—Elo, hijita, haz un último esfuerzo por mí.

—Lo que usted mande, señora.

—Dile a las niñas que recen por su prima Victoria.

Las hijas no olvidaron incluirla en sus plegarias, pero ninguna de las tres quiso avisarla de que su madre había fallecido.

Doña Ida dejó escrito en sus últimas voluntades que deseaba ser enterrada en la capital. Y sus hijas interpretaron el gesto como un triunfo que su madre les brindaba. Ella fue la primera Paredes Soler que negó el privilegio de ocupar el panteón familiar. El hueco que tenía reservado en el cementerio del convento permanecería vacío. Su madre había protestado, finalmente, y en el silencio de aquella lejana tumba había hecho oír su protesta.

41

Nunca había tenido tanto frío. Ni tan siquiera cuando las noches se cierran y él no tiene dónde encerrarse. Eso me ha dicho. Que el frío que le ha entrado ahí abajo no hay manta que lo tape. Y que está solo. Solo me ha dicho que está. Y que únicamente hablando conmigo se le pasa un dolor mal puesto que tiene. Que se le han abierto las honduras y es por ahí por donde se le cuela el frío. Y le duele. ¿Sabe por qué, señor comisario? Porque es buena gente. Y a la gente que es buena no le pasa de largo estar donde mi nieto. Me ha dicho que no puede dormir, y me ha preguntado cuántos techos habrá por encima de su celda, que capaz que por eso no puede, que él únicamente ha dormido al raso, o con un solo techo tapándole el cielo. Nunca le he oído hablar tanto. Nunca me había dicho antes que de chico lloraba a escondidas, que se pasaba las noches debajo del catre mirándose la mano, lo mismo que ha hecho ahí adentro. Los zagales querían tocársela, y él huía de ellos porque no daba en encontrar las palabras para explicarles por qué no se dejaba tocar. Nunca me había dicho que empezó a callarse cuando supo que no las encontraría, que él tampoco sabía por qué no le gustaba que nadie se la tocara. Nunca me había relatado que más de una vez y más de doscientas mi Catalina le hubo de aclarar que su madre había muerto y que no vendría a por él, y que no era una loba, y que su mano no era la mano de un lobo como le decían los niños del pueblo. Y que su padre tampoco era un lobo, aunque nadie supiera si llevaba un animal en las entrañas. Tal que así me lo ha referido, que los niños le metían espanto diciéndole que una loba vendría a buscarlo.

Cosas de chiquillos, sí. Pero yo nunca supe, y hoy lo he sabido, que a mi Paco le asustaba la Mano Negra más que a los otros, y que no se la debería de haber mentado cuando chico. ¿Quién iba a figurarse que un cuento chino con el que asustan los padres a los hijos lo iba a dar por cierto mi nieto a pies juntos? Y hoy he sabido que ahí no estuve acertado. No, señor. No estuve acertado en decirle que la Mano Negra se lo iba a comer, y que vivía allí arriba. Más me hubiera valido asustarlo con La Peleca, como todos hacían, o con La Peregrina, una pobre mujer que andaba siempre por los destrozos del palacio. El mismo partido habría sacado cuando me rompía un cacharro recién cocido, que roto estaba y nadie lo iba a componer. ¿Quién iba a figurarse que el niño creía que las lobas tenían negras las manos? ¿Cómo iba yo a saber que estaba asustando a mi nieto con mi propia hija, con su propia madre? Y también he sabido que mi santa se lo llevaba al cortijo cuando los señoritos no estaban para que el niño viera que allí no vivía, y que le hizo jurar a mi Catalina que en la vida se lo contaría a su abuelo. Y no me lo contó. Ninguno de los dos me dijo nunca que mi Paco no podía dar por cierto que yo le mintiera. Y ella, que reventaba por dentro si no soltaba lo que sabía, se fue a la tumba sin decirme que mi nieto no era un cobarde, que de la mano de su abuela se iba para allá arriba, con el susto calado en el alma, a buscar las patrañas que yo le decía, y que no las encontró nunca.

¿Sabe, señor comisario? Cuando mi Catalina lo dejaba con los juguetes de los señoritos, él se iba a buscar las escopetas de verdad.

