—No seas grosero, Felipe, estamos con una dama.

Victoria enrojeció. Por cortesía a su invitado, esbozó una sonrisa. Y se levantó para decir que se encontraba fatigada.

—Si me perdonáis, voy a echarme una siesta. Isidora os servirá el café en la salita verde.

Los hombres se pusieron en pie para despedirla. Su marido se acercó a ella y ella se acercó a la puerta sin atreverse a mirarlo.

Sentados ya en la salita verde, Leandro le recriminó a Felipe su indiscreción y aceptó sus excusas mostrando una indiferencia por el tema que no llegó a convencer a ninguno de los dos. Desvió la conversación ofreciéndole un cigarro habano y cuando se disponía a encendérselo, Isidora pidió permiso para entrar. Él mismo le abrió la puerta, la miró depositar la bandeja sobre la mesa de centro y, al ver que se disponía a retirarse, le pidió que les sirviera el café. Los movimientos pausados de la criada parecían fascinar a ambos hermanos, que la miraban sin decir nada mientras ella llenaba las tazas, inclinada sobre la mesa. Y siguieron mirándola cuando les ofreció una a cada uno, y mientras caminaba para salir después de preguntar si a los señoritos se les ofrecía algo más. Los dos hombres la siguieron con la mirada hasta que Isidora cerró la puerta tras de sí. Sus ojos cazadores parecían lamentar un trofeo que se escapa. Pasaron unos minutos en silencio. Felipe se dirigió a Leandro, una vez que los pasos de la sirvienta dejaron de oírse.

—Vaya hembra.

—Pura sangre.

—Lástima de no haberla cabalgado cuando tuvimos oportunidad.

Isidora entró en la cocina llevando sus miradas en la espalda, cargando el peso de un fardo que no deseaba cargar,

—Chacha, qué susto nos has metido.

Justa se apresuraba a coser el borde de una esquina de un saco de trigo, y Catalina hacía lo propio con otro. De cada uno de ellos habían extraído unos cuantos granos que ya habían escondido en la alacena cuidadosamente envueltos en papel de estraza.

—¿Ya habéis hecho los cucuruchos?

—Hechos están.

—Hay tiempo, acaban de encenderse un puro. ¿Cuántos faltan?

—Los últimos eran éstos.

Una vez restaurada la arpillera que habían abierto, las mujeres depositaron los costales de trigo en el patio trasero junto a otros que se encontraban apilados contra la pared, en los que poco antes habían realizado la misma operación. Al cabo de una hora, dos jornaleros que habían llenado un carro con ellos se dirigían hacia el molino cantando al compás de las esquilas de las mulas que tiraban de la carga, escoltados por los hijos del marqués de Senara. Felipe cabalgaba delante vestido de militar y Leandro cerraba la comitiva llevando las riendas de su caballo en una mano y metiendo los dedos de la otra en un bolsillo de la chaquetilla de su traje corto, donde guardaba la autorización que le permitía moler el trigo. Felipe entregaría a la pareja de la Guardia Civil, apostada a las puertas del molino, el certificado extendido por las autoridades donde constaba que las cosechas no habían sido requisadas. Los hermanos marchaban al trote, mirándose en silencio de reojo. Competían entre sí de su destreza en el galope corto, ajenos al reparto que tenía lugar en la cocina de «Los Negrales», donde uno a uno, y discretamente, los peones del cortijo se acercaban a recoger un pequeño envoltorio de papel de estraza que se llevarían a sus casas. Sus mujeres tostarían en una sartén los escasos granos recibidos para hacer un simulacro de café, o los molerían en un molinillo fabricado por ellas mismas sujeto entre las piernas, dándole vueltas con un palo, con la paciencia sostenida por el deseo de conseguir un poco de harina para amasar un pan.

35

Es usted un hombre cabal, y eso se le nota al pronto. Por eso me extraña que haya dejado de buscar al hijo de la Isidora, que es quien podría hablarle de lo que pasó allí arriba; y que se empeñe en tener a mi nieto encerrado, que es quien no le va a hablar a usted, ni de eso ni de nada, señor comisario.

¿Conque sí, eh? ¿Conque lo siguen buscando?

