Todo me lo ha relatado, señor comisario.

Andaba buscando un borrego que se le había extraviado, el Botaslo llama él, porque tiene las patas negras y es todo blanco. Estaba allí nada más que por eso. Y entró en el caserón porque lo habían dejado de par en par. Entonces vio la escopeta en un armario que tiene las puertas de cristal, tal que unos escaparates que todavía le están hediendo, porque él se acercó sólo a mirar, pero no supo resistir y cogió una escopeta. Había más, pero sólo cogió una. Luego después, la cargó, salió al patio y se encontró con el señorito Leandro. Pero él no disparó. Dejó el arma arrimadita a uno de los pilares de los arcos. Hablaron. Poco, ya sabe usted. Y cuando mi Paco se fue del cortijo, llegaron los otros que iban a morir. El reconoció a la madre y al hermano de la señorita, que al marido no lo conocía. Con el abogado don Carlos y con la señorita Aurora iban, en un coche, todos juntos.

Se ve que le ha valido que yo le relatara lo que el hijo de la Isidora me contó la otra noche, que en cuanto yo acabé de hablar, empezó él.

Ya le he dicho que le va un perjuicio en callarse. Y que usted me ha asegurado redondamente que don José María es el único que puede ayudarle. Pero mi nieto se empeña en que habla conmigo, y sólo conmigo.

¿Y usted no puede decirle a don José María que haga como que yo soy mi nieto?

¿Y si yo se lo cuento primero, y después él tira del hilo para que mi nieto suelte lo que tiene en enredo? Capaz es que si el abogado entra sabiendo lo que ha de saber, y mi nieto sabe que lo sabe, lo cuenta otra vez.

¿Cómo va a pensar eso, hombre de Dios? ¿Cómo va a pensar nadie que esto es un juego, leche, cuando lo tienen guardado con siete cerrojos?, que los techos que tiene por cima yo no sé cuántos serán, pero las puertas que he pasado al salir las he contado, y eran siete.

Hoy ha hablado lo suyo, sí. Pero no quiere hablar más.

Me da a mí que me ha soltado el repertorio porque quiere que yo vuelva mañana. Él no tiene por costumbre pedir. Pero yo iba a llegarme a verle aunque no me lo hubiera pedido. Mañana, pasado y al otro. Y todos los días hasta que le dejen salir.

¿Se lo llevan?

¿Cuándo?

¿Dónde se lo llevan pasado mañana?

¿Y es mejor ese sitio que éste?

Aquí me ha dicho que le tratan bien.

¿Por qué se lo llevan tan lejos?

Me gustaría ir con él.

Ya me figuro que no puede ser.

¿Lo traerán pronto de vuelta?

Entonces, iré yo hasta allí.

Está lejos.

Yo no he ido nunca.

Pero sé que está lejos.

Lejos está.

CUARTA PARTE

44

Había paseado por las tierras que en otro tiempo consideró como propias. El abandono lo sintió en las piernas, cuando se negaron a seguir caminando. Leandro sabía que no era la edad la que le había fatigado. Eran los ojos, que no deseaban ver la desolación que se mostraba ante él. Regresó al pabellón de caza; recordó su antiguo esplendor en las tinajas de la entrada, milagrosamente repletas de plantas que nadie cuidaba; y se sentó en el porche a contemplar el cielo. Le extrañó el color de las nubes, presagiaba nieve. Pero no sería la primera vez. Mañana nevaría. Y en esta ocasión, Victoria sería testigo de un fenómeno atmosférico casi desconocido en la comarca. Nevaría. Sí. Hacía demasiado frío. Entró a buscar una manta. Volvió a sentarse y se cubrió las piernas. Leandro hubiera preferido no haber regresado a «Los Negrales», pero su esposa quiso despedirse de las tierras que habían pertenecido a su familia durante generaciones, e insistió en firmar en el notario del pueblo los documentos de venta. Pronto regresaría, con los demás. Él no quiso acompañarla al notario, se quedó en casa de sus hermanos y, después de asistir a las interminables discusiones de las solteras y de mantener una charla con Felipe, se fue caminando al cortijo.

