Lo ocurrido era que los niños, ya asustados por la multitud que los rodeaba y por las extravagancias de su madre, habían sentido verdadero terror al ver acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos y habían huido a todo correr.

La infortunada Catalina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y sollozando. Era desgarrador verla correr jadeando y entre sollozos. Sonia y Poletchka salieron en su persecución.

—¡Cógelos, Sonia! ¡Qué niños tan estúpidos e ingratos! ¡Detenlos, Polia! Todo lo he hecho por vosotros.

En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.

—¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío!

Y mientras decía esto, Sonia se había inclinado sobre ella.

La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikof y Lebeziatnikof habían sido de los primeros en llegar, así como el funcionario y el gendarme.

—¡Qué desgracia! —gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto enojoso.

Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.

—¡Circulen, circulen!

—Se muere —dijo uno.

—Se ha vuelto loca —afirmó otro.

—¡Piedad para ella, Señor! —dijo una mujer santiguándose—. ¿Se ha encontrado a los niños? Sí, ahí vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío!

Al examinar atentamente a Catalina Ivanovna se pudo ver que no se había herido, como creyera Sonia, sino que la sangre que teñía el pavimento salía de su boca.

—Yo sé lo que es eso —dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikof y Lebeziatnikof—. Está tísica. La sangre empieza a salir y ahoga al enfermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía. De pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.

—¡Llévenla a mi casa! —suplicó Sonia—. Vivo aquí mismo... Aquella casa, la segunda... ¡A mi casa, pronto...! Busquen un médico... ¡Señor!

Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso ayudó a transportar a Catalina Ivanovna. La depositaron medio muerta en la cama de Sonia. La hemorragia continuaba, pero la enferma se iba recobrando poco a poco.

En la habitación, además de Sonia, habían entrado Raskolnikof, Lebeziatnikof, el funcionario y el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumof llegaron también, primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto extraño con sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo semblante tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta multitud apareció de pronto el señor Svidrigailof. Raskolnikof le contempló con un gesto de asombro. No comprendía de dónde había salido: no recordaba haberlo visto entre la multitud.

Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró al oído de Raskolnikof que la medicina no podía hacer nada en este caso, pero no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doctor. Kapernaumof se encargó de ello.

Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero penetrante, a la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con un pañuelo. Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le pusieron almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.

—¿Dónde están los niños? —preguntó con voz trémula—. ¿Los has traído, Polia? ¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?

La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por la habitación.

—Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he tenido ocasión de verla.

Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.

—Hemos destrozado tu vida por completo... Polia, Lena, Kolia, venid... Aquí están, Sonia... Tómalos... Los pongo en tus manos... Yo he terminado ya... Se acabó la fiesta... Acostadme... Dejadme morir tranquila.

La tendieron en la cama.

—¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra un rublo...? Yo no tengo pecados... Dios me perdonará... Sabe lo mucho que he sufrido en la vida... Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?

El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez más confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado en torno del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el delirio. Su respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una especie de hervor.

—Yo le dije: «¡Excelencia...!» —exclamó, deteniéndose después de cada palabra para tomar aliento—. ¡Esa Amalia Ludwigovna...! ¡Lena, Kolia, las manos en las caderas...! Vivacidad, mucha vivacidad... Ligereza y elegancia... Un poco de taconeo... ¡A ver si lo hacéis con gracia...!

»Du hast Diamanten und Perlen.

»¿Qué viene después...? ¡Ah, sí!

»Du hast die schonsten Augen....

Madchen, was willst du meher? [49]

»¡Qué falso es esto! Was willst du meher...? Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil...? Ya, ya recuerdo lo que sigue...

»En los mediodías ardientes

de los llanos del Daghestan...

»¡Ah, cómo me gustaba, como me encantaba esta romanza, Poletchka! Me la cantaba tu padre antes de casarnos... ¡Qué tiempos aquellos...! Esto es lo que debemos cantar... Pero ¿qué viene después...? Lo he olvidado... Ayúdame a recordar...

La dominaba una profunda agitación. Intentaba incorporarse... De pronto, con voz ronca, entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar:

En los mediodías ardientes

de los llanos del Daghestan...,

con una bala en el pecho...

De pronto rompió a llorar y exclamó con una especie de ronquido:

—¡Excelencia, proteja a los huérfanos en memoria del difunto Simón Zaharevitch, del que incluso puede decirse que era un aristócrata!