Sí, señor. Se iba al caserón y cogía las escopetas por si aparecía la Mano Negra y no era su madre. Y dice que un día disparó. Que apoyó el arma en la mano mala y metió dos dedos de la buena en el guardamonte y apretó el gatillo. Pero no salió ningún tiro porque él no sabía que era menester cargarlas. La víspera que murió mi madre fue eso. Mi santa se lo subió para arriba por quitarlo de en medio. Y cuando mi nieto volvió, ya había muerto una madre de las dos que tenía. Y se hizo mayor barruntando que la madre que no llegó a conocer seguía viva, y que vivía allí arriba.

Verídico. Sí, señor. Como se lo estoy contando. De forma y manera que no es de extrañar que mi Paco haya crecido metido para adentro. ¿Es, o no es?

Es.

No, hombre de Dios. ¿Cómo va a seguir creyéndolo? El día que le dimos tumba a mi madre, yo le enseñé la de la suya. En el nicho de la loma hay un retrato. Ya estaba muerta cuando se lo hicieron, pero como no teníamos ninguno y parecía dormida, mi santa le dio una poca de color en los labios para que le tiraran una foto y pudiésemos tener un recuerdo de ella. Tenía que haber visto usted a mi nieto cuando le dije que su madre estaba enterrada allí dentro, y que esa cara tenía. Lo aupé en brazos, para que llegase al cristal y pudiera tocarla. Angelito, plantó la manita tullida en el retrato y acarició a su madre. Después, no sé cómo, se hizo añicos el cristal y la sangre le resbaló hasta el codo. Pero no soltó ni un mal quejido. Todavía se acuerda. Para él fue mejor que para nadie decir que su madre era guapa. Y nunca más consintió que los niños del pueblo se la mentaran. Se pegó con todos. Y luego después, no se pegó con ninguno porque siempre andaba solo. Y a nadie más hubo de decirle que su madre era guapa. Y era guapa. Lo era de verdad.

Aunque las madres siempre eran guapas.

Todas, de jóvenes, eran guapas.

Ah, ¿no? ¿Usted ha escuchado a alguien decir que su madre era fea?

¿Era guapa su madre, señor comisario?

42

Desde el momento en que Victoria tomó al niño de Isidora en sus brazos ya no quiso desprenderse de él. Desconocía el impulso que la llevó a pedirle que lo subiera a su habitación. En realidad, no deseaba verlo, pero cuando Isidora se lo mostró, y el niño esbozó una sonrisa, ella se sintió menos triste. La sirvienta fue la que se lo puso en los brazos, al ver que los ojos enrojecidos de Victoria mostraron una emoción que se parecía al consuelo. Se apenó de ella. Y se alegró al verla superar poco a poco el dolor por la muerte de su madre. Isidora no tomó en serio la petición que Victoria le hizo. Ella creyó que hablaba por hablar cuando le propuso adoptar al bebé, y a pesar de los recelos de Catalina, que encontraba la actitud de su señora excesivamente posesiva y le aconsejaba que permitiera que otra mujer lo cuidara, lo llevó con ella al cortijo hasta que el niño cumplió los cinco años. Y una tarde de junio, cuando las hijas gemelas de los marqueses de Senara cumplieron su sueño de casarse las dos el mismo día, Isidora lo arrancó de las manos de Victoria durante el banquete nupcial, sin saber que Victoria se lo reclamaría y que ella no podría negarse a entregárselo, vestido de domingo, antes de que hubiera pasado una semana.

La llegada de las novias a la iglesia parroquial había sido un espectáculo. Todo el pueblo se arremolinó a la puerta para verlas entrar del brazo de sus hermanos. Leandro fue el padrino de Piedad, y Felipe el de María.

 El marqués firmó como testigo de los esponsales, no quiso llevar al altar a ninguna de sus hijas, evitando así el riesgo de estropear la exquisitez del enlace sacando un pañuelo a cada instante, para secarse el sudor que le empapaba siempre que acudía a la parroquia. Al término de la ceremonia, los novios escucharon los vítores de los curiosos que se arremolinaban para ver a las hijas pequeñas de los marqueses de Senara salir de la iglesia, caminando bajo los sables alzados que los compañeros del regimiento de Felipe cruzaban sobre sus cabezas. Las gemelas habían escogido dos trajes de novia muy diferentes. Deseaban disfrutar juntas el día de su matrimonio, pero preferían no parecerse tanto, ser dos, pero ser únicas.