Los ladridos de un perro se oyeron de cerca. Provenían del interior del pabellón. Se levantó, entró al patio porticado y vio cómo un hombre se ocultaba detrás de uno de los arcos.

—¿Quién anda ahí?

La mano que sujetaba al animal era deforme. Leandro dio unos pasos hacia el arco y se detuvo cuando el perro le enseñó los dientes y escuchó la voz del dueño intentando calmarlo.

—Quieto, Pardo.

—¿Quién es usted? Salga inmediatamente.

El hombre que asomó la cara estaba más asustado que él.

—El Pardono hace mal. Y yo tampoco.

—¿Qué haces aquí?

—Se me escapó un borrego.

El nieto de Catalina salió de su escondite. Leandro no vio cómo abandonaba una escopeta apoyada en la pilastra que soportaba la arcada. Pero se fijó en su mano.

—¿Eres el nieto de Catalina?

—El mismo soy.

—¿Cómo has entrado?

—Estaba de par en par.

—¿Estaba abierto? Verídico, señorito.

Sí. Se había dejado la puerta abierta, cuando quiso acercarse a lo que antes era un olivar sin saber que regresaría deseando no haberlo visto. Y ahora tenía frente a sí a quien no hubiera deseado volver a ver nunca. Felipe le había hablado de él hacía tan sólo unas horas, y le había contado lo que nunca hubiera querido saber. Leandro acababa de conocer las consecuencias de una conversación que mantuvo con su hermano treinta años atrás, en la que quiso justificarse ante él por haber permitido que Victoria se llevase al hijo de Isidora y le explicó la forma que encontraron para vencer su resistencia y la de Modesto. Tendría que haber callado algunos detalles. Guardar el secreto. Pero mencionó la medalla. Y ahora sabía que fue un error. Habló de ella para no confesar que su mujer le convenció porque él se dejó convencer; para no admitir que accedió a llevarse al niño porque no quiso renunciar a ser el único administrador de las propiedades de su esposa. Hacía tan sólo unas horas que Felipe le recordó aquella conversación. Fue durante su primer regreso al cortijo, cuando su hermano tomó posesión del marquesado de Senara tras la muerte de sus padres, víctimas los dos de un accidente de carretera. Leandro y Victoria no habían querido regresar hasta entonces. Él administraba las fincas desde la capital y el abogado de la familia se instaló en el pueblo para vigilar de cerca sus intereses y mantenerlo al tanto. Ninguno de los dos se atrevía a volver, pero mantenían el cortijo abierto para ahuyentar la sensación de huida que ambos se negaban a admitir.

Siete años después de aquella mañana de junio que les llevó a la capital con un hijo ajeno en los brazos, Felipe les notificó el accidente que les obligaría a enfrentarse al primer regreso. Su padre llevaba el volante, sufrió un colapso y estrelló el automóvil contra otro que venía de frente. Sus hermanas gemelas lloraron tanto como habían reído en su adolescencia, y las solteras pasearon su luto con dignidad y organizaron después la ceremonia de pleitesía en la casa familiar que habitaban con el reciente marqués, soltero también, donde los cuatro vivirían en perpetua desavenencia hasta la muerte.

Tras las protocolarias presentaciones de respeto al nuevo jefe de la casa de Senara, los hermanos se retiraron al despacho donde su padre solía tocar el violín.

Felipe le preguntó las razones de una ausencia tan larga, y él le contestó que estaba bien donde estaba.

—No me vengas con cuentos, a ti siempre te ha gustado el campo.

No tuvo que insistir demasiado, Felipe siempre había conseguido convencer a su hermano de cualquier cosa que se propusiera. En aquella ocasión, deseaba saber más de lo que hasta entonces le había contado acerca de su marcha, tan rápida como extrañamente repentina. Leandro admitió que añoraba su vida en «Los Negrales», que la nostalgia le acompañaba desde que se marchó y que desde entonces no pensaba más que en volver. Le confesó que había amenazado a Modesto y que se había llevado a su hijo a la fuerza; que vivía con esa pesadumbre, que la llevaba arrastrada durante siete años, y que temía encontrarse con Isidora.