¿Y es tan grande la capital como para no dar con él? Lástima. Porque él podría contarle mejor que ninguno lo que pasó aquella noche. Que me caiga muerto ahora mismo si no sabe él quién disparó la escopeta que reventó a los cuatro que han tomado tierra.

Es de suponer que, si estaba en el pasillo, el primer tiro lo tuvo que oír, por fuerza y sin más remedio. Y uno no se queda tan campante si escucha un tiro de cerca. Yo le digo a usted que el segundo lo escuchó casi junto por junto del que tenía la escopeta, y que el tercero y el cuarto los vio.

Que los tuvo que ver, leche, que el hijo de la Isidora no es de los que corren para atrás, que ése corrió para alante y se dio de bruces con el que tenía la escopeta en la mano. Y la sangre.

A mí me dijo que se manchó al quitarle el arma a don Carlos. Puede usted creerme y también puede no creerme, que es usted muy libre para usar su libertad.

No, no me dijo que le viera disparar. Y eso no se lo he dicho yo a usted. A mí sólo me dijo que estaba con la señorita Aurora, y que le arrancó al abogado la escopeta de las manos, y eso mismo le he dicho yo. Ni una palabra más, ni una menos. Que las palabras de más enredan las que se han dicho justas, y las de menos confunden lo que se ha dicho con lo que falta por decir.

Hará usted bien en enterarse, que a lo mejor pone en claro por qué estaba la escopeta en el chamizo de arriba, cuando en invierno mi nieto sólo usa el de abajo, y por qué estaba su Pardoen el cortijo y quién lo llevó hasta allí, que ese perro no ha conocido en la vida la lejanía de su amo.

¿Se le ofrece a usted otro poquito de vino?

Qué contrariedad, yo no bebo café, que estoy de la tensión, y por no beber no tengo ni pizca en casa, que mi nieto no toma tampoco. Nunca le gustó. Sin embargo mi santa se bebía hasta las zurrapas. ¿Allí le darán café a mi nieto por la mañana? ¿Me haría usted la bondad de decirles que no le gusta, que no se les ocurra obligarle a bebérselo?

Usted me perdonará, pero yo no sé las costumbres que tienen los que se ganan el pan cerrando puertas de hierro detrás de la gente. Y mi Paco es muy suyo, como lo era su madre, que nacieron los dos con el orgullo equivocado y desde el día primero lo llevaron hincado en la frente. Fíjese como sería la Inma, que durmió tres noches en esa silla porque mi Catalina no la dejaba menearse hasta que no se hubiera comido las lentejas. Ella, mi santa, que se quitaba el bocado de la boca para dárselo a los demás, le había puesto la mejor presa de chorizo. A mí me ha extrañado siempre ese empeño en servirse peor que nadie, y me sacaba del quicio cuando mi Catalina mejoraba mi plato a costa del suyo.

Cosa de las madres, sí. Eso será. ¿Usted tiene madre? La Catalina decía que lo peor de perder a una madre es perder sus brazos. Que los brazos de las madres se han hecho para acunar a los chicos y abrazar a los grandes. Y que por eso mi nieto es como es, porque su madre nunca lo abrazó.

Conque la Nina le endilgaba un mamporro a la hija cada vez que pasaba a su vera. Y la Inma apretaba los dientes y miraba al plato con una rabia que no sé cómo las lentejas no se echaron a correr, del susto que metía esa mirada, y eso que era bien chica la Inma. Hasta que la Nina se cansó, y porque vio que las lentejas habían cambiado de color, y en una de éstas, hizo que se tropezaba y ella misma tiró al suelo plato, chorizo y lentejas.

Pero mi nieto no va a esperar tres días. Si a mi nieto se le enfrentan, aunque sea nada más con un café, no se va a quedar arredrado en una silla.

Yo le explico a usted lo que haga falta, ¿qué es lo que no le ha quedado claro?

No se me haga usted el tontaina, señor comisario, que usted hila con madeja de ocho cabos.

Muy simple. El abogado no supo las intenciones que traía la familia hasta que no le pusieron el asunto delante mismo de su persona. Y si él se mudó de la capital a un pueblo como éste, sólo y únicamente para llevar los asuntos de los señores, y se ha quedado sin asuntos que llevar, algo le habrá escocido. ¿Me explico?