Después del primer día de caza, los invitados se reunieron a cenar en el comedor de los trofeos. Leandro se divertía comprobando que sus hermanas gemelas se miraban una a la otra cada vez que un joven se dirigía a ellas, y quiso compartir su descubrimiento con Felipe.

—¿Has visto a las mellis?

Pero Felipe no le prestaba atención. Se mantenía con la mirada fija hacía la puerta que daba al patio y cada vez que se abría, la retiraba, temeroso de ver entrar a Catalina o a Isidora. Pero no llegaron a entrar, fueron Justa y Joaquina las que sirvieron las mesas. Aun así, se tranquilizó tan sólo cuando llegó la hora del café y los hombres se retiraron al salón de la chimenea a fumar un cigarro. Y despertó al amanecer del día siguiente con la misma inquietud, convencido de que sería inevitable encontrar a las dos mujeres sirviendo el desayuno a los cazadores. Se dirigió al comedor decidido a mirarlas de frente, pero no tuvo que someterse a esa prueba, temida durante todo el año que duró su postración. De nuevo eran Justa y Joaquina las que servían las mesas. Su hermano Leandro desayunaba sentado junto a él.

—La pura sangre no vendrá. Sí es eso lo que estás esperando.

—¿Esperando, yo? No digas estupideces.

—No disimules, te conozco, y no has dejado de mirar hacía la puerta desde que has entrado, lo mismo que ayer durante la cena. No mires más, no va a aparecer por aquí.

—Eres un imbécil, Leandro.

Cortó en seco la conversación, dejó en el plato la tostada con manteca colorada que iba a llevarse a la boca y se levantó. Su orgullo superó a su curiosidad y no preguntó por qué Isidora no aparecería, pero la interrogante le acompañó durante toda la jornada. Quizá la habían despedido. ¿También a Catalina? No tendría que esperar mucho para saber el motivo de la ausencia de las dos mujeres.

Cuando su hermano y él regresaban esa tarde del campo, y se dirigían al pabellón de caza a dejar  ajo los soportales las piezas cobradas, vieron correr a Justa preguntando por Modesto a todos los peones que regresaban con ellos. Victoria, apoyada en uno de los arcos, la seguía con la mirada. Con las manos cruzadas sobre su regazo se protegía del frío con un largo capote de paño inglés, pero sus labios temblaban. Leandro le preguntó qué le pasaba a Justa, y si ella se encontraba bien.

—Perfectamente, ¿por qué?

—No sé, te veo rara.

—Qué tonterías se te ocurren. Anda, date prisa, que ya tienes preparado el baño y la cena se servirá pronto.

Y como si lo contara de pasada, sin dejar de mirar a Justa, Victoria añadió que Isidora acababa de dar a luz un niño, y que por eso justa buscaba a Modesto, para darle la buena noticia. Y comentó que el parto había sido muy corto, pero muy inoportuno, que precisamente cuando más se la necesitaba, Catalina había faltado dos días porque estaba atendiendo a Isidora.

39

Dijo que regresaba para morir, y es como si se hubiera muerto, ¿verdad usted? Lo mismo no era él. Lo mismo la sombra que me dijo adiós en el camino era la misma muerte, que ya lo había vestido, y era un alma perdida la que habló conmigo.

Lo digo porque si él supiera que la lenguaraz de la Juana lo vio subir al cortijo, y que fue al único al que vio subir, y que es mi nieto el que está donde está, el hijo de la Isidora daría señales de vida para que este asunto viera la luz.

Eso mismo me ha dicho el abogado que le han puesto a mi Paco. ¿Don ]osé María dice usted que se llama?

Es simpático, sí. Pero nada más entrar le he tenido que llamar la atención.

Porque, ¿sabe lo que me ha dicho?

Siéntese ahí, abuelo. Eso me ha dicho. Abuelo. Y a mí me puede llamar señor Antonio; don Antonio; Antonio, a secas; o Antoñito, si le da la real gana. Pero abuelo sólo me lo llama mi nieto.

No me enfado, pero hay que tener un respeto, leche.

