Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikof pasar pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos asuntos.

Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera. Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikof. De pronto bajó la voz y le dijo:

—Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar de que estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos... Oiga, Rodion Romanovitch —le dijo de pronto—, todos los hombres necesitamos aire, aire libre... Esto es indispensable.

Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó. Raskolnikof estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdote hasta el aposento de Sonia.

Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo' que no había asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmovedora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.

«En todos estos días —se dijo Raskolnikof— no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.»

El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volutas.

El sacerdote leyó:

—«Concédele, Señor, el descanso eterno.»

Raskolnikof permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de extrañeza.

Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikof un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba lo más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Sonia no desplegó los labios. Raskolnikof le estrechó la mano y se fue.

Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente.

A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía Raskolnikof la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.

Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud. Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo.

Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando. Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie de remordimiento.

«Aquí estoy escuchando canciones —se dijo— Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. Había otra cuestión que debía resolverse inmediatamente, pero que no lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía en su interior como una especie de torbellino.

«Más vale luchar —se dijo—: encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigailof... Sí, recibir un reto: tener que rechazar un ataque... No cabe duda de que esto es lo mejor.»

Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó al oscurecer en un matorral de la isla Kretovski. Estaba helado y temblaba de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando se levantó eran más de las dos de la tarde.

Se acordó de que era el día de los funerales de Catalina Ivanovna y se alegró de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se asombró de los terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Rasumikhine.

—¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.

Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo disimulaba. Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.

—Escucha —dijo en tono resuelto—: el diablo os lleve a todos, y no quiero saber nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta. No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor, a contarme todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco. Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo de obrar estúpido, bastante villano y perfectamente inexplicable, así como tu reciente conducta con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre lo haría, Tu madre está muy enferma desde ayer. Quería verte, y aunque e que no sea un monstruo, un canalla o un loco se habría portado con ellas como te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.

—¿Cuándo las has visto?

-Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego: ¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido verte. Tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres, pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: «Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para mendigar sus caricias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene fiebre. «Para su amiga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba salir de dudas, he ido enseguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un ataúd, niños que lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto. Tú no estabas allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a contar a Avdotia Romanovna los resultados de mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto que no se trata de una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Verdad es que los locos también comen, y que, además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que no estás loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza para resolver este enigma. Sólo he venido aquí -terminó, levantándose- para decirte lo que te he dicho y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.