—¿Qué pasa?

—La madre de la señora se ha muerto.

—¿Qué dices, chacha?

—Que se ha muerto doña Carmen, Isidora, que le ha dado el tifus.

Las sirvientas esperaron en la cocina sin saber qué hacer, hasta que Leandro las llamó desde el corredor y les dio la noticia. Ellas la recibieron como si no la conocieran, expresaron sus condolencias, pidieron permiso para subir al dormitorio del matrimonio a dar el pésame a su señora, y reanudaron sus tareas después de que ella les indicó que siguieran con lo que estuvieran haciendo. Isidora fue la última en salir de la habitación. Y observó que Victoria dejó de reprimir el llanto cuando creyó que nadie la miraba.

Esa misma tarde, llegó a «Los Negrales» don Ángel Albuera acompañando al cuerpo sin vida de su esposa. Al día siguiente, el cadáver fue trasladado al convento. Pero esta vez fueron otros los que cargaron a hombros un ataúd, desde la capilla ardiente al coche fúnebre, y después hasta el cementerio. El viudo caminó arrastrando los pies, cubierto con su capa española, apoyando su debilidad en los brazos de los hijos del marqués de Senara. Después del sepelio, se marchó de nuevo a la capital, de la que regresaría sin vida, apenas cinco años más tarde, víctima de una cirrosis hepática.

Victoria se había despedido de su padre rogándole que no se marchase, y Leandro le había insistido en que se quedara en el cortijo con ellos, pero él se negó. Subió al automóvil, se inclinó hacia el chofer, y repitió la orden que la costumbre le había llevado a decir:

—Lorenzo, conduce lo más rápido que puedas.

Se arrellanó en su asiento sin mirar atrás y sacó la petaca de plata. Bebió como si quisiera tragarse toda la vida que le quedaba. Su hija no le vio beber. Victoria se retiró hacia el interior de la casa antes de que el coche alcanzara la alameda, y subió a su habitación, donde encontró a Isidora preparando su cama. La sirvienta introducía un calentador de cobre entre las sábanas, manipulaba el mango con lentitud, atenta a mantenerlo el tiempo suficiente para calentarlas sin llegar a quemarlas. Victoria deseó arroparse con su tibieza. Sintió la necesidad de buscar un calor que no fuera el de su propio cuerpo. Observó que Isidora tiraba del mango del calentador y, sin pensarlo, le preguntó por su hijo.

—Abajo lo tengo. Hasta que esté con la teta me lo he de traer, si a usted no le es molestia, señora.

—¿Cómo es?

—Hermoso y fuerte. Bien sanito.

—Tráemelo, que yo lo vea.

Todos los deudos habían abandonado ya «Los Negrales». Isidora se encontraba al pie de la escalera con su hijo en brazos, con la cabeza inclinada hacia él, y no vio a Leandro.

—Una hembra con su cría, qué ternura. A ver, enseñáme a tu hijo.

No esperó a que la sirvienta se lo mostrara, apartó la manta que cubría al bebé y acarició con su índice la nariz del niño, para levantar después con el mismo dedo la barbilla de la madre.

—Tan guapo como tú, pura sangre.

Leandro apartó su dedo del rostro de Isidora. Ella sacudió la cabeza, limpió con la manta la nariz de su hijo y comenzó a subir los escalones, sintiendo los ojos del señorito en sus piernas hasta que llegó al rellano de la escalera. Entonces se volvió hacia él. Él dejó de mirarla, y siguió su camino.

En el pabellón de caza, esperaba a Leandro el joven que había traído la noticia de la muerte de su suegra para ultimar los detalles del testamento de doña Carmen, que lo había nombrado albacea. El abogado le anunció que, una vez finalizados los trámites que debía gestionar, en breve acudiría al cortijo un tasador de su confianza para valorar las propiedades.

—Después veremos cuánto hay que darle a su tía Ida. Y lo pondremos todo a nombre de Victoria.

—¿Y su tía no puede negarse a vender?

—Para eso tendría que comprar, y no se encuentra en condiciones de hacerlo. No te preocupes, está todo controlado.

