»Usted se estará preguntando también por qué no he venido a registrar su casa. Pues sepa usted que vine. ¡Je, je, je! Usted estaba enfermo, acostado en su diván. No vine como magistrado, es decir, oficialmente, pero vine. Esta habitación fue registrada a fondo cuanto tuve la primera sospecha. Me dije: "Ahora este hombre vendrá a verme, vendrá a mi casa, y no tardará mucho. Si es culpable, vendrá. Otro no lo haría, pero él sí." ¿Se acuerda usted de la palabrería de Rasumikhine? La provocamos nosotros para asustarle a usted: le pusimos al corriente de nuestras conjeturas, seguros de que vendría a contárselo a usted, pues Rasumikhine no es hombre que pueda disimular su indignación.

»El señor Zamiotof quedó impresionado ante su cólera y su osadía. ¡Decir a gritos en un establecimiento público: "¡Yo he matado...!" Esto es verdaderamente audaz y arriesgado. Yo me dije: "Si este hombre es culpable, es un luchador enconado." Esto es lo que pensaba. Y me dediqué a esperar..., le esperaba ansiosamente. A Zamiotof le aplastó usted, sencillamente. Y es que esta maldita psicología es un arma de dos filos... Bueno, pues cuando le estaba esperando, he aquí que Dios le envía. ¡Cómo se desbocó mi corazón cuando te vi aparecer! ¿Qué necesidad tenía usted de venir entonces? ¡Y aquella risa! No sé si se acordará, pero entró usted riéndose a carcajadas, y yo, a través de su risa, vi lo que ocurría en su interior, tan claramente como se ve a través de un cristal. Sin embargo, yo no habría prestado a esa risa la menor atención si no hubiese estado prevenido. Y entonces Rasumikhine... Y la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos los objetos... Porque habló usted de un huerto a Zamiotof, ¿verdad? Después, cuando empezamos a hablar de su artículo, creímos percibir un segundo sentido en cada una de sus palabras.

»He aquí, Rodion Romanovitch, cómo se fue formando mi convicción poco a poco. Pero cuando ya me sentía seguro, volví en mí y me pregunté qué me había ocurrido. Pues todo aquello podía explicarse de un modo diferente e incluso más natural... Un verdadero suplicio. ¡Cuánto mejor habría sido la prueba más insignificante! Cuando supe lo del cordón de la campanilla, me estremecí de pies a cabeza. "Ya tengo la prueba", me dije. Y ya no quise pensar en nada. En aquel momento habría dado mil rublos por verle con mis propios ojos dar cien pasos al lado de un hombre que le había llamado asesino y al que no se atrevió a responder una sola palabra.» Y aquellos estremecimientos que le acometían... Y aquel cordón de una campanilla de que usted hablaba en su delirio... Después de esto, Rodion Romanovitch, ¿cómo puede usted extrañarse de que procediera con usted como lo hice? ¿Por qué vino usted a mi casa en aquel preciso momento? Era como si el demonio le hubiera impulsado. En verdad, si Mikolka no se hubiese interpuesto entre nosotros en aquel momento... ¿Se acuerda usted de la llegada de Mikolka? Fue como una chispa eléctrica. Pero ¿cómo lo recibí? No di la menor importancia a esta descarga, es decir, que no creí ni una sola de sus palabras. Es más, después de marcharse usted y de oír las razonables respuestas de Mikolka (pues sepa usted que me respondió de modo tan inteligente sobre ciertos puntos, que quedé asombrado), después de esto, yo permanecí tan firme en mis convicciones como una roca. "Este no dice una palabra de verdad", pensé... Me refiero a Mikolka.

—Rasumikhine acaba de decirme que está usted seguro de su culpabilidad, que usted le ha asegurado...

No pudo terminar: le faltaba el aliento. Escuchaba con una turbación indescriptible a aquel hombre que había cambiado tan radicalmente de juicio. No podía dar crédito a sus oídos y buscaba ávidamente el sentido exacto de sus ambiguas palabras.

