Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado, sorprendieron e impresionaron profundamente a Raskolnikof, que empezó a temblar de pies a cabeza.

—Pero..., entonces... —preguntó con voz entrecortada—, ¿quién es el asesino?

Porfirio Petrovitch se recostó en el respaldo de su silla. Su semblante expresaba el asombro del hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita.

—¿Que quién es el asesino? —exclamó como no pudiendo dar crédito a sus oídos—. ¡Usted, Rodion Romanovitch! —Y añadió en voz baja y en un tono de profunda convicción—: Usted es el asesino.

Raskolnikof se puso en pie de un salto, permaneció así un momento y se volvió a sentar sin pronunciar palabra. Ligeras convulsiones sacudían los músculos de su cara.

—Sus labios vuelven a temblar como el otro día —dijo Porfirio Petrovitch en un tono de cierto interés—. Creo que no me ha comprendido usted, Rodion Romanovitch —añadió tras una pausa—. Ésta es la razón de su sorpresa. He venido para explicárselo todo, pues desde ahora quiero llevar este asunto con franqueza absoluta.

—Yo no soy el culpable —balbuceó Raskolnikof, defendiéndose como el niño al que sorprenden haciendo algo malo.

—Sí, es usted y sólo usted —replicó severamente el juez de instrucción.

Los dos callaron. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no menos de diez minutos.

Raskolnikof, con los codos en la mesa, se revolvía el cabello con las manos. Porfirio Petrovitch esperaba sin dar la menor muestra de impaciencia. De pronto, el joven dirigió al magistrado una mirada despectiva.

—Vuelve usted a su antigua táctica, Porfirio Petrovitch. ¿No se cansa usted de emplear siempre los mismos procedimientos?

—¿Procedimientos? ¿Qué necesidad tengo de emplearlos ahora? La cosa cambiaría si habláramos ante testigos. Pero estamos solos. Yo no he venido aquí a cazarle como una liebre. Que confiese usted o no en este momento, me importa muy poco. En ambos casos, mi convicción seguiría siendo la misma.

—Entonces, ¿por qué ha venido usted? —preguntó Raskolnikof sin ocultar su enojo—. Le repito lo que le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué no me detiene?

-Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto por punto. En primer lugar, le diré que no me conviene detenerle enseguida.

—¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el deber de hacerlo.

—Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en hipótesis. ¿Por qué he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe muy bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. También podría traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero usted le diría: «Eres un borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a un hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto? Sus palabras tienen más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente en la psicología y, por lo tanto, sorprenderían, al proceder de un hombre inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil, pues ese bribón es un bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos procedimientos psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden obrar en su favor, sobre todo teniendo en cuenta que pongo en juego la única prueba que tengo contra usted hasta el momento presente. Pero no le quepa duda de que acabaré haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le confieso que no me servirá de nada. Además, he venido a su casa para...

—Hablemos de ese segundo objeto de su visita —dijo Raskolnikof, que todavía respiraba con dificultad.

—Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que tiene usted derecho. No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que, aunque usted no lo crea, mi deseo es ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor que puede hacer. Es lo más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto. Ya ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?

Raskolnikof reflexionó un momento.

—Oiga, Porfirio Petrovitch —dijo al fin—; usted ha confesado que no tiene contra mí más que indicios psicológicos y, sin embargo, aspira a la evidencia matemática. ¿Y si estuviera equivocado?

—No, Rodion Romanovitch, no estoy equivocado. Tengo una prueba. La obtuve el otro día como si el cielo me la hubiera enviado.

—¿Qué prueba?

—No se lo diré, Rodion Romanovitch. De todas formas, no tengo derecho a contemporizar. Mandaré detenerle. Reflexione. No me importa la resolución que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en interés de usted. Le juro que le conviene seguir mis consejos.

Raskolnikof sonrió, sarcástico.

—Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Aun suponiendo que yo fuera culpable, cosa que no admito de ningún modo, ¿para qué quiere usted que vaya a presentarme a la justicia? ¿No dice usted que la estancia en la cárcel sería un descanso para mí?

—Oiga, Rodion Romanovitch, no tome mis palabras demasiado al pie de la letra. Acaso no encuentre usted en la cárcel ningún reposo. En fin de cuentas, esto no es más que una teoría, y personal por añadidura. Por lo visto, soy una autoridad para usted. Por otra parte, quién sabe si le oculto algo. Usted no me puede exigir que le revele todos mis secretos. ¡Je, je!

»Pasemos a la segunda cuestión, al provecho que obtendría usted de una confesión espontánea. Este provecho es indudable. ¿Sabe usted que aminoraría considerablemente su pena? Piense en el momento en que haría usted su propia denuncia. Por favor, reflexione. Usted se presentaría cuando otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Y yo le juro ante Dios que me las compondría de modo que a la vista del tribunal gozara usted de todos los beneficios de su acto, el cual parecería completamente espontáneo. Le prometo que destruiríamos toda esa psicología y que reduciría usted a la nada todas las sospechas que pesan sobre usted, de modo que su crimen apareciese como la consecuencia de una especie de arrebato, cosa que en el fondo es cierta. Yo soy un hombre honrado, Rodion Romanovitch, y mantendré mi palabra.

Raskolnikof bajó la cabeza tristemente y quedó pensativo. Al fin sonrió de nuevo; pero esta vez su sonrisa fue dulce y melancólica.

—No me interesa —dijo como si no quisiera seguir hablando con Porfirio Petrovitch—. No necesito para nada su disminución de pena.

—¡Vaya! Esto es lo que me temía —exclamó Porfirio como a pesar suyo— Sospechaba que iba usted a desdeñar nuestra indulgencia.

Raskolnikof le miró con expresión grave y triste.

—No, no dé por terminada su existencia —continuó Porfirio—. Tiene usted ante sí muchos años de ida. No comprendo que no quiera usted una disminución de pena. Es usted un hombre difícil de contentar.