La tasación fue rápida, y ventajosa para Victoria. Una semana después de la muerte de doña Carmen, su hermana Ida llegó a «Los Negrales», el abogado le planteó la situación y ella aceptó venderle a su sobrina la parte que le correspondía de la herencia de sus padres. Había regresado de Elne, la pequeña localidad francesa donde había pasado los últimos años, a tiempo de asistir a los funerales que se celebraron por su hermana en la parroquia del pueblo, pero no alcanzó a verla, como hubiera deseado. Visitó su tumba en el convento. Cerró la operación de compraventa, y le dijo a Catalina que quería conocer a su hija.

—¿Cómo se llama?

—María Inmaculada de la Purísima Concepción.

—Como la Virgen.

—Como la mismísima Virgen, señora.

Acompañó a Catalina a su casa caminando, tras invitar inútilmente a la sirvienta a subir a su automóvil. Regresó cargada de cántaros y botijos y se marchó esa misma tarde. Al abandonar «Los Negrales», en el mismo instante en que dejaron atrás la alameda, sus hijas le pusieron al corriente de la discusión que habían mantenido con Victoria y con su abogado. Indignadas por el precio que habían puesto a sus tierras, se interrumpían unas a otras lanzando improperios contra su prima. La madre intentaba calmarlas, pero ellas no permitían la calma. Doña Ida nunca quiso conocer los detalles de aquella discusión, pero las jóvenes aprovechaban cualquier circunstancia para reprochar el comportamiento de Victoria de forma recurrente. Y cuando doña Ida decidió abrir una pensión en la capital y se enfrentó a los primeros contratiempos, o incluso cuando los problemas se solucionaban, su nombre aparecía siempre cargado de un violento rencor.

—Nos irá bien, no os preocupéis.

—Mejor le irá a Victoria, mamá.

Ninguna de las tres regresaría jamás a «Los Negrales». Doña Ida les recriminaba su actitud, e intentaba hacerles comprender que gracias a aquella venta pudo poner el negocio que les permitía vivir.

—Victoria es la que ha hecho un magnífico negocio, mamá.

E insistían en que rechazara las cestas que enviaba. Pero la madre les ordenaba callar, alegando que no consentía que hablaran mal de su familia y que los productos que le llegaban suponían una importante ayuda para su economía. Ninguna de las tres volvería a ver a su prima. Y cuando Victoria decidió instalarse en la capital, ninguna respondería a sus llamadas. Desaparecían al tiempo que anunciaba su visita, y regresaban después de que ella se hubiera marchado. Se negaron a conocer a sus hijos, ignoraban las invitaciones a sus fiestas, y al llegarles el momento de casarse, ninguna la invitó a su boda. Doña Ida fue la única que mantuvo una discreta relación con su sobrina, y fue la única que regresó a «Los Negrales» en dos ocasiones: para asistir a la fiesta de la hija mayor de Victoria, cuando la niña cumplió los quince años y la invitó personalmente, y para acompañar a su sobrina en su dolor por la pérdida de su hijo Agustín. Ni siquiera entonces pudo convencer a sus hijas de que la acompañaran. Doña Ida acudió del brazo de Aurora al cementerio del convento, y tras el entierro de Agustín, depositó unas flores en la sepultura de su hermana Carmen, sabiendo que era la última vez que la visitaba. Se sentía cansada. Sabía que los años la habían llevado a la vejez, aunque ella no se hubiera dado cuenta hasta ese momento. Le pidió a Aurora que la ayudara a inclinarse hacia la lápida y se despidió de su hermana en voz baja.

—Te veré pronto, Carmen, pero no aquí. Aquí hace tiempo que no hay sitio para mí.

Poco después, murió rodeada de sus hijas y de sus nietos en el pequeño apartamento que había habilitado en la pensión que seguía regentando con la ayuda de Elo, la sirvienta que la siguió hasta Francia, la mujer que en tiempos de penuria la ayudó a vender perrunillas por las calles de Elne, horneadas por ellas mismas en la pequeña cocina del apartamento que alquiló hasta que pudo permitirse una casa más apropiada, cuando comenzó a llegar la renta que le enviaba Leandro. Elo tenía su mano apretada entre las suyas durante su agonía.