.

Aquí estaré si precisa de algo.

36

Era casi de noche cuando Felipe decidió acercarse a «Los Negrales» a visitar a su hermano. Disfrutaba de unos días de permiso y no deseaba pasarlos escuchando reír a Piedad y María, las gemelas habían llegado a la edad de la risa y eran imparables en sus carcajadas sin motivo. Ni quería soportar las lamentaciones de sus tres hermanas mayores, que no encontraban con quién casarse y culpaban a la guerra de la escasez de hombres disponibles; se pasaban una a otra las quejas y se insultaban ente sí llamándose solteronas, apelativo que las acompañaría basta su muerte, muchos años después, tras una brutal convivencia cargada de reproches que comenzaron esa misma tarde cuando a doña Jacinta, su madre, se le ocurrió bromear diciendo que no debían ir siempre juntas, que se parecían a las gemelas cuando eran pequeñas y pretendían casarse las dos con el mismo hombre.

—Asustáis a los pretendientes, porque temen llevarse a una mujer y a dos cuñadas por el mismo precio.

Las gemelas retomaron sus risas y la madre añadió que ellas lo tenían peor aún.

—¿Dónde vais a encontrar a un santo que os aguante a las dos?

El marqués secundó la opinión de su esposa y se retiró a practicar una sonata al violín, huyendo del semblante sombrío que comenzaba a dar señales en sus tres hijas mayores. Felipe aprovechó la escapada de su padre, dejó que sus hermanas comenzaran con una discusión que no acabaría nunca y abandonó la casa después de ensillar su jaca. Le gustaba recorrer el camino hasta el cortijo cabalgando, entrar a galope por la avenida de los álamos y que todos le oyeran llegar, para poder presumir de la precisión de su parada a raya en el mismo umbral de la entrada. Se acercaba al arco de a «Los Negrales» cuando divisó a lo lejos la figura de dos mujeres que caminaban por la alameda. Apresuró la marcha, hundió las espuelas, castigó con la vara a su montura, se detuvo en una de sus precisas frenadas al llegar junto a ellas, y encontró frente a sí a Isidora y a Catalina. Quizá un poco asustadas, se apartaron a un borde del camino para alejarse del animal, que mordisqueaba su bocado soltando espumaradas de baba y subía y bajaba la cabeza rebelándose contra el ronzal que lo sujetaba.

—Felicidades, Nina, me han dicho que has tenido una hija.

—Agradecida, señorito Felipe.

—No tengáis miedo, no os va a morder.

—¿Y quién le ha dicho a usted que tengamos miedo?

Sí, tenían miedo. Y él saboreó el placer que le producía haberlas asustado.

—¿Es guapa tu hija?

—Más que yo.

—¿Y más que Isidora?

Al tiempo que Felipe hablaba, dirigió la cara de su caballo hacia el pecho de Isidora. La jaca cesó en sus movimientos de cabeza y le manchó con la espuma espesa y blanca que rezumaba entre los dientes.

—Un pura sangre reconoce a otro en cuanto lo huele.

Isidora se limpió con las faldas dejando al descubierto la transparencia de sus enaguas. Se cubrió al advertir que Felipe la miraba entornando los ojos, recorriéndola de abajo arriba sin dejar de acariciar el cuello del animal. La suavidad de sus caricias se hizo firmeza cuando Isidora se tapó las piernas. Felipe colocó la palma de la mano abierta sobre la testuz de su jaca, y la obligó a mantener su boca en uno de los hombros de Isidora.

Catalina se tocó la cicatriz de la mejilla antes de sujetar al caballo por las riendas y encarar al jinete.

—No es menester arrimarse tanto, señorito.

—Cuando tuve ocasión no me acerqué lo suficiente, ¿verdad, Isidora? Siempre hay una segunda oportunidad.

—Pues ya se ha acercado lo bastante, de forma y manera que nos deja usted seguir camino ahora mismito, que andamos apresuradas.

La diminuta mano de Catalina intentaba alejar al jinete. Felipe hizo un movimiento rápido con las bridas.

—Suelta, Nina.