Pues le estaba diciendo que don José María me dijo lo mismo cuando escuchó lo que yo le conté. Pero el hijo de la Isidora no ha sido, señor comisario, delo por cierto y no busque por ahí.

Estoy más que seguro, que un hombre que mata a unos cuantos no busca la casa de otro para lavarse la sangre. Él venía a morirse, no a buscar la muerte de nadie. Por eso digo yo que fue la muerte propia la que se llevó de aquí. De este modo y de estas maneras se lo he dicho yo a don José María cuando me ha preguntado sobre el particular.

Le he contado todo, sí, señor. Y él me ha dicho que se lo cuente a mi nieto. Y que a usted puedo hablarle de cuanto quiera, que es de fiar. Y mire que yo no se lo he preguntado, eh. No vaya a dar en creer que ando pidiendo referencias.

¿Y sabe qué me ha dicho también?

Que es verdad que no hay que abonarle ningún dinero, que él defiende a mi Paco por su oficio. Verídico. Ya. Ya sé que usted me lo había dicho antes, pero me da a mí que algún día puede venir a reclamarnos los cuartos. ¿Es, o no es?

¿No?

Recontra, ahora que voy camino del otro mundo empieza a cambiar éste. Primero me dicen que soy pensionista, y que me pagan sólo por ser viejo, y luego le abonan las cuentas a un abogado para mi nieto. Si mi madre lo viera, lamentaría haberse muerto a destiempo, porque ella siempre dijo que las cosas de los paisanos del campo mudan siempre a peor. Y que en este país nadie hizo nada por nosotros, ni tan siquiera la República, que nació con las manos atadas y no le dejaron ni dos dedos para tirar de la reforma agraria.

¿Falta mucho para que pueda ver a mi nieto?

Prisa no tengo ninguna, pero ansia sí.

Ansia de verlo.

40

En el momento en que Isidora pudo ponerse en pie y caminar, envolvió a su hijo recién nacido en una manta y se fue con él al cortijo. Le hizo una cuna en uno de los cestos que empleaban para llevar la colada a tender y lo colocó junto al fogón de la cocina. Justa le acercó un dedo meñique a la boca. Y Joaquina lo miraba extasiada.

—Isidora, me da a mí que esta criatura tiene hambre.

—¿Qué ha de tener, si antes de venir me ha quedado las tetas como dos pellejos?

—Cucha, que se ha agarrado con desesperación a su dedo chico.

—Le gusta chupar, pero hambre no tiene.

—¿Me dejas que lo aúpe?

—Déjalo estar, que no son buenas esas costumbres y luego va a querer los brazos únicamente.

Mientras Isidora preparaba el desayuno de Victoria, Catalina caminaba en el corredor haciendo sonar sus pasos, simulando que regresaba a la cocina. Los silenció después para volver sobre ellos y quedarse a la escucha tras la puerta del gabinete, donde le había servido un café a Leandro y a un joven que había llegado a «Los Negrales» poco antes que ella. A juzgar por la expresión que le vio en la cara, traía una mala noticia. Catalina contuvo la respiración y acercó el oído. Sí, era una mala noticia. Leandro permaneció callado hasta que el joven acabó de hablar. Y Catalina vio a Isidora con la bandeja del desayuno en las manos, que caminaba hacia ella apremiándola con un gesto enérgico para que se retirara de la cerradura. Se alejó sin hacer ruido y se aproximó a Isidora. Cuando iba a murmurarle algo, la puerta del gabinete se abrió y Catalina huyó sobre las puntas de sus pies para contarle a Justa y a Joaquina lo que no le había dado tiempo de contarle a Isidora.

La zozobra asomaba a los ojos de Leandro cuando le pidió la bandeja a la sirvienta, después de indicarle al joven que esperara en el gabinete. Isidora se extrañó de que el señorito quisiera llevarle el desayuno a su esposa. Le observó subir la escalera despacio, regresó a la cocina, y encontró a sus compañeras sentadas frente a frente, las tres con un codo apoyado en la mesa y sujetándose la barbilla.

—Fo, y tiene una cara bien guapa ese muchacho, para un mandado bien feo.

—¿Y desde la capital se ha llegado hasta aquí para dar el recado en persona?