—¿Rasumikhine? —exclamó Porfirio Petrovitch, que parecía muy satisfecho de haber oído, al fin, decir algo a Raskolnikof—. ¡Je, je, je! De algún modo tenía que deshacerme de él, que es completamente ajeno a este asunto. Se presentó en mi casa descompuesto... En fin, dejémoslo aparte. Respecto a Mikolka, ¿quiere usted saber cómo es, o, por lo menos, la idea que yo me he forjado de él? Ante todo, es como un niño. No ha llegado aún a la mayoría de edad. Y no diré que sea un cobarde, pero sí que es impresionable como un artista. No, no se ría de mi descripción. Es ingenuo y en extremo sensible. Tiene un gran corazón y un carácter singular. Canta, baila y narra con tanto arte, que vienen a verle y oírle de las aldeas vecinas. Es un enamorado del estudio, aunque se ríe como un loco por cualquier cosa. Puede beber hasta perder el conocimiento, pero no porque sea un borracho, sino porque se deja llevar como un niño. No cree que cometiera un robo apropiándose el estuche que se encontró. «Lo cogí del suelo —dijo— Por lo tanto, puedo quedarme con él.» Pertenece a una secta cismática..., bueno, no tanto como cismática, y era un fanático. Pasó dos años con un ermitaño. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un devoto exaltado y quería retirarse también a una ermita. Pasaba noches enteras rezando y leyendo los libros santos antiguos. Petersburgo ha ejercido una gran influencia en él. Las mujeres, el vino..., ¿comprende? Es muy impresionable, y esto le ha hecho olvidar la religión. Me he enterado de que un artista se interesó por él y le daba lecciones. Así las cosas, llegó el desdichado asunto. El pobre chico perdió la cabeza y se puso una cuerda en el cuello. Un intento de evasión muy natural en un pueblo que tiene una idea tan lamentable de la justicia. Hay personas a las que la simple palabra «juicio» produce verdadero terror. ¿De quién es la culpa? Ya veremos lo que hacen los nuevos tribunales. Quiera Dios que todo vaya bien...

»Una vez en la cárcel, Mikolka ha vuelto a su anterior misticismo. Se ha acordado del ermitaño y ha abierto de nuevo la Biblia. ¿Sabe usted, Rodion Romanovitch, lo que es la expiación para ciertas personas? Es una simple sed de sufrimiento, y si este sufrimiento lo imponen las autoridades, mejor que mejor. Conocí a un preso que era un ejemplo de mansedumbre. Estuvo un año en la cárcel y todas las noches leía la Biblia. Y un día, sin motivo alguno, arrancó un trozo de hierro de la estufa y lo arrojó sobre un guardián, aunque tomando precauciones para no hacerle ningún daño. ¿Sabe usted la suerte que se reserva a un preso que ataca con un arma cualquiera a un guardián de la cárcel? Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación.

»Yo estoy seguro de que Mikolka siente una sed de expiación semejante. Mi convicción se funda en hechos positivos, pero él ignora que yo he descubierto las causas. ¿Qué? ¿No cree usted que en un pueblo como el nuestro puedan aparecer tipos extraordinarios? Pues se ven por todas partes. La influencia de la ermita ha vuelto a él con toda pujanza, sobre todo después del episodio del nudo corredizo en su cuello. Ya verá usted como acabará viniendo a confesármelo todo. ¿Lo cree usted capaz de sostener su papel hasta el fin? No, vendrá a abrirme su pecho, a retractarse de sus declaraciones..., y no tardará. Me ha interesado Mikolka y lo he estudiado a fondo. Reconozco, ¡je, je!, que en ciertos puntos ha conseguido dar un carácter de verosimilitud a sus declaraciones (sin duda las había preparado), pero otras están en contradicción absoluta con los hechos, sin que él tenga de ello la menor sospecha. No, mi querido Rodion Romanovitch, no es Mikolka el culpable. Estamos en presencia de un acto siniestro y fantástico. Este crimen lleva el sello de nuestro tiempo, de una época en que el corazón del hombre está trastornado; en que se afirma, citando autores, que la sangre purifica; en que sólo importa la obtención del bienestar material. Es el sueño de una mente ebria de quimeras y envenenada por una serie de teorías. El culpable ha desplegado en este golpe de ensayo una audacia extraordinaria, pero una audacia de tipo especial. Obró resueltamente, pero como quien se lanza desde lo alto de una torre o se deja caer rodando desde la cumbre de una montaña. Fue como si no se diera cuenta de lo que hacía. Se olvidó de cerrar la puerta al entrar, pero mató, mató a dos personas, obedeciendo a una teoría. Mató, pero no se apoderó del dinero, y lo que se llevó fue a esconderlo debajo de una piedra. No le bastó la angustia que había experimentado en el recibidor mientras oía los golpes que daban en la puerta, sino que, en su delirio, se dejó llevar de un deseo irresistible de volver a sentir el mismo terror, y fue a la casa para tirar del cordón de la campanilla... En fin, carguemos esto en la cuenta de la enfermedad. Pero hay otro detalle importante, y es que el asesino, a pesar de su crimen, se considera como una persona decente y desprecia a todo el mundo. Se cree algo así como un ángel infortunado. No, mi querido Rodion Romanovitch, Mikolka no es el culpable.