Apenas se hubo marchado Rasumikhine, Raskolnikof se levantó y se acercó a la ventana. Después dio algunos pasos y tropezó con una pared. Luego tropezó con otra. Parecía haberse olvidado de las reducidas dimensiones de su habitación. Al fin se dejó caer en el diván. Daba la impresión de que se había operado en él un cambio profundo y completo. De nuevo podía luchar: tenía una posible salida.

Sí, ahora podía tener una salida, un medio de poner fin a la espantosa situación que le asfixiaba y le tenía sumido en una especie de embrutecimiento desde la confesión de Mikolka en casa de Porfirio. A esto había seguido su escena con Sonia, cuyo desarrollo y desenlace no habían correspondido a sus previsiones ni a sus intenciones. Se había mostrado débil en el último momento. Había reconocido ante la muchacha, y con toda sinceridad, que no podía seguir llevando él solo una carga tan pesada...

¿Y Svidrigailof? Svidrigailof era para él un inquietante enigma, aunque esta inquietud tenía un matiz diferente. Tendría que luchar, pero seguramente encontraría un modo de deshacerse de él. Porfirio era otra cosa.

Así, pues, había sido el mismo Porfirio el que había demostrado a Rasumikhine la culpabilidad de Mikolka, procediendo por su método psicológico.

«Siempre está con su maldita psicología —se dijo Raskolnikof—. Porfirio no ha creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.»

Raskolnikof había recordado en varias ocasiones retazos de aquella escena, pero no la escena entera, pues no habría podido soportar su recuerdo.

En aquella escena habían cambiado palabras y miradas que demostraban en Porfirio una seguridad tan absoluta y adquirida tan rápidamente, que no era posible que la confesión de Mikolka hubiera podido quebrantarla. ¡Pero qué situación la suya! El mismo Rasumikhine empezaba a sospechar. El incidente del corredor había dejado huellas en él.

«Entonces corrió a casa de Porfirio... Pero ¿por qué habrá querido ese hombre engañarle? ¿Por qué razón habrá intentado desviar sus sospechas hacia Mikolka? No, no puede haber hecho esto sin motivo. Abriga alguna intención, pero ¿cuál? Verdad es que desde entonces ha transcurrido mucho tiempo, y no he tenido noticias de Porfirio. Esto es tal vez mala señal.»

Cogió la gorra y se dirigió a la puerta. Iba pensativo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía en un estado de perfecto equilibrio.

«Hay que terminar con Svidrigailof a toda costa y lo antes posible. Sin duda está esperando que vaya a verle.»

En este momento, en su agotado corazón brotó tal odio contra sus dos enemigos, Svidrigailof y Porfirio, que no habría vacilado en matar a cualquiera de ellos si los hubiese tenido a su merced. Por lo menos tuvo la impresión de que sería capaz de hacerlo algún día.

—Ya lo verán, ya lo verán —murmuró.

Pero apenas abrió la puerta se dio de manos a boca con Porfirio, que estaba en el vestíbulo.

El juez de instrucción venía a visitarle. Raskolnikof quedó estupefacto en el primer momento, pero se recobró rápidamente. Por extraño que pueda parecer, esta visita le extrañó muy poco y no le inquietó apenas.

Tras un ligero estremecimiento se puso en guardia.

«Esto puede ser el final —se dijo— Pero ¿cómo habrá podido llegar tan en silencio que no lo he oído? ¿Habrá venido a espiarme?»

—No esperaba usted mi visita, ¿verdad, Rodion Romanovitch? —dijo alegremente Porfirio Petrovitch—. Hace mucho tiempo que quería venir a verle. Ahora, al pasar casualmente ante su casa, me he preguntado: «¿Por qué no subes un momento?» Ya veo que iba usted a salir; pero no tema, que sólo le distraeré el tiempo que dura un cigarrillo. Es decir, si usted me lo permite.

—¡Pues claro que sí! Siéntese, Porfirio Petrovitch, siéntese.

Y Raskolnikof ofreció una silla a su visitante, tan amable y sereno, que él mismo se habría sorprendido si se hubiera podido ver en aquel momento. No había quedado en él ni rastro de inquietud. Es el caso del hombre que cae en poder de un bandido y, después de pasar media hora de angustia mortal, recobra su sangre fría cuando nota la punta del puñal en la garganta.

Raskolnikof se sentó ante Porfirio Petrovitch y le miró a la cara. El juez de instrucción guiñó un ojo y encendió un cigarrillo.

«¡Vamos, habla! —le incitó Raskolnikof mentalmente—. ¿Por qué no empiezas de una vez?»

II

Ah, estos cigarrillos! —dijo al fin Porfirio Petrovitch—. Son un veneno, un verdadero veneno. Tengo tos, se me irrita la garganta, padezco de asma. Como soy algo aprensivo, he ido a ver al doctor B., que es un médico que está examinando a cada enfermo durante media hora como mínimo. Se ha echado a reír al verme, y, después de palparme y auscultarme cuidadosamente, me ha dicho: «El tabaco no le va nada bien. Tiene usted los pulmones dilatados.» No lo dudo, pero ¿cómo dejar el tabaco? ¿Por qué otra cosa lo puedo sustituir? Yo no bebo: eso es lo malo... ¡Je, je, je! Toda mi desgracia viene de que no bebo. Pues todo es relativo en este mundo, Rodion Romanovitch, todo es relativo.

«Ya está de nuevo con sus tonterías», pensó Raskolnikof, contrariado.

Al punto le vino a la memoria su última entrevista con el juez de instrucción, y este recuerdo trajo a su ánimo todos sus anteriores sentimientos.

—Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? —continuó Porfirio Petrovitch, paseando una mirada por la habitación—. Estuve aquí dentro. Al pasar por esta calle se me ocurrió, como se me ha ocurrido hoy, hacerle una visita. La puerta estaba abierta de par en par. Esperé un momento y me volví a marchar sin ni siquiera ver a la sirvienta para darle mi nombre. ¿Nunca cierra usted la puerta?

El rostro de Raskolnikof aparecía cada vez más sombrío. Porfirio pareció adivinar los pensamientos que lo agitaban.

—He venido a darle una explicación, mi querido Rodion Romanovitch. Se la debo —dijo sonriendo y dándole una palmada en la rodilla.

Su semblante cobró de pronto una expresión seria y preocupada. Incluso pasó por él una sombra de tristeza, para gran asombro de Raskolnikof, que jamás había visto en él nada semejante ni le creía capaz de tales sentimientos.

—Hubo una escena extraña entre nosotros, Rodion Romanovitch, la última vez que nos vimos. Pero entonces... En fin, he aquí el asunto que me trae. He cometido errores con usted, bien lo sé. Ya recordará usted cómo nos separamos. Verdad es que los dos somos bastante nerviosos; pero no procedimos como personas bien educadas, aunque nuestros Buenos modales son evidentes y me atrevería a decir que están por encima de todo. Estas cosas no se deben olvidar. ¿Recuerda usted hasta qué extremo llegamos? Rebasamos todos los límites.