Se apartó de Isidora y levantó las manos del caballo. Las mujeres aprovecharon para huir. Pero él se situó frente a ellas cortándoles el paso y se inclinó hacia Catalina.

—Una mujer no debe sujetar la montura de un hombre. Nunca, Catalina.

Nunca sujetes mi montura. ¿Has entendido?

—Pues baje del púlpito ése, si quiere usted hablarme.

—Es con Isidora con quien yo quiero hablar. Y se ve que eres tú la que lleva prisa. ¿Por qué no te adelantas y nos dejas solos? Seguro que tu hija está berreando. Anda, ve a darle de mamar, que no te va a quedar ni gota cuando llegues. Mira cómo vas.

La camisa de Catalina dejaba ver un cerco empapado en el centro de sus dos pechos. Isidora se colocó delante de ella, y la ocultó de Felipe.

—Nada tenemos que hablar usted y yo, señorito.

Los ojos de Catalina asomaban furiosos por detrás de uno de los hombros de Isidora. Se había puesto de puntillas para poder ver a Felipe y se encaramaba sobre el cuerpo de su compañera intentando mantener el equilibrio.

—Dicho está. Siga usted su camino, que me da a mí que es usted el que lleva más que una mijina de prisa.

—Isidora sabe que no, que hace años que la estoy esperando. Adelántate, Nina, y espérala en su casa, que ella y yo tenemos pendientes unas palabras.

—Ni media palabra tengo que decirle yo a usted, y lo mismo debería decirme usted a mí.

—Vaya dos hembras con las que he ido a toparme.

—Dos hembras que tienen marido.

Felipe se echó a reír, saltó del caballo y acercó sus ojos a los de Isidora.

—Ya sé que te dieron un marido, pero antes te dieron otra cosa, que entonces no quise darte yo, y ahora sí te la quiero dar. Dile a Nina que se vaya.

Isidora sintió que sus piernas temblaban, intentó moverlas pero no la obedecieron. Quiso controlar la parálisis que se adueñó de ella y alargó los brazos hacia atrás. Así la sujetaban ellos, desde atrás. Así le impedían moverse. Así la besaron, y la acariciaron, y le separaron uno a uno las piernas mientras otro la sujetaba desde atrás. Felipe advirtió cómo la sirvienta se abandonaba aferrándose a Catalina sin oponer apenas resistencia, sin retirarse de su mano, que ya le había desabrochado la blusa y buscaba su carne estremecida. Consiguió acariciar su pecho, apretarlo, y llegar a uno de sus pezones, mientras acercaba sus labios al escote que se le ofrecía recién abierto.

—¿Te gusta, eh? Dile a Nina que se vaya. Te voy a dar lo que no te dieron esos brutos. Ven aquí. Ven.

No supo nunca que Catalina cogió una piedra. Ni pudo saber cuál de las mujeres le golpeó en la nuca cuando acababa de quitarse el sombrero y hundió su boca en el pecho de Isidora. No podría recordar cómo lo subieron al caballo, ni en qué estado lo condujeron hacia el cortijo. Pero recordaría los susurros de Isidora y el apremio en la voz de Catalina al colocarle las botas en los estribos.

—¿Lo habremos matado, Nina?

—Con vida lo hemos subido al caballo, y con vida ha de llegar al cortijo.

—¿Y si se cae?

—Ya se levantará. Y si no, que no se levante, que si no lo hemos matado nosotras, lo ha de matar el Modesto cuando se entere.

—El Modesto no ha de enterarse. Ni yo se lo voy a contar ni tú tampoco, Nina.

—Pues mi Antonio lo acaba.

—Tampoco el Antonio va a enterarse. Júramelo.

—Si no he de poder contarlo, reviento.

—Es de preferir que revientes tú sola, y que no te revienten los otros.

—¿Qué otros?

—Los que cierran la boca, y te la hacen cerrar.

—Pero el señorito no se va a quedar callado cuando despierte.

—Callará. Él sabe mejor que nadie que hay cosas que no conviene contar. Y tú lo tienes que aprender. Júramelo por tu hija ahora mismo.