—Eso es una solemne tontería. Todo el mundo sabe que ese niño está mejor con vosotros. Además, Isidora no trabaja allí desde que os fuisteis. No tienes por qué encontrártela.

—Tú no lo entiendes, Felipe. También los amenacé con la muerte.

—Amenazaste con denunciarlos por rojos. Y son rojos. Pero ya no matan a nadie por eso.

Entonces fue cuando le habló del asesinato de Quica, y de la medalla que llevaba al cuello cuando la mataron. Felipe le escuchó con atención mientras se fumaba un cigarro. Mostró su sorpresa ante un secreto tan bien guardado, y le preguntó que si él lo conocía.

—Yo supe que Isidora mató a ese soldado cuando Victoria me enseñó la medalla. Hasta entonces sabía lo mismo que tú.

—¿Dónde está esa medalla?

—¿Por qué?

—Por nada, me gustaría verla.

Hacía tan sólo unas horas que comprendió que jamás debería de haberle revelado a Felipe la existencia de esa medalla. Y que tendría que haber detectado la lujuria que dejó traslucir el brillo de sus ojos cuando le pidió que se la enseñara. Pero él desconocía entonces el rencor que su hermano había acumulado contra Isidora y Catalina, alimentado día a día en el transcurso de los últimos años. Leandro hubiera preferido seguir creyendo que su carácter se agrió sólo a causa de la caída del caballo, que sólo su invalidez lo transformó en un ser virulento y ácido, incapaz de mirar de frente.

Hacía tan sólo unas horas que sabía que aquella conversación fue el primer paso hacia la venganza que tomó cuerpo en el hombre que ahora tenía delante. Al día siguiente de conocer los detalles del asesinato de Quica, Felipe fue a «Los Negrales», y se marchó del cortijo con la medalla que le había entregado Leandro, cediendo a su insistencia de la necesidad de guardarla en lugar más seguro.

—Ahora que no venís nunca por aquí, podría robarla alguien. Ese secreter se abre con mirarlo.

—Te la doy si me juras que no denunciarás a Isidora.

—Lo juro.

A cambio de su juramento, Felipe le arrancó a Leandro la promesa de que volvería a «Los Negrales» en vacaciones con sus hijos. Y Leandro regresó en el mes de junio, y pasó en el cortijo las vacaciones escolares, y todas las siguientes, hasta que su hijo Agustín murió, sin volver a acordarse de la medalla. Durante muchos años, disfrutó de nuevo con la pasión que sentía por la tierra, y le reprochó a Victoria que no la compartiera con él. Ella se negaba a volver, y accedió tan sólo en contadas ocasiones. Hacía apenas unas horas que Leandro había recordado una de ellas: el día en que el nieto de Catalina llegó a «Los Negrales» siendo apenas un niño. Victoria sintió lástima de aquel muchacho tullido que quería ser pastor, y Leandro lo contrató, sin saber aún que Felipe había cumplido sus ignominiosos deseos de revancha, y que él mismo le había dado la clave para llevar a cabo su desagravio.

La venganza que trancó el nuevo marqués no se efectuó tal y como él la había urdido. El azar mejoraría los resultados que esperaba. Los años transcurridos desde su caída habían sido suficientes para enfriar el plato. Felipe tenía en la mano la forma de servirlo. Cuando se despidió de Leandro en el cortijo, se metió la mano en el bolsillo, y se marchó acariciando la llave que le abría distintas perspectivas para el escarmiento que merecían las mujeres que le habían destrozado la vida. Sabía que Catalina ignoraba que habían violado a su madre, y él había aceptado como un hecho que no debía saberlo jamás. Revelarle aquella violación no se le había ocurrido nunca, hasta ahora. La sangre y el nombre de Quica sobre la medalla dispararon su imaginación. Podría mostrársela en primer lugar a Isidora. Sí. O reunirlas a las dos. Ver sus caras, mirándose la una a la otra mientras él les ponía delante la prueba de que Isidora mató al soldado que violó a Quica, revelando a un tiempo que Quica había sido violada y que Isidora había asesinado a un hombre. Las sirvientas no tenían por qué saber que él no faltaría a la lealtad hacia Leandro. No podía denunciar a Isidora pero la amenaza del garrote vil las haría temblar. Después de saborear sus cavilaciones, decidió visitar a Isidora. Ella sería la primera en ver aquella medalla. Se dirigía hacia su casa cuando vio caminar a una joven que no reconoció. Sus movimientos cadenciosos le recordaron a la hija de Catalina. Sí, la había visto moviendo así las caderas, en la casa azul, donde había entrado a servir para su primo. Esperó a que doblara el recodo donde acababan las chumberas y la dejó que se acercara. Al cabo de unos minutos, encontró a la hija de Catalina frente a él. Llevaba una barra de hielo al hombro, y se parecía a su madre. Y era más joven. Más dulce. Y más deseable que Isidora. Podría vengarse de las dos al mismo tiempo, y ellas no lo sabrían nunca. La fruta sería más sabrosa si sólo la probaba él. Cuando Catalina e Isidora volvieran a mirarlo, con un desprecio que le obligaba a retirar la vista, con esa fuerza que les daba conocer el motivo que le llevaba a retirarla, él mantendría aquellas miradas saboreando el placer de que sus ojos volvieran a ser impenetrables. El plato estaba servido. Un escarnio que se le ofrecía fácil, secreto, sazonado y oportuno, caminaba a dos pasos de él.

