—¿Qué vas a hacer?

—¡A ti qué te importa!

—Vas a beber. Lleva cuidado.

—¿Cómo lo has adivinado?

—No es nada difícil.

Rasumikhine permaneció un momento en silencio.

—Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco —exclamó con vehemencia—. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.

Y dio un paso hacia la puerta.

—Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue anteayer.

Rasumikhine se detuvo.

—¿De mí? ¿Dónde la viste?

Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su corazón había empezado a latir con violencia.

—Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.

—¿Ella?

—Sí.

—Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí?

—Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador. De tu amor no tuve que decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.

—¿Lo sabe?

—¡Pero, hombre...! Oye: me vaya yo donde me vaya y ocurra lo que ocurra, tú debes seguir siendo su providencia. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Te digo esto porque sé que la amas y estoy seguro de la pureza de tu amor. También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te concierne decidir si debes irte a beber.

—Rodia... Mira... Oye... ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones en mis manos...? Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré. Estoy seguro de que todo eso son tonterías forjadas por tu imaginación. Por lo demás, eres una buena persona, un hombre excelente.

—Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a conocer mis secretos. No pienses en esto, no te preocupes. Todo se aclarará a su debido tiempo, y entonces ya no habrá secretos para ti. Ayer alguien me dijo que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de aire. Ahora mismo voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.

Rasumikhine reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.

«Seguramente —pensó—, Raskolnikof es un conspirador político y está en vísperas de dar un golpe decisivo. No puede ser otra cosa... Y Dunia está enterada.»

—Así —dijo recalcando las palabras—, Avdotia Romanovna viene a verte y tú vas ahora a ver a un hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero... Por lo tanto, esa carta —terminó como si hablara consigo mismo— debe referirse a todo esto.

—¿Qué carta?

—Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría incluso que la ha trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara. Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias calurosamente no sé por qué y luego se ha encerrado en su habitación.

—¿Dices que ha recibido una carta? —preguntó Raskolnikof, pensativo.

—Sí, una carta. ¿No lo sabías?

Los dos guardaron silencio.

—Adiós, Rodia. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento... Bueno, adiós... Sí, hubo un momento en que... Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto a eso de beber, no lo haré. Te equivocas si crees que eso es necesario.

Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a Raskolnikof sin mirarle:

—Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfirio estaba encargado de instruir? Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente, cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En verdad, personas así pueden existir. Que no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya acabado por confesar es una prueba de la veracidad de sus declaraciones... Pero no comprendo cómo pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los terrenos la inocencia de esos hombres.

—Dime, por favor, ¿dónde te has enterado de todo eso y por qué te interesa tanto este asunto? —preguntó Raskolnikof, visiblemente afectado.

—¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto Al origen de mis informes, ha sido Porfirio, y otros, pero Porfirio especialmente, el que me lo ha explicado todo.

—¿Porfirio?

—Sí.

—Bueno, pero ¿qué te ha dicho? —preguntó Raskolnikof perdiendo la calma.

—Me lo ha explicado todo con gran claridad, procediendo según su método psicológico.

—¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado?

—Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en otra ocasión, pues ahora tengo prisa. Hubo un momento en que creí... Bueno, ya te lo contaré en otro momento... Lo que quiero decirte es que ya no tengo necesidad de beber: tus palabras han bastado para emborracharme. Sí, Rodia, estoy embriagado, embriagado sin haber bebido... Bueno, adiós. Hasta pronto.

Se marchó.

«Es un conspirador político: estoy seguro, completamente seguro —se dijo con absoluta convicción Rasumilchine mientras bajaba la escalera—. Y ha complicado a su hermana en el asunto. Esta hipótesis es más que plausible, dado el carácter de Avdotia Romanovna. Los dos hermanos tienen entrevistas. Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demuestran. Por otra parte, ésta es la única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía... ¡Señor, lo que llegué a pensar...! Una verdadera aberración; me siento culpable ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el pasillo, junto a la lámpara, me inspiró semejante insensatez... ¡Qué idea tan villana, tan burda, me asaltó! Mikolka ha hecho muy bien en confesar... Ahora todo lo ocurrido queda perfectamente explicado: la enfermedad de Rodia, su extraña conducta... Incluso en sus tiempos de estudiante se mostraba sombrío y huraño... Pero ¿qué significa esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por aclarar... Ya lo averiguaré todo.»

De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que el corazón se le iba a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.