—¿Qué puedo ya esperar?

—La vida. ¿Por qué quiere usted hacer el profeta? ¿Qué puede usted prever? Busque y encontrará. Tal vez le esperaba Dios tras este recodo... Por otra parte, no le condenarán a usted a cadena perpetua.

—Tendré a mi favor circunstancias atenuantes —dijo Raskolnikof con una sonrisa.

—Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo que le impide declararse culpable. Usted debería estar por encima de todo eso.

—Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio —repuso Raskolnikof con gesto despectivo.

Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una desesperación inocultable.

—Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando burdamente, con una segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida? Inventa usted una teoría y después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco, pero usted no es un criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho menos. Me preguntará qué pienso de usted. Se lo diré: le considero como uno de esos hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá. En primer lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cambiar de aires. Y en segundo, el sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted. Mikolka tiene tal vez razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico, pero abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada: esa corriente le llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso no lo puedo saber. Pero estoy convencido de que le quedan a usted muchos años de vida. Bien sé que usted se estará diciendo que no hago sino desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras le parecerán un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con esta esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no haya usted matado más que a esa vieja, pues con otra teoría habría podido usted hacer cosas cientos de millones de veces peores. Dé gracias a Dios por no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión que aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha cometido una mala acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que usted no me cree, pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En este momento sólo necesita aire, aire, aire...

Al oír estas palabras, Raskolnikof se estremeció.

—Pero ¿quién es usted —exclamó— para hacer el profeta? ¿Dónde está esa cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esas máximas llenas de una supuesta sabiduría?

—¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida..., pero completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted. Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch. Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le dirá si soy un hombre vil o un hombre leal.

—¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?

—Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y ruegue a Dios. Esto es lo que le interesa, créame.

—¿Y si huyera? —preguntó Raskolnikof con una sonrisa extraña.

—No, usted no huirá. Un mujikhuiría; un revolucionario de los de hoy, también, pues se le pueden inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir? ¿Qué ganaría usted huyendo? Y ¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una situación determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si huyese usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera encarcelar, para un mes o dos, por ejemplo, o tal vez para tres, un buen día, téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría. Vendría usted aun sin darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación. Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa, Rodion Romanovitch. No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha engordado en el bienestar. El caso es que diga la verdad..., y no se burle usted. Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle. Mikolka tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovitch.

Raskolnikof se levantó y cogió su gorra. Porfirio Petrovitch se levantó también.

—¿Va usted a dar una vuelta? La noche promete ser hermosa. Aunque a lo mejor hay tormenta... Lo cual sería tal vez preferible, porque así se refrescaría la atmósfera.

—Porfirio Petrovitch —dijo Raskolnikof en tono seco y vehemente—, que no le pase por la imaginación que le he hecho la confesión más mínima. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado por curiosidad. Pero no he confesado nada, absolutamente nada. No lo olvide.

—Entendido; no lo olvidaré... Está usted temblando... No se preocupe, amigo mío: se cumplirán sus deseos. Pasee usted, pero sin rebasar los límites... Ahora voy a hacerle un último ruego —añadió bajando la voz—. Es un punto un poco delicado pero importante. En el caso, a mi juicio sumamente improbable de que en estas cuarenta y ocho o cincuenta horas le asalte la idea de poner fin a todo esto de un modo poco común, en una palabra, quitándose la vida (y perdone esta absurda suposición), tenga la bondad de dejar escrita una nota; dos líneas, nada más que dos líneas, indicando el lugar donde está la piedra. Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. Que Dios le inspire.

Porfirio salió, bajando la cabeza para no mirar al joven. Éste se acercó a la ventana y esperó con impaciencia el momento en que, según sus cálculos, el juez de instrucción se hubiera alejado un buen trecho de la casa.

Entonces salió él a toda prisa.

III

Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikof se había dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el momento de tener una explicación con él.