—Deja el hielo.

—Ando con prisa, señorito.

—Vosotras siempre tenéis prisa.

Hacía tan sólo unas horas que Felipe había presumido ante Leandro de haber ejercido el derecho de pernada al tomar posesión de su título, treinta años atrás.

—Habría que mantener las buenas costumbres. Al pueblo también le gusta. No creas que ella se resistió. Comprendió rápidamente que era mejor para todos que cerrara la boca. Son ignorantes, pero saben más de lo que parece. Ella supo en seguida el peligro que corría Isidora. Y que a Catalina no le gustaría saber que a su madre la violaron antes de matarla.

Hacía tan sólo unas horas que su hermano se había ufanado de haber vencido a las dos mujeres, que la hija de Catalina murió de parto sin haber confesado quién era el padre del niño que nació tullido. Y que no lo dijo nunca porque él la amenazó con la medalla de la Virgen de Guadalupe, aún manchada de sangre reseca y con el nombre de Quica grabado.

—¿Has encontrado el borrego?

—Aquí no está.

—¿Y qué quieres ahora?

—Nada.

—Entonces, puedes irte, ¿no?

—Sí.

—Pues vete.

—Vamos Pardo.

El nieto de Catalina se alejó del pabellón por el sendero de tierra. Leandro le siguió. Él volvía la cabeza a cada paso para mirarle de reojo. Al llegar a la puerta del garaje, se apartó a un lado del camino y se detuvo a mirar un coche que se acercaba. Leandro no apartaba la vista de él, pero el nieto de Catalina ya no le miraba, acarició a su perro mientras observaba a los que llegaban del notario.

El abogado de la familia conducía el vehículo. Victoria y sus dos hijos ocupaban el asiento trasero y su yerno viajaba junto al conductor. Regresaban satisfechos. Todos, excepto Aurora, que hubiera preferido acompañar a su padre en su paseo y no ser testigo de aquella venta. Desde el interior del automóvil, vieron detenerse al nieto de Catalina, que los miraba sujetando a su perro.

—¿Has visto qué hombre tan raro, Aurora?

—Es el nieto de Nina, mamá.

—¿Aún vive Nina?

—No, mamá, hace dos meses que murió.

—Me lo dices como si tuviera obligación de saberlo.

—Lo mismo que me he enterado yo, podrías haberte enterado tú.

—¿Y cómo te has enterado tú?

—Pues llamando a Lorenzo, mira qué cosa más fácil. Coges el teléfono, le preguntas cómo está, y él te cuenta de paso cómo están todos los demás.

—¡Qué cosas se te ocurren!, llamar yo a un criado. ¿Está muy viejo Lorenzo?

—Claro que está viejo, mamá.

A Victoria le contrariaba discutir con su hija, no acababa de acostumbrarse a que Aurora empleara siempre con ella un tono de reproche. El tono que comenzó a usar el día que cumplió los quince años, poco antes de que el hijo de Isidora desapareciera de sus vidas para siempre, poco antes de que Lorenzo se despidiese sin ninguna razón, y volviera al pueblo. Hasta entonces, Aurora se había conformado con las medias respuestas que obtenía, para las preguntas que no se cansaba de formular. Le intrigaba saber por qué el hijo de Isidora vivía con ellos. Sus padres contestaban siempre con evasivas, y cuando la niña iba al cortijo en vacaciones, y le preguntaba a Catalina, Catalina le respondía de la misma forma. Aurora regresaba de sus veraneos en «Los Negrales» cargada de nuevas preguntas.